PREFACIO
El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)
Muchas
son las maneras de pensar en el cine, de pensar cinematográficamente.
La imagen más exacta de una extrema divergencia entre dos maneras de
pensar que, sin embargo, están unidas entre sí, sería la de asociar los
numerosos artículos de crítica a los que Gilles Deleuze se refiere en
las notas de Cine y la transmutación que se opera en ellos a lo largo de
su elaboración filosófica. Por un lado, una evaluación más o menos
desarrollada sobre tal o cual película, autor o idea; por el otro, una
máquina de pensamiento que, conceptualmente, aborda el cine en su
conjunto. En consecuencia, sobre una escala sin límites se despliegan
libremente por fases otros tantos pensamientos del cine.
Los treinta y siete artículos recogidos en este libro abarcan cuarenta años; desde el primero, consagrado a una película de Jacques Tourneur, hasta el último, escrito con motivo del cuarto largometraje de Philippe Grandrieux. Tienen en común, al contrario que mis libros Entre imágenes y La Querelle des dispositifs (“La querella de los dispositivos”), concernir únicamente al cine (incluso si, en alguna que otra ocasión, se evocan fotos o instalaciones). Así pues, pertenecientes a una época en la que la propia idea no se había formado, estos textos en buena parte constituyeron una suerte de diario de a bordo de mi libro Le corps du cinéma (2009). (*) Dos de ellos, los más antiguos, poseen en este conjunto un valor estratégico: “Creer en el cine”, sobre La noche del demonio (Night of the Demon, 1957), de Tourneur, y “La película que acompañamos”, sobre Meghe dhaka tara (The Cloud-clapped Star, 1960), de Ritwik Ghatak. El primero porque sienta, a lo largo de la película elegida y según las fases de su desarrollo, las primeras bases teóricas de una relación electiva entre cine e hipnosis; el otro, porque desatiende el proyecto de las visiones estructurales que anteriormente más o menos modelaran los ensayos reunidos en L’Analyse du film (“El análisis del filme”) (**), en favor de un seguimiento de la película modulado a tenor de sus más intensos instantes y momentos de emoción (prefigurándose así los dos primeros términos asociados en el subtítulo del que sería mi siguiente libro: “Hipnosis”, “Emociones”, e incluso, de manera implícita, el tercero, “Animalidades”, atendiendo a la presencia animal a lo largo de La noche del demonio). De ahí el título “La película que acompañamos”, válido para ese paso a paso que había dominado el enfoque al abordar la película de Tourneur y que, a partir de ahí, me pareció que podía designar una modalidad crítica adecuada para todos los textos consagrados durante muchos años a las películas como tales, y que componen la primera parte de esta selección.
* N. de T.: BELLOUR, Raymond, Le Corps du cinéma. Hypnoses, émotions, animalités, París: POL Éditeur, 2009 [trad. cast.: El cuerpo del cine. Hipnosis, emociones, animalidades, Santander: Shangrila 2013].
** N. de T.: BELLOUR, Raymond, L’Analyse du film, Aix-en-Provence: Albatros, 1979; reedición en París: Calmann-Lévy, 1995.
Acompañar una película es hacerle compañía; es decir, si no seguirla paso a paso todo el rato, lo cual de todos modos resulta engañoso, sí al menos sugerir con ello una suerte de ilusión merced a la proximidad marcada hacia unos u otros de sus instantes, algunos de sus rasgos más relevantes, cualesquiera que estos sean siempre y cuando se revele así la pregnancia del detalle que da fe de la realidad de la captura cuya presa ha sido el espectador, y siempre que, al hilo de la argumentación-evocación que parece acertada, intente reflejarse el carácter único, el valor, la fuerza y el genio de la película de la que se ha elegido ocuparse.
El segundo bloque de esta selección, “El cine que intentamos recuperar”, intensifica en cierto sentido el enfoque emprendido al abordar películas singulares, puesto que cada película que impacta pone en juego el todo del cine. Pero aquí se apunta a un cambio de escala: ya sea el fragmento de una película circunscrito a sí mismo, o la elección de un componente; ya se trate de un cineasta al que, por el contrario, abordemos desde una visión de conjunto; ya se aborde un problema, un nivel de realidad que caracterice el cine como tal.
Uno de estos textos, “El espectador de cine, una memoria única”, perfila a este respecto una visión global cuyo efecto aspira a extenderse a los otros textos aquí reunidos. El cine, en efecto, procura presentarse en ellos con aquello que le es exclusivo y que solo comparte consigo mismo, podría decirse, algo que basta repetir sin mayor dilación: la unicidad de una experiencia que encuentra en la sala de cine y la sesión de cine unas condiciones incomparables. De sobra sabemos que, desde hace más de treinta años, las condiciones posibles para ver películas han cambiado de forma radical con la aparición de los vhs, luego del dvd, así como con la frenética multiplicación de los formatos y soportes informáticos. Pero esto no ha impedido que, con toda tranquilidad, haya podido escribirse que “todo modo de ver una película que me deja libre para interrumpir y modular esta experiencia no es cinematográfico”. (1) Así pues, algo esencial se desprende del tiempo prescrito específico de la proyección convencional, que convierte al espectador en un prisionero dispuesto a acceder a una experiencia singular. Olvido constante de la película a medida que transcurre la sesión de cine, que se suceden las imágenes durante su proyección en la sala; memoria diligente que no solo permite comprender la película, sino que incorpora a sí misma la materia en movimiento, con lo que se crean tantos acontecimientos imprevisibles y variables como espectadores haya, con arreglo a lo que cada uno de ellos es, piensa, imagina, anticipa y recuerda tanto de la película como de su vida, a medida que, enlazadas entre sí, estas van desarrollándose.
1. AUMONT, Jacques, Que reste-t-il du cinéma?, París: Vrin 2012, p.82. Aprovecho para subrayar mi acuerdo con este libro en el que Aumont, por su parte, señalaba la proximidad de nuestras posiciones. Entre otras cosas, escribía allí: “El invento más importante desde el punto de vista estético es, sin lugar a dudas, la tecla pausa, la cual produce una imagen de una nueva naturaleza” (p.41).
