[...] Allí, en la mínima, en la más infinita compañía permanece lo que jamás habrá abandonado a Beckett, lo que jamás habrá sido abandonado, la escritura, o el texto. Por más raspados, recortados, negados, que hayan logrado ser el tono y la rotonda, él firmará siempre, regularmente, samejantemente, Sam. Desde las primeras palabras, esas palabras ya son, semejantes, las últimas palabras. Eso me impacta, eso admiro. Desde el primer vuelo del artista Trinity College-ENS Ulm, solo de ida. Ha leído todo visto todo sabido todo arrojado todo Dublín, Joyce, Florencia, París, ha sostenido todo, Dante, Mandelstam, nada ha corroído su persona y nadie su piedra, sigue siendo el mismo gigante acurrucado sobre un guijarro. Como el otro gigante, su único prójimo, Proust, al que pinta inclinado sobre ese pozo superficial de una banalidad insondable: una taza. Proust un gigante y su taza de mundo, lo único que él puede tragar, el gigante, la taza, Proust, porque Joyce se le atraviesa en la garganta. A Proust, a su genio, se lo bebió de un sorbo. Tiene veinticuatro años. Proust acaba de morir. Debería decir caer. De inmediato, Beckett lo releva, al gigante y su adoquín dispar. Beckett versión echo’s bones de Proust [...]