EL PUTO BARRIO
(Ternura y la tercera persona, Pablo Llorca, 2018)
Aarón Rodríguez Serrano
He destruido el castillo de
arena
y con el fango me hecho una muralla en la piel.
Carlos Chaouen, Flores secas
Pablo Llorca había convertido Europa
entera en un patio interior en Días color
naranja (2016). Los tenderetes, torpemente colgados a mano para buscar el
sol inevitable del mediodía obrero, eran las líneas de un interrail que el
personaje iba cruzando de ciudad en ciudad, persiguiendo el amor y quedando
atrapado en el tenderete/telaraña de la nostalgia. En Ternura y la tercera persona (2018) la película deviene en cierta
medida la crónica explícita de ese patio interior que se conjura en el primer
plano y que será, en fin, el signo del territorio de todos y de nadie, el
territorio que acoge y que golpea, el eterno barrio lumpen que nunca sale en
las guías de viajes.
Me permitirán una primera digresión. Yo
conozco de primera mano ese patio de
corralas, o uno semejante, de mi infancia en San Blas. Hay algo en los primeros
quince minutos de la película que se me quedó clavado en el pulmón derecho –pulmón
al que iban los primeros Fortuna que
me fumé ya muy tarde, en los años de la universidad, en el pasillo que daba a
ese sol inevitable del mediodía obrero del que hablaba antes, cigarrillo que
después devenía colilla que luego tiraba, punk y maleducado, por el hueco
contra el suelo de un patio en el que nunca jamás jugó ningún niño. Como a
Luciano, el personaje interpretado por Mario Gas, tampoco nos tocaba nunca –o
casi nunca– la lotería. Si acaso, un premio menor en los ciegos, que era como se llamaba al sorteo de la ONCE, y que
daban por las noches en Telecinco unas señoritas bien con mucha laca que uno
imaginaba huidas de otro barrio lumpen. Straight
to the top.
Casi al final, la película propondrá un
problema que me resulta irresoluble. Hay una extraña tensión entre la raíz, el
territorio en el que uno creció y la necesidad de salir de allí a toda ostia,
dejar atrás las canchas de basket y los bares con las fotos de los equipos de
fútbol en los que los parados se toman sus largas cervezas de las diez de la
mañana, hora de nadie. Nuestros padres habían quedado atrapados en esas casas
oscurecidas por la nicotina y por el mucho trabajo, y bailaban como podían la
tarantela del capitalismo. Llorca, en un momento determinado, muestra las
fotografías del barrio, las chabolas, los niños asilvestrados de la postguerra,
y uno reconoce (aunque no haya vivido tanto) esos terrenos brutales que
surgieron en los extrarradios, la promesa de la lucha obrera que luego se quedó
en un televisor LG comprado en Carrefour
porque había que pagarle las lecciones de piano a la niña, el ADE por lo público
al pequeño que parecía que no se le daban mal las matemáticas. Esas imágenes
–las pequeñas imágenes de este último Llorca, imágenes que incluso tiemblan
negándose a estabilizar los planos– me emocionan mucho más de lo que puedo
describir porque, en cierta medida, son las imágenes de mis padres, son sus
sueños, pero también son toda la radiografía de esa generación que nos
precedió, a la que tantas ostias hemos dado –¡ellos, que tuvieron la revolución
tan cerca, papá cuéntame otra vez! –
y que ahora, después de haberse deslomado currando como animales cuarenta años,
encima, nos cuidan a los nietos para que nosotros podamos producir en nuestras
multinacionales. El capital, ya se sabe.
Llorca no trata con condescendencia a
sus protagonistas del lumpen. No son héroes, ni mártires, ni santos ni beatos.
Hay una elipsis extraordinaria –uno de los momentos más brutales del cine del
director– entre un personaje que tiene que dormir en otra habitación y, por
corte, otro personaje bebiendo agua desesperadamente a la hora del desayuno.
Para entender esa elipsis hay que haber vivido en un San Blas o en una Fortuna
o en unos Pajaritos o en una Amistad o en un vertedero franquista en el que,
pese a todo, surgió la vida. Para entender por qué se experimenta como un
triunfo currar en Mercadona o por qué no sabemos tratar a los inmigrantes o por
qué no hemos sabido hacer bien las cosas de la revolución es necesario dejar a
un lado las lecturas y tomar el metro -¡ahora se llega en metro!– hacia ese
pasado dolorosísimo y, también, por qué no decirlo, al presente mismo. Deleuze
y Guattari dejaron dicho por algún lado que había que estar en guardia siempre
contra el microfascismo que uno lleva dentro, y no andaban muy lejos: ¿qué
hacer con esos recuerdos, qué hacer con el presente, por qué aceleramos cuando
pasamos por la M50, qué hacer con la ternura, si es que todavía nos queda
ternura, qué hacer con las fotografías que amarillean colgadas en la
blanquísima pared de la casa nueva?
Llegados a este punto, parece claro que
Ternura y la tercera persona es una
película que habla de los procesos de territorialización y
desterritorialización de una memoria constantemente en la encrucijada, de un
patio de corralas que es a la vez cárcel, fantasma y casilla de salida. Es una
película que habla de la peña guapa que baja a hacer fotos de los niños trap que juegan al porro y sueñan –ay–
con estudiar una psicología o una enfermería, o un módulo, o cualquier cosa
para no acabar jodidos fumando bases y mercadeando por las lejanías de la
delincuencia. ¿Domestica a sus modelos la fotógrafa, o son los modelos los que
ya han aprendido en otros sitios dónde y cómo posar? ¿Conseguirán escapar del
barrio las huestes y los bárbaros o acabarán repitiendo el mismo rostro hasta
la extenuación y la Extremaunción? ¿Y por qué la película no puede responder,
por qué no puede responder el hombre, por qué no pude responder yo mismo la
última vez que me cambié de acera al visitar el barrio, el puñetero barrio,
y por qué al terminar de ver Ternura y la
tercera persona sentí al mismo tiempo un inexplicable alivio y una
nostalgia inexplicable? Intuyo que, simple y llanamente, la cinta había dado en
el centro de la diana.
Ternura
y la tercera persona es una comedia, pero si tienes
mala suerte puede convertirse en un espejo y caerte encima como el aguacero más
frío del mundo. Hay que tener cuidado con estas películas que hablan tan de
cerca y –si me permiten el giro castizo– a
calzón quitado. Luego se hace tarde en el reloj de las deudas y acaba uno
pensando lo mismo de siempre: había que escapar, era necesario. Pero… ¿por qué fue tan difícil y, al mismo tiempo, por
qué se le ha quedado a uno pegado el barrio al rostro, justo entre el cráneo
que viene a toda velocidad y la sonrisa de vendedor de enciclopedias que nos
enseñaron en las aulas? Siempre el barrio. El puto barrio.