Por lo tanto, la mayoría de los textos que componen este libro fueron escritos en virtud de la doble condición propia hoy en día de un espectador crítico. En primer lugar, la visión en la sala de cine, que garantiza la realidad irreductible del choque de sentido y suscita un eventual deseo de escribir. A continuación, repetición de esa visión, más o menos agudizada según los casos, en el ordenador, donde se opera esa extraña transmutación que tan profundamente ha modificado el análisis fílmico y la crítica cinematográfica –con unos excesos cuyo riesgo, por el momento, resulta difícil de medir– merced al paso incesante del archivo de escritura al dvd que lo acompaña, con sus torrentes de imágenes repetidas y detenidas sin cesar, a tenor de las cuales nos gustaría volver a encontrar aquello tan plenamente vivido en el descubrimiento de la película y que modificamos en unas proporciones que no podemos evaluar.
A nadie se le escapa que esta situación de escritura ha afectado de lleno la cuestión, en sí misma ya tan paradójica, de la descripción del cine. (2) Texto inhallable y difícil de citar, como me pareció hace mucho tiempo, el cuerpo de la película sigue siéndolo a pesar de las nuevas prácticas de visión, a menos que, de manera deliberada, se abandonen la revista o el libro en beneficio de análisis mixtos, hechos, por consiguiente, de la mezcla de palabras e imágenes en movimiento. Este es, por ejemplo, el caso de la interesantísima serie de ensayos audiovisuales, tal y como ellos los denominan, emprendidos desde hace poco y difundidos en Internet por Cristina Álvarez López y Adrian Martin: hasta hoy, una quincena de programas consistentes en un montaje (de duración variable, entre 4-5 y 13-14 minutos) elaborado a partir de una idea-tema a lo largo de una película o la obra de un cineasta, acompañado de un breve ensayo escrito de unos seis mil caracteres. Por ejemplo: “Before and Elsewhere: Chantal Akerman’s Almayer’s Folly”; “Short-Circuit: A Twin Peaks System”; “[De Palma’s] Vision”; “The Melville Variations”. El propio montaje está a menudo entrecortado por breves intertítulos o subtítulos de naturaleza crítica que acompañan su progresión. La impresión que se desprende de estos nuevos objetos inteligentes –tal como hablamos de objetos conectados– es la de una discontinuidad, la de una fractura fruto de las continuas idas y venidas entre los diferentes niveles de textos y de imágenes, al tiempo que se busca entre ellos una nueva armonía. Es como si dicha fractura se revelara tanto más cuanto más tratáramos de salvarla restituyendo finalmente a la imagen su realidad.
2. Sobre la descripción, más allá del capítulo del libro de Jacques Aumont en À quoi pensent les films (Séguier, 1996), véase el más reciente Jessie Martin, Décrire le film de cinéma. Au départ de l’analyse, París: Presses universitaires de la Sorbonne, 2011, y Vertige de la description. L’analyse de films en question, París: Éditions Forum/Aléas, 2011, así como Diane Arnaud, Dork Zabunyan (dir.), Les Images et les Mots. Décrire le cinéma, París: Septentrion, 2014.
Cuando, en realidad, en la medida en la que nos ciñamos al texto escrito, apoyado o no por fotogramas, la descripción apuntará a un objeto de fuga reconocido, sin encontrar nada que, por derecho propio, pueda detenerla. Pensemos una vez más en las sencillas palabras de Christian Metz, cuando nos recuerda que los elementos del plano, en oposición a los elementos discretos de la lengua, “son indefinidos en su número y su naturaleza”, y que “por más que podamos descomponer un plano, no podemos reducirlo”. (3) Y es que nunca podremos contener la imbricación metamórfica del movimiento y el tiempo. Subrayemos a este respecto la aportación tal vez más original que la teoría psicoanalítica haya propuesto a la inteligencia del cine. Jean Imbeault ha sugerido que la novedad crucial del psicoanálisis entendido como un dispositivo propio consistía, incluso antes de todo recurso a la interpretación, en un “procedimiento” en el que se apoya este dispositivo y que “consiste en una exposición de la palabra”. En virtud de esto, es preciso entender que esta exposición inventa su propio tiempo, de manera análoga a “la novedad que introduce en el campo de lo visible la invención del cine”. (4) El cine, movimiento convertido en tiempo, subraya el autor citando a Deleuze a su favor.
3. METZ, Christian, Essais sur la signification au cinéma, París: Klincksieck, 1968, p.119 [trad. cast.: Ensayos sobre la significación en el cine, vol. I y II, Barcelona: Paidós, 2002].
4. IMBEAULT, Jean, Mouvements, París: Gallimard (col. Connaissance de l’inconscient-Tracés), 1997, pp.17-19.
Asimismo, cuando se trata de películas, de cine, más que de descripción, es menester hablar de un arte de la evocación armonizado con la necesidad del pensamiento que se apodera de su objeto. Con un sentido mínimo de la ficción, el estilo es uno de sus componentes esenciales desde el momento en que le incumbe la singular tarea de asociar, en una misma corriente, argumentación y visión, revisión, con el fin de capturar en la animación de la frase una sombra activa de la proyección en sala de la película conforme al movimiento del tiempo y de fijar así, en función de un deseo de conocimiento, la huella de su recuerdo reactivado.
