Botonera

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3.12.17

VI. "CINE Y EXILIO. FORMA(S) DE LA AUSENCIA, José Luis Castro de Paz, Shangrila 2017




Marcelino, pan y vino, Ladislao Vajda, 1955
El espíritu de la colmena, Víctor Erice, 1973



Cerrando un primer ciclo, ya en los años cincuenta, la excepcional y oscura Marcelino, pan y vino. Como afirma Anne-Marie Jolivet en su destacado estudio del film de Vajda, este habla –de nuevo– “del destino de un niño huérfano en vivencia edípica buscando en la vivencia simbólica del padre la mediación redentora que le salve del encierro conventual”. Un huérfano de la Guerra de Independencia, heroica contrafigura de la insurrección franquista –la encarnizada lucha contra unos malignos invasores, que, como “los rojos”, destruyen cobardemente en su huída lo que encuentran al paso–, y un fraile que, en la contemporaneidad (del rodaje), narra la “milagrosa” historia de Marcelino a una niña gravemente enferma. Otra historia de paternidad, filiación y deseo, en la que el infante, traspasando la frontera/escalera prohibida (donde se halla ese temido “hombre del desván” que lo llevará para siempre), se enfrenta cara a cara con el monstruo crucificado, al que ofrece, también, comida y bebida. José Luis Téllez no ha dejado de señalar –reparando en el llamativo paralelismo entre ambos films– de que manera la Ana de El espíritu de la colmena “como (...) Marcelino (...), proporciona un alimento al herido (lo que, como en la obra de Vajda, es recogido por la cámara a la altura de la cabeza de este) que, en lugar de significantes eucarísticos, consiste ahora en una manzana no menos simbólica”.

Pese a su inequívoca vocación de nacional-católica fábula aleccionadora, la densidad y ambigüedad enunciativas convierten el supuesto milagro, “siquiera parcialmente, [en una infantil] proyección delirante generada por [el] propio aislamiento [del niño]”. De nuevo, además y como en los ejemplos anteriores, asistimos a reiteradas oscilaciones enunciativas, pues si el narrador diegético es un fraile que no pudo conocer directamente los hechos que cuenta, la fascinante variación de los niveles de focalización visual no se presenta menos compleja, ya que “si la mirada del espectador va a ser reconducida, desde el principio, por la de Marcelino”, la cámara llegará a adoptar el (imposible) punto de vista crístico. “Nada más siniestro –escribió Juan Miguel Company– que ese momento donde el espectador se identifica con la suma alteridad –cabe decir: monstruosa– de un no-muerto que establece con su inocente víctima (...) la misma hipnótica relación que un vampiro mantendría en un film de terror al uso clásico”.