EL LLANTO DE LOS AHOGADOS EN SU PROPIA CORRIENTE
Manuel Merino
Carta del suicidio y despedida de Virginia Woolf
Querido:
Me equivocaba, no era locura sino un camino abierto que me ha llevado hacia el descanso y la palabra perfecta. Ya no me queda nada por hacer. Ese ha sido mi premio y, mi mayor victoria, esta calma tan dulce que ahora me acuna, en la que yo también soy agua. Fuera del frío y definitivamente apartada de tanto temblor oscuro, porque mis miedos más antiguos se borraron conmigo. Floto y vuelo. Llueve dentro de mí. Mis manos empapadas, por vez primera libres, me recorren dormidas y entre mis dedos siento cómo se escurren aquellos cuerpos deseados, extraños, que aún latían en mi memoria lavada sin que yo lo supiera. Otros ojos me observan pero no me conocen. Ya nada pueden. Detenerme, tampoco; mientras me alejo y la distancia es un nuevo presente infinito compuesto por flexibles minutos de agitados ranúnculos, látigos verdes con flores blancas que, a mi lenta deriva, me enganchan por las alas de mis brazos abiertos, hundiéndose conmigo. Ahora me alimento de pétalos amarillos sumergidos y estambres rotos, de su roce en mis párpados, apenas un segundo sin bordes, mientras sigo adelante. La corriente me guía acercándome a mí, sobresaltando la calma azul de las libélulas. Sus reflejos esquivos. Elevándolas, como yo misma hago sobre mi sombra que acaricia las losas tan oscuras que duermen más abajo. He roto el círculo del tiempo y su condena. Mi corona de plomo se ha fundido.
Leonard, te gustaría esta calma feliz que he tardado una vida en alcanzar. Casi mil años de lágrimas teniéndola tan cerca. Bastaba un paso más, al final del paseo. Una decisión que quizá fuera mía pero no lo recuerdo. Un instante final, que parecía tu primer abrazo, donde se disolvió esa eterna tensión que me guiaba, pues aquí, la memoria, cegada por la luz, tampoco existe. Solo hay sentidos que parecen filtrar lo esencial, defendiéndome. Escucha, por ejemplo, cómo las voces ajenas, tan dañinas entonces, se van desnudando lentamente en susurros. Ya no son amenazas sino roces muy breves de seda humedecida, con esa levedad que hace unas horas, al ajustarme estos mismos pendientes, tuvo el paso de la piel de tus dedos por la mía extrañada. Sombra y ceniza [...]