Esta es la razón por la que, si la descripción de la película parece encontrar su origen en el ekphrasis pictórico, y hallar por ende un modelo en la historia del arte, está más lejos de él de lo que podríamos pensar. Si El detalle (5), el excelente libro de Daniel Arasse, puede precisamente servir de inspiración a todos cuantos comentan y analizan películas, es preciso también que sepan que su llamamiento a “una historia cercana de la pintura” les incitará, en el mejor de los casos, a una práctica ilusoriamente cercana al cine. Pongamos por testigo uno de los más hermosos libros de pintura que se hayan escrito jamás: The Sight of Death (“La visión de la muerte”). (6) En este último, el autor se asigna como objeto de estudio dos cuadros de Poussin, por suerte reunidos ambos durante mucho tiempo en una apartada sala del Getty Museum, justo cuando él realizaba una estancia de investigación de seis meses: Paisaje con tiempo calmo, adquirido por el museo, y Paisaje con un hombre muerto por una serpiente, prestado para la ocasión y que Clark apreciaba en especial entre todos los cuadros de Poussin por haberlo frecuentado en la National Gallery de Londres. De modo que, sin haber preconcebido nada, acabó escribiendo un diario de sus visitas casi cotidianas a ese espacio electivo y, como él mismo dice: “Comencé a escribir y no pude parar”. (7) Una suerte de inacabable análisis resulta a tenor de las entradas del diario más o menos reorganizadas en forma de comentario erudito, pero asimismo libre, tanto es así que, en ocasiones, este adquiere la forma de poemas. Y a lo largo de este comentario que se convierte en un libro sobre Poussin tan inventivo como podamos imaginarlo, citando otras obras del pintor reproducidas aquí y allá, Clark se consagra en particular a auscultar los dos lienzos que le sirven de trama, desplegando página a página los fragmentos más o menos extensos o reducidos que le inspiran y que él ofrece así a nuestra vista, permitiéndonos ir del conjunto al detalle y viceversa en una sucesión interminable; de suerte que el autor parece haber captado y transmitido de veras todo lo relativo a la materia y las formas de los cuadros así recuperadas según ese apremiante diálogo entre imágenes y palabras. Claro está que unas y otras son irreductibles, dada la desemejanza de sus respectivas materias, pero se enlazan en la medida de lo posible, a pesar de la formidable disconformidad debida al inevitable desajuste entre las reproducciones y los originales, algo que, aquí también, el estilo tiene la responsabilidad de compensar. Pero esta es una proximidad que la descripción, la crítica, el comentario y el análisis fílmico no pueden alcanzar sino difícilmente.
5. ARASSE, Daniel, Le Détail. Pour une histoire rapprochée de la peinture, París: Flammarion (col. Idées et recherches), 1992, reeditado en Champs/Flammarion, 1996 [trad. cast.: El detalle. Para una historia cercana de la pintura, Madrid: Abada, 2008].
6. CLARK, T. J., The Sight of Death. An Experiment in Art Writing, New Haven-Londres: Yale University Press, 2006.
7. Ibid., p.3.
A modo de coda, he aquí reunidos cuatro menudos ejemplos que componen una suerte de imagen de los movimientos de evocación y análisis para los que, en mi opinión, son de gran utilidad los ensayos reunidos en este libro: el sentimiento de conjunto que una película, Mga anak ng unos (Storm Children. Book One, 2014), de Lav Díaz, puede despertar gracias al dispositivo del que se sirve; un minúsculo detalle en un plano de La cautiva (La Captive, 2000), de Chantal Akerman; un rasgo cegador en un momento crucial de Río Salvaje (Wild River, 1960), de Elia Kazan; y la insistencia de una huella a través del preludio de La mujer sin cabeza (2008), de Lucrecia Martel.
I. El largo documental de Lav Díaz, 2 h 23’, breve en comparación con muchas otras obras de su autor, expone una situación puntual en la ciudad de Tacloban tras el paso, en 2013, del tifón Yolanda, el más mortífero en la historia de Filipinas. La película se sitúa en lo esencial en un espectral decorado de supervivencia organizado en torno a inmensos barcos encallados, a varios niños que, más o menos en vano, buscan entre los escombros los menores despojos de algún valor o se entregan a realizar una y otra vez las mismas tareas.
Desde el principio, los planos, de un singular blanco y negro, e impecablemente encuadrados, son largos, insistentes, repetitivos, monótonos. Durante un rato me aburrí y se me pasó por la cabeza que estaba allí sufriendo aquellas imágenes inútilmente. Hasta que, sin que pueda decir ni cómo ni cuándo, de repente algo dio un giro radical. El aburrimiento mutó en fascinación, carente de indecencia pero a la fuerza culpable ante un desenlace tan violento y, a través de este último, el aburrimiento se transformó en la presencia absoluta de una realidad, en el sentido baziniano de la palabra, de una duración, de un tiempo en el sentido bergsoniano, deleuziano. Una suerte de éxtasis del tiempo en estado puro. Algo que solo el dispositivo restrictivo de la sala de cine podía brindarme. Por un momento me imaginé pausando la televisión o apagando el ordenador, cuando, en realidad, prisionero de la oscuridad, rodeado de algunos espectadores cautivos como yo, había vivido esa transmutación.
II. Simon deambula por la noche en París en busca de Ariane, embargado por la misma inquietud celosa con la que Marcel mimaba a Albertine. Se cruza con una joven, comienza a seguir a otra que se convierte en una sombra, a lo largo de acerados planos que desbaratan cualquier sentido de la orientación. De pronto, se topa con una amiga de ambos, Hélène, que pregunta por ellos, por su desaparición fuera del mundo que les es común; y Simon se atormenta de pronto en cuanto oye mencionar a una antigua camarada de Ariane, cuyo nombre avanza Hélène. Dos veces durante su diálogo, unas sombrías formas humanas pasan por el fondo de la borrosa perspectiva que, como una ventana, se abre a la derecha, al fondo del encuadre. Lo hacen primero en un sentido, luego en el otro. Y, de súbito, luego de que Hélène haya parado un taxi y de que Simon permanezca solo y desamparado en el interior del encuadre fijo, surge, indecisa, una tercera silueta caminando a paso largo, de derecha a izquierda, en una posición lateral análoga a la que ocupa Simon desde el segundo tiempo del plano en el que su marcha se ha interrumpido para enfrentarse a la irrupción de Hélène.
