Petros Koublis
Tenía, pese a sobrepasar en más de un palmo a los canónigos que, desde tiempo atrás, le reclamaban una mayor participación personal en el cumplimiento de sus tratos, una profunda pesadumbre en la voz y cierto distanciamiento en la mirada que, aunque atenta, podría parecer que buscase algo inexplicable más allá de su interlocutor, atravesándole su masa corporal sin tampoco percibirla. Ignorándola, no por timidez o desaire, sino por encontrarse como preso de un raro encantamiento melancólico que padeciera alguna vez primera siendo muy niño, y que acabó por convertirse en su carácter. Así, parecía vagar en un laberinto hermético de actos, verbo y razones, que no eran otra cosa que pura lejanía, una ausencia continua en la que quizás ya volaba [...]
La eternidad dura un segundo
Manuel Merino