EN LA CIUDAD BLANCA, LA MELANCOLÍA DEL TRAVELLING
José Luis Márquez Núñez
De la lid de capturar el aire del tiempo y del mundo. En la ciudad blanca (Dans la ville blanche, 1983), el octavo largometraje de Alain Tanner, es, entre otras cosas, una película de amor, del deseo de hacer un filme de amor, como en El centro del mundo (Le milieu du monde, Alain Tanner, 1974), en torno a la amada imposible, una película del desaire amoroso que se arma en el camino, en soledades (“El cuerpo de una mujer es demasiado extenso. Así que habrá guerra entre nosotros. La memoria y el olvido tienen un mismo origen”, escribe Paul-Bruno Ganz en su última misiva, un pedazo de papel, mientras espera el tren de regreso que lo llevará a su mujer, al otro lado del mundo, ese mundo de la realidad limitadora), así como la réplica vital de Tanner a la pregunta “¿Por qué filmar?”. También es una película del caminante, o del viajero, del extranjero, en deriva, proscrito por voluntad propia, perdido en el rumor del mundo, hermano de otros tantos caminantes fílmicos –como el viajero de La Jetée (1962) de Chris Marker– en el intento de animar los ojos de ella (aprender de nuevo la mirada, aprender a filmar la mirada), porque, dicen, la errancia es un gesto de resistencia, de fe. Y no es cosa del azar que el caminante sea marinero, como el mismo Tanner en sus años de juventud, una especie de animal anfibio, un ajolote que remite al “Axolotl” de Julio Cortazar en Final del juego, son certeros trazos de la figura de Paul, porque la deriva, o la aventura-ventura, se da teniendo a favor, o incluso en contra, el mar (“El mar es mi país preferido”, ha dicho Tanner). “Voy a emerger a la superficie de nuevo”, escribe Paul en su último mensaje, al abandonar Lisboa y tomar el tren. Por eso, en natural exigencia, En la ciudad blanca es también una película en la que circulan cartas, como botellas echadas al mar.
Película de amor, filme del caminante, película epistolar, con el ánimo de capturar el aire del tiempo y del mundo. “Lo que amo del cine es la captación del aire del tiempo y del mundo; jamás podría filmar el futuro o el pasado. Ante todo tengo necesidad de un lugar, y si no lo experimento no puedo filmar”, ha dicho Tanner en consonancia con lo apuntado por Gilles Deleuze: “El hecho moderno es que ya no creemos en el mundo. No somos nosotros quienes hacemos cine, es el mundo el que nos parece una mala película. Por lo mismo, es ese vínculo (entre el mundo y nosotros) el que debe convertirse en objeto de creencia: es lo imposible lo que no puede ser vuelto a dar sino en una fe. Es necesario que el cine filme, no al mundo, sino la creencia en ese mundo, nuestro único vínculo. [...] Y creer no es ya creer en otro mundo, ni en un mundo transformado. Es solo, es simplemente creer en el cuerpo. Es devolver el discurso al cuerpo, y para eso, alcanzar el cuerpo antes que el discurso, antes que las palabras, antes de que las cosas sean nombradas”. Precisamente en esa tesitura, o registro, entre la contundencia de lo físico y lo concreto, se ubica la certeza de En la ciudad blanca; de ahí, entonces, que sean las cartas y las películas en super 8 de Paul las que procuran cercanía, sentimiento contiguo, proximidad, las que rasgan la trama de los 35 mm y son como la grafía de la mano, la voz del desplazado que equidista con la inmemoria (immemory) markeriana, la memoria repudiada, aquella que recupera el tiempo vivido con un ritmo diferente y se corresponde en las cartografías del exilio con las de Chantal Akerman y Jonas Mekas. Porque esa memoria, ya sea que se esté en el viaje inmóvil, en el encierro de la habitación tapiada o en el deambular por el paisaje “edificado sobre la tabla rasa de las ciudades en ruina y los mitos destrozados... es la conciencia desdichada de un estado de los lugares (de un estado de las ciudades, también)”, en palabras de Serge Daney [...]