Es la única de las tres formas sombrías que me sobrecogió durante la proyección (en el curso del programa “La Nuit a des yeux”, concebido y dirigido por Marie-Pierre Duhamel-Muller en Cinéma du Réel 2014). Las otras dos, que preparaban sin duda su efecto furtivo pero nítido, no se me aparecieron sino en el dvd, cuando traté de volver a ver aquella otra. ¿Cómo denominar semejante efecto? Su propia sutileza impide que le demos un nombre. Sin embargo, cautiva la mirada, al insuflar una repentina animación a la pasajera postración de Simon, que, inmóvil, con los brazos caídos, reemprende su marcha en cuanto desaparece esa forma. Como si la supuesta interioridad de la parte de los celos que le corroen se expresara mediante esa fricción pasajera que se produce al fondo de la imagen. Pero esto sería mucho decir. Uno piensa también en uno de esos efectos de sentido obtuso o de punctum que paralizaban a Barthes al ver ciertos fotogramas o fotografías. Pero incluso esto sería demasiado preciso; y, lo que es más: esta forma está en movimiento, es su paso casi instantáneo (entre 1 y 2 segundos), su misteriosa elasticidad, lo que impacta. Ella produce en la imagen una suerte de pliegue que evoca más bien la discrepancia desarrollada por Deleuze en el capítulo “La percepción en los pliegues” de su libro sobre Leibniz, entre la percepción consciente y las pequeñas percepciones, los niveles macroscópico y microscópico de la percepción.
III. En el festival de La Rochelle de 2010, veo por fin, sobre la inmensa pantalla de la Coursive, Río salvaje, que siempre me había perdido, una espera acumulada durante medio siglo.
La película es poderosa, etérea a la vez que pesadamente terrestre, con fuertes identificaciones con los personajes. La fatalidad que nutre la historia hace que dos seres hechos para permanecer ajenos el uno al otro se vean atraídos por su discordancia. Él, un administrador enviado desde la ciudad para vigilar la construcción de una presa en el río Tennessee. Ella, una joven viuda y nieta de una granjera firmemente opuesta a cualquier intrusión exterior. Montgomery Clift, Lee Remick. Están ahora junto a un árbol, a orillas del río. Se hablan, atraídos el uno por el otro, sin tocarse todavía. Se miran. Juego de planos que se acercan, campo, contracampo, primeros planos, etc.
Necesité algún tiempo para comprender el desproporcionado sobrecogimiento que había provocado ese cambio de planos que jamás olvidé. Uno de esos detalles tras los cuales yace la mano divina. Si la enajenada frialdad de esas miradas nos traspasa, ello se debe al hecho de que los ojos de esos dos cuerpos atormentados por el deseo están hechos del mismo azul. Un azul metálico, transparente a la par que insondable. Su intensidad aumenta en función de los singulares rasgos propios de cada uno de los rostros: Montgomery Clift, con la cara reconstruida tras su accidente, la mirada marcada por una suerte de locura ilocalizable. Lee Remick, con los ojos demasiado hundidos bajo sus arcadas superciliares que confieren a su hermoso rostro un aire de máscara, como si siempre pensara o sintiera demasiado en su fuero interno.
Esa emoción, que puede parecer una emoción de guion y deberse a la historia contada, es también, antes que nada, o después de todo, una pura emoción de la forma, de la fuerza, de la intensidad que surge y pasa directamente del cuerpo de la película al cuerpo del espectador, que permanece aturdido y quedará marcado por el hierro candente de dicha experiencia.
IV. En el larguísimo prólogo antes de los créditos iniciales de La mujer sin cabeza, dos niños, un niño y una niña, se divierten a ambos lados de la luna de un coche: él desde el interior, ella desde fuera, golpean repetidamente ese cristal con las manos en medio de un gran desorden de gestos. Unos instantes más tarde, la protagonista, “la mujer sin cabeza”, se monta en el coche y emprende su camino, filmada a partir de cierto momento en un plano medio corto de perfil, de suerte que la ventanilla delantera izquierda del coche se ve plenamente sobre el paisaje que va dejando atrás. Pero no son solo sus motivos inciertos los que se imprimen, sino que estos se mezclan con las huellas de las manos vivamente marcadas sobre la ventanilla, que dibujan en igual número unas menudas apariciones fantasmales. Es entonces cuando sobreviene el drama, inscrito en ese mismo encuadre. Al inclinarse para atender una llamada de su teléfono móvil, la mujer hace un falso movimiento seguido de inmediato por el ruido sordo de un choque que la hace oscilar brutalmente de adelante hacia atrás; luego, se queda inmóvil, con las manos crispadas sobre el volante. Tras haber permanecido durante un corto lapso como borradas bajo el polvo que se alza sobre la ventanilla por la parada repentina del coche, las huellas de las manos reaparecen, mezclándose también, más o menos, con los reflejos de la mano y de los menudos movimientos de la mujer a medida que va volviendo en sí. En el momento en el que reemprende su camino, y se acentúan los “fantasmas”, un plano tomado desde la ventanilla trasera revela al espectador la causa del accidente: un perro que yace en la carretera. Pero la mujer no sabrá nada de esto; la marca de las manos sobre la ventanilla parece aún más viva al recortarse en el paisaje y solo desaparece en el instante en el que la mujer se detiene y sale por fin del vehículo, dejándolo entreabierto para dar algunos pasos y tratar de reponerse bajo la lluvia que comienza a caer y dibuja sobre el parabrisas unos regueros realistas. Y la película vuelve a comenzar mostrando únicamente su título, La mujer sin cabeza, una película consagrada a la oscura consternación que atormentará a esta mujer más allá del accidente que deviene su signo, y del que una insistente figura de imagen lleva la huella visible.
Comencé por evocar las fases y escalas de pensamiento en las que se sitúan los diferentes tipos de escritos sobre el cine. Asimismo, he comentado que, al echar la vista atrás, los textos aquí reunidos me parecen formar una suerte de diario de a bordo de El cuerpo del cine –aun cuando algunos de ellos sean anteriores y otros, posteriores al mismo–, del que no poseen ni el carácter orgánico ni la intención explícitamente teórica. Dado su carácter fragmentario, no alcanzan la visión de conjunto que tan solo uno de esos ensayos recuerda tangencialmente (“El niño-espectador de La venganza de la mujer pantera”). Pero cada uno de estos objetos dispersos que el azar y la necesidad me han hecho elegir poco a poco, a merced de las circunstancias y gracias a la acogida que yo sabía que me podían reservar en Trafic, “revista de cine”, cada uno en su autonomía y distancia propias, toca esta perspectiva por un lado o por el otro. Cualesquiera que sean las historias contadas, de familia, de sociedad, de política, de sexo, de amor y de muerte, siempre se trata de la emoción suscitada a través de la hipnosis, tenue pero pregnante, que un dispositivo singular favorece en el cuerpo animal del niño que se abandona al cine.
