CARTA DESDE EL HIELO.
FRANKENSTEIN SUEÑA CON VÍCTOR ERICE
FRANKENSTEIN SUEÑA CON VÍCTOR ERICE
Mariana Freijomil
Aquí estoy. Aquí resisto incólume en el aire helado. Sin nombre, pero nombrado: criatura, monstruo, demonio, Frankenstein. Ante el cuerpo frío de mi creador en aquel barco perdido entre el hielo juré inmolarme en su pira funeraria. Después solo recuerdo el aire polar abrazando mi rostro, antecediendo al tacto helado y cortante de las aguas negras a las que me entregué, cuando salté por el ventanuco del camarote donde había fallecido. Yo estaba decidido a no vivir más. Lo que nunca soñé fue lo que vino después, lo que pude contemplar desde mi cámara oscura en las profundidades del hielo donde me abandoné. Yo regresando una y otra vez, sobre una pantalla, en el destello espectral de la luz, en esa invención llamada cine. Si Victor Frankenstein hubiera sido un coloso, un auténtico creador, se hubiera adelantado a Edison y los Lumière. El cinematógrafo superó las demostraciones galvánicas de Aldini, que desde la magnificencia que otorga el paso del tiempo se me hacen pueriles.
Eran tiempos muy distintos aquellos en los que los maestros de la ciencia buscaban la inmortalidad y el poder; tales enfoques, si bien carentes de valor, tenían grandeza; pero ahora el panorama había cambiado. El objetivo del investigador parecía limitarse a la aniquilación de las expectativas sobre las cuales se fundaba todo mi interés por la ciencia. Se me exigía que cambiara quimeras de infinita grandeza por realidades de insignificante valor. (Shelley, 119)
Contraer el cadáver de un reo ante una audiencia impresionable no puede compararse con la vida que late y se agita en las imágenes proyectadas en una sala oscura. Desde mi retiro descubrí que mi madre, Mary Shelley, sí había sido grande y que mi nacimiento guardaba más vínculos con el cinematógrafo de lo que podía sospechar en un primer momento. Yo había surgido de la oscuridad de las pesadillas de mi progenitora, un verano excepcional en el que el calor se convirtió en frío.
(…) Otros dos amigos (…) y yo nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, basado en algún acontecimiento sobrenatural. Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dos amigos partieron de viaje hacia los Alpes donde olvidaron, en aquellos magníficos parajes, cualquier recuerdo de sus espectrales visiones. El relato que sigue es el único que se terminó.
(Shelley, 84-85)
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