Botonera

--------------------------------------------------------------

29.11.18

VII. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Stéphane Mallarmé



Una rápida mirada a la Europa del período comprendido entre 1871 y 1914, en la que nacerá precisamente el cinematógrafo, puede dar la impresión de que la “respuesta normanda” no hubiera tenido descendencia. La “filosofía” del S. XVIII y las transformaciones sociales y económicas que sucedieron a los acontecimientos de 1789 dieron nacimiento, en el último tercio del S. XIX, a una civilización que presenta una apariencia de estabilidad y en la que el materialismo y la economía industrial pudieron proponer un modelo de “felicidad” que, si bien concernía a una pequeña parte de la población, valió a esta época, a posteriori y a través del prisma de la Gran Guerra, el epíteto de “bella”. Dos variantes principales de esta civilización se constituyeron en Gran Bretaña y Francia. En el Reino Unido, una sociedad de esencia puritana, que había desacralizado y racionalizado la monarquía en el S. XVII y que en el curso de los siglos siguientes había establecido una dominación militar y económica sobre gran parte del planeta, se ocupó con una seriedad imperturbable de hacer marchar una economía fundada en el liberalismo salvaje. Esa sociedad se caracterizaba, en sus lugares de vida y en todo lo que producía, por una fealdad de la que no se sonrojaba y por una aristocracia que, aprovechándose de la energía burguesa para hacer avanzar sus propios negocios, consolidó privilegios sin equivalentes en el mundo occidental. En Francia, una aristocracia que bajo la Tercera República ya no tenía asiento político alguno recuperó una influencia perdida desde la Fronda, y al llevar una vida mundana brillante, si bien separada de la vida social real, sirvió de modelo e ideal no solo para la burguesía que detentaba el poder auténtico sino también para una gran parte de los artistas franceses y europeos. 

En la expresión creativa, se constituyeron dos polos. Por una parte, estaban aquellos que buscaban dar una representación, admirativa o contestataria, de la sociedad en la que vivían, y aceptaban su postulado de que la materia constituía un fin en sí misma. Esto produjo un arte del divertimiento y un arte de la crítica social, dos tendencias que continúan hasta nuestros días, también en el cine. Por otra parte, encontramos artistas que buscan representar una verdad más allá de los límites establecidos por la sociedad, y que podemos calificar como metafísica. Ahora bien, debido a la marginalización de la cultura religiosa en una sociedad que devenía “laica” y la creación de un arte oficial que descartaba todo intento de buscar la trascendencia incluso en el propio mundo material, la Belle Époque dejaba poco espacio, en las artes heredadas del pasado, para una búsqueda espiritual. Las criaturas orientadas en este sentido se veían obligadas, por lo tanto, a buscar una puerta estrecha que les permitiera efectuar el pasaje de una manera casi clandestina.

Al ofrecer una de las respuestas más extremas a este problema, con un campo de aplicación que se extiende más allá de la poesía, Stéphane Mallarmé ejerció una influencia profunda en Francia y en el extranjero. 

El hombre era en apariencia una madeja de contradicciones. Al situarse fuera de toda creencia religiosa, estaba atormentado por angustias espirituales; intelectual pequeño-burgués de su época, soñaba con alcanzar lo sublime a través de la poesía; de sus oficios reconocidos, profesor en la escuela pública y cronista de la moda femenina, buscaba revivir el esplendor y el refinamiento de la corte de Urbino en su estrecho salón de la calle de Rome; agobiado por la esterilidad tanto de la carne como de la palabra, todo su esfuerzo vital se concentraba en una encarnación del verbo; hombre del Norte, anglicista casado con una alemana, no cesaba de soñar con la luz meridional, no por la claridad que esta arrojaba sobre el mundo sino por los misterios que permitía entrever [...]