Los treinta y siete artículos recogidos en este libro abarcan cuarenta años; desde el primero, consagrado a una película de Jacques Tourneur, hasta el último, escrito con motivo del cuarto largometraje de Philippe Grandrieux. Tienen en común, al contrario que mis libros Entre imágenes y La Querelle des dispositifs (“La querella de los dispositivos”), concernir únicamente al cine (incluso si, en alguna que otra ocasión, se evocan fotos o instalaciones). Así pues, pertenecientes a una época en la que la propia idea no se había formado, estos textos en buena parte constituyeron una suerte de diario de a bordo de mi libro Le corps du cinéma (2009). (*) Dos de ellos, los más antiguos, poseen en este conjunto un valor estratégico: “Creer en el cine”, sobre La noche del demonio (Night of the Demon, 1957), de Tourneur, y “La película que acompañamos”, sobre Meghe dhaka tara (The Cloud-clapped Star, 1960), de Ritwik Ghatak. El primero porque sienta, a lo largo de la película elegida y según las fases de su desarrollo, las primeras bases teóricas de una relación electiva entre cine e hipnosis; el otro, porque desatiende el proyecto de las visiones estructurales que anteriormente más o menos modelaran los ensayos reunidos en L’Analyse du film (“El análisis del filme”) (**), en favor de un seguimiento de la película modulado a tenor de sus más intensos instantes y momentos de emoción (prefigurándose así los dos primeros términos asociados en el subtítulo del que sería mi siguiente libro: “Hipnosis”, “Emociones”, e incluso, de manera implícita, el tercero, “Animalidades”, atendiendo a la presencia animal a lo largo de La noche del demonio). De ahí el título “La película que acompañamos”, válido para ese paso a paso que había dominado el enfoque al abordar la película de Tourneur y que, a partir de ahí, me pareció que podía designar una modalidad crítica adecuada para todos los textos consagrados durante muchos años a las películas como tales, y que componen la primera parte de esta selección.
* N. de T.: BELLOUR, Raymond, Le Corps du cinéma. Hypnoses, émotions, animalités, París: POL Éditeur, 2009 [trad. cast.: El cuerpo del cine. Hipnosis, emociones, animalidades, Santander: Shangrila 2013].
** N. de T.: BELLOUR, Raymond, L’Analyse du film, Aix-en-Provence: Albatros, 1979; reedición en París: Calmann-Lévy, 1995.
Acompañar una película es hacerle compañía; es decir, si no seguirla paso a paso todo el rato, lo cual de todos modos resulta engañoso, sí al menos sugerir con ello una suerte de ilusión merced a la proximidad marcada hacia unos u otros de sus instantes, algunos de sus rasgos más relevantes, cualesquiera que estos sean siempre y cuando se revele así la pregnancia del detalle que da fe de la realidad de la captura cuya presa ha sido el espectador, y siempre que, al hilo de la argumentación-evocación que parece acertada, intente reflejarse el carácter único, el valor, la fuerza y el genio de la película de la que se ha elegido ocuparse.
El segundo bloque de esta selección, “El cine que intentamos recuperar”, intensifica en cierto sentido el enfoque emprendido al abordar películas singulares, puesto que cada película que impacta pone en juego el todo del cine. Pero aquí se apunta a un cambio de escala: ya sea el fragmento de una película circunscrito a sí mismo, o la elección de un componente; ya se trate de un cineasta al que, por el contrario, abordemos desde una visión de conjunto; ya se aborde un problema, un nivel de realidad que caracterice el cine como tal.
Uno de estos textos, “El espectador de cine, una memoria única”, perfila a este respecto una visión global cuyo efecto aspira a extenderse a los otros textos aquí reunidos. El cine, en efecto, procura presentarse en ellos con aquello que le es exclusivo y que solo comparte consigo mismo, podría decirse, algo que basta repetir sin mayor dilación: la unicidad de una experiencia que encuentra en la sala de cine y la sesión de cine unas condiciones incomparables. De sobra sabemos que, desde hace más de treinta años, las condiciones posibles para ver películas han cambiado de forma radical con la aparición de los vhs, luego del dvd, así como con la frenética multiplicación de los formatos y soportes informáticos. Pero esto no ha impedido que, con toda tranquilidad, haya podido escribirse que “todo modo de ver una película que me deja libre para interrumpir y modular esta experiencia no es cinematográfico”. (1) Así pues, algo esencial se desprende del tiempo prescrito específico de la proyección convencional, que convierte al espectador en un prisionero dispuesto a acceder a una experiencia singular. Olvido constante de la película a medida que transcurre la sesión de cine, que se suceden las imágenes durante su proyección en la sala; memoria diligente que no solo permite comprender la película, sino que incorpora a sí misma la materia en movimiento, con lo que se crean tantos acontecimientos imprevisibles y variables como espectadores haya, con arreglo a lo que cada uno de ellos es, piensa, imagina, anticipa y recuerda tanto de la película como de su vida, a medida que, enlazadas entre sí, estas van desarrollándose.
1. AUMONT, Jacques, Que reste-t-il du cinéma?, París: Vrin 2012, p.82. Aprovecho para subrayar mi acuerdo con este libro en el que Aumont, por su parte, señalaba la proximidad de nuestras posiciones. Entre otras cosas, escribía allí: “El invento más importante desde el punto de vista estético es, sin lugar a dudas, la tecla pausa, la cual produce una imagen de una nueva naturaleza” (p.41).
