En el balcón vacío, Jomí García Ascot, 1962
[...] pocas veces la mención de Marcel Proust podrá ser más exacta en relación con título alguno del cine moderno, ya que En el balcón vacío no sólo habla del exilio español tras la Guerra Civil, sino que –pese a las hondas implicaciones emotivas que “el tema” tenía para sus autores– éste funciona sobre todo como “disparadero” de relaciones inconscientes, como mecanismo asociativo para filmar recuerdos, para acudir a la búsqueda de un pasado –la infancia– paradisíaco y esencialmente irreencontrable. No es extraño entonces que el propio García Riera citase a Proust y a Rilke como “antecedentes literarios del film”, pese a que buena parte de estas implicaciones pudiesen pasar desapercibidas en una primera visión para un público español exiliado que, muy cercano a los hechos narrados, prefería casi siempre la primera parte de la película (los dolorosos avatares de la niña Gabriela Elizondo [Nuri Pereña] desde el 18 de julio de 1936) a una segunda (Gabriela adulta [María Luisa Elío] en México y su “siniestro” retorno a su Pamplona natal), “que transcurre en un tiempo y en un espacio ideales e imprecisos, el tiempo y el espacio de la emigración”. [...]
En El malestar en la cultura, Freud distinguía los tres frentes desde los que el sufrimiento nos amenaza: el cuerpo propio (“destinado a la ruina y a la disolución”), el mundo exterior (“que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras”) y, por fin, los vínculos con otros seres humanos. Pocas veces como en el caso del exilio infantil de la Guerra española de 1936 y sus trágicas consecuencias, el dolor psíquico o dolor de amor –de pérdida, de arrancamiento, de separación– habrá de estar tan irremediablemente soldado a los otros dos. El exiliado –la Gabriela del film– incapaz de despegar el dolor de lo real y transformarlo en símbolo, se desdobla, esquizoide, en un “yo fantasma” infantil objeto a la vez de su deseo insatisfecho y del imposible duelo posterior. Ha sufrido una pérdida material –del padre amado, de la casa de los ancestros…– susceptible de soldarse para siempre tanto a la falta, al vacío originario, como al ineluctable paso del tiempo hacia la muerte y la desaparición. Fundiéndolos en un solo dolor, que toma imagen de la propia infancia sufrida como amputación, de la niñez cortada sin remedio25, construye su recuerdo como objeto de (imposible) duelo. Y ese desdoblamiento, que llegará a ser delirante, es el que En el balcón vacío habrá de poner en escena con inaudita y pregnante profundidad [...]