FABULAR: MENTIR COMO INVENTAR: LAS COSAS DE LA VIDA
Irene de Lucas
Alarmado por la publicación póstuma de las cartas de amor de Mérimée, Flaubert hizo en 1877 un pacto con Maxime Du Camp para quemar su correspondencia; dos años después cumpliría su promesa con la ayuda de Maupassant. En una hoguera acabaron también las cartas de Dickens, quien en 1860 quemó veinte años de correspondencia tras solicitar, en vano, que sus correspondientes hicieran lo mismo con las suyas. Emily Dickinson encargó la quema a su hermana Lavinia, más selectiva. Inequívoca al respecto fue la voluntad de Kafka en una carta a Max Brod: “Mi último testamento será muy simple: la petición de que lo quemes todo” –la inclusión taxativa de toda su obra fue quizás lo que empujó a su amigo, no así a su amante Dora Diamond, a desoír sus deseos. Y es dudoso que Pedro Salinas hubiera consentido la reciente publicación de las cartas de amor que le escribió a su amante, Katherine Whitmore. Una vez enviada la carta a su destinatario, ese es su dueño.
Este impulso incendiario suele atribuirse al celo del remitente por proteger su intimidad. Raramente se apunta a la preocupación por dejar tras de sí una amalgama de testamentos parciales, relativos y circunstanciales, que en modo alguno reflejan la complejidad de la identidad y que, sin embargo serán considerados fuente primaria y pasarán a construir un relato categórico, sin matices, una verdad monolítica y desdibujada de su persona. La muerte conlleva abdicar finalmente al escaso control que tenemos sobre la imagen que los demás tienen de nosotros. La certeza de que una vez muerto son otros los que deciden quién eras, los que reescriben tu relato vital y que, en su decisión, tus manuscritos accidentales tendrán un peso legitimador. Una lectura rígida, sin quizás y sin a veces, ajena a contradicciones y ambivalencias. Injusta, por simplista. La solución es destruir esos manuscritos y aspirar a que nadie pueda imponer un relato rotundo de quienes fuimos, en palabras de Mrs.Dalloway: “No podría afirmar de nadie que sea esto o aquello como tampoco me atrevería a decir de mí misma soy esto o aquello”.
Este artículo trata del destino de una carta. De dos finales de una misma historia. Las cosas de la vida (Les choses de la vie, Claude Sautet, 1970) es la película más conocida del cineasta, su primer filme en conectar con un gran público gracias a un acertado elenco –Michel Piccoli, Romy Schneider y Léa Massari– y a la emotiva música de Philippe Sarde. A pesar de acercarse a la complejidad de las relaciones personales con sutileza y un pulso impecable, Sautet tuvo que luchar toda su vida con el estigma de un sector de la crítica de hacer un cine trasnochado y burgués. Para este filme, a propuesta de Jean-Loup Dabadie, trabajó con su adaptación de un libro de Paul Guimard que da título a la película –y que Sautet confiesa no haber leído hasta después del rodaje [...]