Por lo tanto, la mayoría de los textos que componen este libro fueron escritos en virtud de la doble condición propia hoy en día de un espectador crítico. En primer lugar, la visión en la sala de cine, que garantiza la realidad irreductible del choque de sentido y suscita un eventual deseo de escribir. A continuación, repetición de esa visión, más o menos agudizada según los casos, en el ordenador, donde se opera esa extraña transmutación que tan profundamente ha modificado el análisis fílmico y la crítica cinematográfica –con unos excesos cuyo riesgo, por el momento, resulta difícil de medir– merced al paso incesante del archivo de escritura al dvd que lo acompaña, con sus torrentes de imágenes repetidas y detenidas sin cesar, a tenor de las cuales nos gustaría volver a encontrar aquello tan plenamente vivido en el descubrimiento de la película y que modificamos en unas proporciones que no podemos evaluar.
A nadie se le escapa que esta situación de escritura ha afectado de lleno la cuestión, en sí misma ya tan paradójica, de la descripción del cine. (2) Texto inhallable y difícil de citar, como me pareció hace mucho tiempo, el cuerpo de la película sigue siéndolo a pesar de las nuevas prácticas de visión, a menos que, de manera deliberada, se abandonen la revista o el libro en beneficio de análisis mixtos, hechos, por consiguiente, de la mezcla de palabras e imágenes en movimiento. Este es, por ejemplo, el caso de la interesantísima serie de ensayos audiovisuales, tal y como ellos los denominan, emprendidos desde hace poco y difundidos en Internet por Cristina Álvarez López y Adrian Martin: hasta hoy, una quincena de programas consistentes en un montaje (de duración variable, entre 4-5 y 13-14 minutos) elaborado a partir de una idea-tema a lo largo de una película o la obra de un cineasta, acompañado de un breve ensayo escrito de unos seis mil caracteres. Por ejemplo: “Before and Elsewhere: Chantal Akerman’s Almayer’s Folly”; “Short-Circuit: A Twin Peaks System”; “[De Palma’s] Vision”; “The Melville Variations”. El propio montaje está a menudo entrecortado por breves intertítulos o subtítulos de naturaleza crítica que acompañan su progresión. La impresión que se desprende de estos nuevos objetos inteligentes –tal como hablamos de objetos conectados– es la de una discontinuidad, la de una fractura fruto de las continuas idas y venidas entre los diferentes niveles de textos y de imágenes, al tiempo que se busca entre ellos una nueva armonía. Es como si dicha fractura se revelara tanto más cuanto más tratáramos de salvarla restituyendo finalmente a la imagen su realidad.
2. Sobre la descripción, más allá del capítulo del libro de Jacques Aumont en À quoi pensent les films (Séguier, 1996), véase el más reciente Jessie Martin, Décrire le film de cinéma. Au départ de l’analyse, París: Presses universitaires de la Sorbonne, 2011, y Vertige de la description. L’analyse de films en question, París: Éditions Forum/Aléas, 2011, así como Diane Arnaud, Dork Zabunyan (dir.), Les Images et les Mots. Décrire le cinéma, París: Septentrion, 2014.
Cuando, en realidad, en la medida en la que nos ciñamos al texto escrito, apoyado o no por fotogramas, la descripción apuntará a un objeto de fuga reconocido, sin encontrar nada que, por derecho propio, pueda detenerla. Pensemos una vez más en las sencillas palabras de Christian Metz, cuando nos recuerda que los elementos del plano, en oposición a los elementos discretos de la lengua, “son indefinidos en su número y su naturaleza”, y que “por más que podamos descomponer un plano, no podemos reducirlo”. (3) Y es que nunca podremos contener la imbricación metamórfica del movimiento y el tiempo. Subrayemos a este respecto la aportación tal vez más original que la teoría psicoanalítica haya propuesto a la inteligencia del cine. Jean Imbeault ha sugerido que la novedad crucial del psicoanálisis entendido como un dispositivo propio consistía, incluso antes de todo recurso a la interpretación, en un “procedimiento” en el que se apoya este dispositivo y que “consiste en una exposición de la palabra”. En virtud de esto, es preciso entender que esta exposición inventa su propio tiempo, de manera análoga a “la novedad que introduce en el campo de lo visible la invención del cine”. (4) El cine, movimiento convertido en tiempo, subraya el autor citando a Deleuze a su favor.
3. METZ, Christian, Essais sur la signification au cinéma, París: Klincksieck, 1968, p.119 [trad. cast.: Ensayos sobre la significación en el cine, vol. I y II, Barcelona: Paidós, 2002].
4. IMBEAULT, Jean, Mouvements, París: Gallimard (col. Connaissance de l’inconscient-Tracés), 1997, pp.17-19.
Asimismo, cuando se trata de películas, de cine, más que de descripción, es menester hablar de un arte de la evocación armonizado con la necesidad del pensamiento que se apodera de su objeto. Con un sentido mínimo de la ficción, el estilo es uno de sus componentes esenciales desde el momento en que le incumbe la singular tarea de asociar, en una misma corriente, argumentación y visión, revisión, con el fin de capturar en la animación de la frase una sombra activa de la proyección en sala de la película conforme al movimiento del tiempo y de fijar así, en función de un deseo de conocimiento, la huella de su recuerdo reactivado.
Esta es la razón por la que, si la descripción de la película parece encontrar su origen en el ekphrasis pictórico, y hallar por ende un modelo en la historia del arte, está más lejos de él de lo que podríamos pensar. Si El detalle (5), el excelente libro de Daniel Arasse, puede precisamente servir de inspiración a todos cuantos comentan y analizan películas, es preciso también que sepan que su llamamiento a “una historia cercana de la pintura” les incitará, en el mejor de los casos, a una práctica ilusoriamente cercana al cine. Pongamos por testigo uno de los más hermosos libros de pintura que se hayan escrito jamás: The Sight of Death (“La visión de la muerte”). (6) En este último, el autor se asigna como objeto de estudio dos cuadros de Poussin, por suerte reunidos ambos durante mucho tiempo en una apartada sala del Getty Museum, justo cuando él realizaba una estancia de investigación de seis meses: Paisaje con tiempo calmo, adquirido por el museo, y Paisaje con un hombre muerto por una serpiente, prestado para la ocasión y que Clark apreciaba en especial entre todos los cuadros de Poussin por haberlo frecuentado en la National Gallery de Londres. De modo que, sin haber preconcebido nada, acabó escribiendo un diario de sus visitas casi cotidianas a ese espacio electivo y, como él mismo dice: “Comencé a escribir y no pude parar”. (7) Una suerte de inacabable análisis resulta a tenor de las entradas del diario más o menos reorganizadas en forma de comentario erudito, pero asimismo libre, tanto es así que, en ocasiones, este adquiere la forma de poemas. Y a lo largo de este comentario que se convierte en un libro sobre Poussin tan inventivo como podamos imaginarlo, citando otras obras del pintor reproducidas aquí y allá, Clark se consagra en particular a auscultar los dos lienzos que le sirven de trama, desplegando página a página los fragmentos más o menos extensos o reducidos que le inspiran y que él ofrece así a nuestra vista, permitiéndonos ir del conjunto al detalle y viceversa en una sucesión interminable; de suerte que el autor parece haber captado y transmitido de veras todo lo relativo a la materia y las formas de los cuadros así recuperadas según ese apremiante diálogo entre imágenes y palabras. Claro está que unas y otras son irreductibles, dada la desemejanza de sus respectivas materias, pero se enlazan en la medida de lo posible, a pesar de la formidable disconformidad debida al inevitable desajuste entre las reproducciones y los originales, algo que, aquí también, el estilo tiene la responsabilidad de compensar. Pero esta es una proximidad que la descripción, la crítica, el comentario y el análisis fílmico no pueden alcanzar sino difícilmente.
5. ARASSE, Daniel, Le Détail. Pour une histoire rapprochée de la peinture, París: Flammarion (col. Idées et recherches), 1992, reeditado en Champs/Flammarion, 1996 [trad. cast.: El detalle. Para una historia cercana de la pintura, Madrid: Abada, 2008].
6. CLARK, T. J., The Sight of Death. An Experiment in Art Writing, New Haven-Londres: Yale University Press, 2006.
7. Ibid., p.3.
A modo de coda, he aquí reunidos cuatro menudos ejemplos que componen una suerte de imagen de los movimientos de evocación y análisis para los que, en mi opinión, son de gran utilidad los ensayos reunidos en este libro: el sentimiento de conjunto que una película, Mga anak ng unos (Storm Children. Book One, 2014), de Lav Díaz, puede despertar gracias al dispositivo del que se sirve; un minúsculo detalle en un plano de La cautiva (La Captive, 2000), de Chantal Akerman; un rasgo cegador en un momento crucial de Río Salvaje (Wild River, 1960), de Elia Kazan; y la insistencia de una huella a través del preludio de La mujer sin cabeza (2008), de Lucrecia Martel.
I. El largo documental de Lav Díaz, 2 h 23’, breve en comparación con muchas otras obras de su autor, expone una situación puntual en la ciudad de Tacloban tras el paso, en 2013, del tifón Yolanda, el más mortífero en la historia de Filipinas. La película se sitúa en lo esencial en un espectral decorado de supervivencia organizado en torno a inmensos barcos encallados, a varios niños que, más o menos en vano, buscan entre los escombros los menores despojos de algún valor o se entregan a realizar una y otra vez las mismas tareas.
Desde el principio, los planos, de un singular blanco y negro, e impecablemente encuadrados, son largos, insistentes, repetitivos, monótonos. Durante un rato me aburrí y se me pasó por la cabeza que estaba allí sufriendo aquellas imágenes inútilmente. Hasta que, sin que pueda decir ni cómo ni cuándo, de repente algo dio un giro radical. El aburrimiento mutó en fascinación, carente de indecencia pero a la fuerza culpable ante un desenlace tan violento y, a través de este último, el aburrimiento se transformó en la presencia absoluta de una realidad, en el sentido baziniano de la palabra, de una duración, de un tiempo en el sentido bergsoniano, deleuziano. Una suerte de éxtasis del tiempo en estado puro. Algo que solo el dispositivo restrictivo de la sala de cine podía brindarme. Por un momento me imaginé pausando la televisión o apagando el ordenador, cuando, en realidad, prisionero de la oscuridad, rodeado de algunos espectadores cautivos como yo, había vivido esa transmutación.
II. Simon deambula por la noche en París en busca de Ariane, embargado por la misma inquietud celosa con la que Marcel mimaba a Albertine. Se cruza con una joven, comienza a seguir a otra que se convierte en una sombra, a lo largo de acerados planos que desbaratan cualquier sentido de la orientación. De pronto, se topa con una amiga de ambos, Hélène, que pregunta por ellos, por su desaparición fuera del mundo que les es común; y Simon se atormenta de pronto en cuanto oye mencionar a una antigua camarada de Ariane, cuyo nombre avanza Hélène. Dos veces durante su diálogo, unas sombrías formas humanas pasan por el fondo de la borrosa perspectiva que, como una ventana, se abre a la derecha, al fondo del encuadre. Lo hacen primero en un sentido, luego en el otro. Y, de súbito, luego de que Hélène haya parado un taxi y de que Simon permanezca solo y desamparado en el interior del encuadre fijo, surge, indecisa, una tercera silueta caminando a paso largo, de derecha a izquierda, en una posición lateral análoga a la que ocupa Simon desde el segundo tiempo del plano en el que su marcha se ha interrumpido para enfrentarse a la irrupción de Hélène.
Es la única de las tres formas sombrías que me sobrecogió durante la proyección (en el curso del programa “La Nuit a des yeux”, concebido y dirigido por Marie-Pierre Duhamel-Muller en Cinéma du Réel 2014). Las otras dos, que preparaban sin duda su efecto furtivo pero nítido, no se me aparecieron sino en el dvd, cuando traté de volver a ver aquella otra. ¿Cómo denominar semejante efecto? Su propia sutileza impide que le demos un nombre. Sin embargo, cautiva la mirada, al insuflar una repentina animación a la pasajera postración de Simon, que, inmóvil, con los brazos caídos, reemprende su marcha en cuanto desaparece esa forma. Como si la supuesta interioridad de la parte de los celos que le corroen se expresara mediante esa fricción pasajera que se produce al fondo de la imagen. Pero esto sería mucho decir. Uno piensa también en uno de esos efectos de sentido obtuso o de punctum que paralizaban a Barthes al ver ciertos fotogramas o fotografías. Pero incluso esto sería demasiado preciso; y, lo que es más: esta forma está en movimiento, es su paso casi instantáneo (entre 1 y 2 segundos), su misteriosa elasticidad, lo que impacta. Ella produce en la imagen una suerte de pliegue que evoca más bien la discrepancia desarrollada por Deleuze en el capítulo “La percepción en los pliegues” de su libro sobre Leibniz, entre la percepción consciente y las pequeñas percepciones, los niveles macroscópico y microscópico de la percepción.
III. En el festival de La Rochelle de 2010, veo por fin, sobre la inmensa pantalla de la Coursive, Río salvaje, que siempre me había perdido, una espera acumulada durante medio siglo.
La película es poderosa, etérea a la vez que pesadamente terrestre, con fuertes identificaciones con los personajes. La fatalidad que nutre la historia hace que dos seres hechos para permanecer ajenos el uno al otro se vean atraídos por su discordancia. Él, un administrador enviado desde la ciudad para vigilar la construcción de una presa en el río Tennessee. Ella, una joven viuda y nieta de una granjera firmemente opuesta a cualquier intrusión exterior. Montgomery Clift, Lee Remick. Están ahora junto a un árbol, a orillas del río. Se hablan, atraídos el uno por el otro, sin tocarse todavía. Se miran. Juego de planos que se acercan, campo, contracampo, primeros planos, etc.
Necesité algún tiempo para comprender el desproporcionado sobrecogimiento que había provocado ese cambio de planos que jamás olvidé. Uno de esos detalles tras los cuales yace la mano divina. Si la enajenada frialdad de esas miradas nos traspasa, ello se debe al hecho de que los ojos de esos dos cuerpos atormentados por el deseo están hechos del mismo azul. Un azul metálico, transparente a la par que insondable. Su intensidad aumenta en función de los singulares rasgos propios de cada uno de los rostros: Montgomery Clift, con la cara reconstruida tras su accidente, la mirada marcada por una suerte de locura ilocalizable. Lee Remick, con los ojos demasiado hundidos bajo sus arcadas superciliares que confieren a su hermoso rostro un aire de máscara, como si siempre pensara o sintiera demasiado en su fuero interno.
Esa emoción, que puede parecer una emoción de guion y deberse a la historia contada, es también, antes que nada, o después de todo, una pura emoción de la forma, de la fuerza, de la intensidad que surge y pasa directamente del cuerpo de la película al cuerpo del espectador, que permanece aturdido y quedará marcado por el hierro candente de dicha experiencia.
IV. En el larguísimo prólogo antes de los créditos iniciales de La mujer sin cabeza, dos niños, un niño y una niña, se divierten a ambos lados de la luna de un coche: él desde el interior, ella desde fuera, golpean repetidamente ese cristal con las manos en medio de un gran desorden de gestos. Unos instantes más tarde, la protagonista, “la mujer sin cabeza”, se monta en el coche y emprende su camino, filmada a partir de cierto momento en un plano medio corto de perfil, de suerte que la ventanilla delantera izquierda del coche se ve plenamente sobre el paisaje que va dejando atrás. Pero no son solo sus motivos inciertos los que se imprimen, sino que estos se mezclan con las huellas de las manos vivamente marcadas sobre la ventanilla, que dibujan en igual número unas menudas apariciones fantasmales. Es entonces cuando sobreviene el drama, inscrito en ese mismo encuadre. Al inclinarse para atender una llamada de su teléfono móvil, la mujer hace un falso movimiento seguido de inmediato por el ruido sordo de un choque que la hace oscilar brutalmente de adelante hacia atrás; luego, se queda inmóvil, con las manos crispadas sobre el volante. Tras haber permanecido durante un corto lapso como borradas bajo el polvo que se alza sobre la ventanilla por la parada repentina del coche, las huellas de las manos reaparecen, mezclándose también, más o menos, con los reflejos de la mano y de los menudos movimientos de la mujer a medida que va volviendo en sí. En el momento en el que reemprende su camino, y se acentúan los “fantasmas”, un plano tomado desde la ventanilla trasera revela al espectador la causa del accidente: un perro que yace en la carretera. Pero la mujer no sabrá nada de esto; la marca de las manos sobre la ventanilla parece aún más viva al recortarse en el paisaje y solo desaparece en el instante en el que la mujer se detiene y sale por fin del vehículo, dejándolo entreabierto para dar algunos pasos y tratar de reponerse bajo la lluvia que comienza a caer y dibuja sobre el parabrisas unos regueros realistas. Y la película vuelve a comenzar mostrando únicamente su título, La mujer sin cabeza, una película consagrada a la oscura consternación que atormentará a esta mujer más allá del accidente que deviene su signo, y del que una insistente figura de imagen lleva la huella visible.
Comencé por evocar las fases y escalas de pensamiento en las que se sitúan los diferentes tipos de escritos sobre el cine. Asimismo, he comentado que, al echar la vista atrás, los textos aquí reunidos me parecen formar una suerte de diario de a bordo de El cuerpo del cine –aun cuando algunos de ellos sean anteriores y otros, posteriores al mismo–, del que no poseen ni el carácter orgánico ni la intención explícitamente teórica. Dado su carácter fragmentario, no alcanzan la visión de conjunto que tan solo uno de esos ensayos recuerda tangencialmente (“El niño-espectador de La venganza de la mujer pantera”). Pero cada uno de estos objetos dispersos que el azar y la necesidad me han hecho elegir poco a poco, a merced de las circunstancias y gracias a la acogida que yo sabía que me podían reservar en Trafic, “revista de cine”, cada uno en su autonomía y distancia propias, toca esta perspectiva por un lado o por el otro. Cualesquiera que sean las historias contadas, de familia, de sociedad, de política, de sexo, de amor y de muerte, siempre se trata de la emoción suscitada a través de la hipnosis, tenue pero pregnante, que un dispositivo singular favorece en el cuerpo animal del niño que se abandona al cine.