Botonera

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13.12.17

II. "MÁSCARAS DE LA CARNE. APROXIMACIONES AL CINE INGMAR BERGMAN (1918-2018), Juan Miguel Company Ramón (ed.), Shangrila 2017




INTRODUCCIÓN
Juan Miguel Company Ramón

Ingmar Bergman




El libro que el lector tiene entre las manos está concebido como un homenaje al realizador sueco con motivo de cumplirse el centenario de su nacimiento. Dicho homenaje no debe ser entendido como la pura y simple entronización laudatoria de las excelencias de su obra, sino como una exploración de la capacidad que esta tiene para seguir interrogándonos en la actualidad desde la materialidad de sus formas fílmicas.

Hubo un crítico nacionalcatólico que, a finales de 1961, cuando El rostro (Ansiktet, 1958) se estrenó en España dijo en las páginas de Film Ideal  algo así  como que la única verdad del filme era la de la carne. Si desproveemos tal calificación de su escandalizado tufillo cuaresmal y moralizante, no deja de ser una buena definición del cine de Bergman. He tratado de unir en el subtítulo del libro el significante de carnalidad con el de máscara porque, en esa sutil paradoja –si es de carne, el sujeto que la lleve no se la puede arrancar– encontramos la huella de Strindberg, el admirado maestro del realizador quien, en El solar quemado (Brända Tomten, 1907), a través del personaje del forastero, expresaba la única verdad susceptible de ser aprendida en la vida. Siendo esta una sucesión de apariencias y simulacros, solo al final, tras la caída de la última máscara, nos es dado mirarnos a nosotros mismos en el alma: “¡Pero cuando uno se ha visto a sí mismo, muere!” (1) Asimilar el conocimiento a una suerte de condena remite a la filosofía pesimista de Kierkegaard –una primera edición de O esto o lo otro (1843) es ojeada por Johan en Saraband (2003)– y el trayecto de muchos personajes bergmanianos en esa búsqueda de sí mismos puede llevarlos al estatismo y perplejidad de Andreas Winkelman poco antes de su desintegración en el final de Pasión (En Passion, 1969). Pero también la máscara como apariencia y refugio del sujeto (Nietzsche) manifiesta el conflicto, de honda raíz sartreana, entre ser y existir del que Bergman extrae su magistral Persona (1966).


1. Cito por la traducción de Jesús Pardo en Strindberg, August: Teatro Contemporáneo II, Barcelona: Bruguera, 1983, p.353.

He de reconocer, no obstante, que lo primero que me viene a la cabeza con el título del libro es el ya mítico primer plano de Harriet Anderson, mirando a la cámara (y también a nosotros, espectadores sin remedio) en Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1952). Toda la vibrante carnalidad de la actriz estaba en esa mirada altiva y desafiante, que tanto conmovió a Jean- Luc Godard en 1958:

…Y aquel último plano de Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957) en el que Giulietta Masina mira obstinadamente a la cámara, ¿hemos olvidado que también se encuentra en la penúltima bobina de Un verano con Mónica? ¿Acaso hemos olvidado que esta brusca conspiración entre el espectador y el actor, que tan poderosamente arrebata a André Bazin, la hemos vivido con mil veces más fuerza y poesía cuando Harriet Anderson, con sus risueños ojos anegados de desasosiego fijos en el objetivo, nos toma por testigos de su hastío al tener que elegir el infierno en lugar del cielo? (2)


2. Godard, Jean-Luc, “Bergmanorama”, Cahiers du Cinéma España, nº 4, Madrid: septiembre 2007, p.108. Traducción de Antonio Francisco Rodríguez Esteban.



 Un verano con Mónica, Ingmar Bergman, 1953
 

La mirada de Harriet Anderson, exigiéndonos una respuesta moral, nos saca de nuestra pasividad de espectadores del cine hegemónico. La actriz compone uno de esos retratos de mujeres libres a los que nos tiene habituados el realizador sueco, dispuestas a cambiar sus vidas aunque ello suponga poner en crisis la razón conyugal/patriarcal que hasta ahora las ha dominado. La mirada a cámara no es tan solo un gesto de la modernidad al romper con la ilusión de realidad del cine: al asumirla nos hace responsables de ella.

Sabemos que el cine moderno se define por su inmersión en la subjetividad. Y Bergman es el paradigma de ese cine de la conciencia que se atreve a decir yo más allá de la inmanente referencialidad de las imágenes. Es en El rito (Riterna, 1968) donde encontramos la  irritada respuesta del actor Albert Emanuel Sebastian Fisher (Anders Ek) ante el juez Abramson (Erik Hell) que lo interroga por su participación en una pieza teatral supuestamente obscena:

No necesito un dios, ni salvación, ni la vida eterna. Soy mi propio dios y tengo mis propios ángeles y demonios.

Tamaña declaración de principios se pudo atribuir, en su momento, al propio Bergman como autor y sirvió para que un cierto sector de la crítica cinematográfica de izquierdas asimilara su trabajo a las solipsistas elucubraciones del artista encerrado en su torre de marfil. Para dialectizar el problema, nada mejor que introducir el fértil concepto que Jacques Lacan esgrimió en su Discurso de Roma de 1953, al separarse de los freudianos ortodoxos (3): “Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época”. Al respecto, los años ‘50 y ‘60 del pasado siglo suponen la madurez de Bergman como cineasta al tiempo que la Guerra Fría y el conflicto de Vietnam reactivan el debate sobre el compromiso político de intelectuales y artistas en el mundo que les ha tocado vivir. El cineasta sueco no va a ser ajeno a ello y tanto en Persona como en Pasión la voz de la Historia va a dejarse oír como ese en-sí agresivo del mundo frente al para-sí de la conciencia en la conceptualización sartreana. En Persona, la actriz Elisabeth Vogler se verá atacada en su mudo encierro tanto por las imágenes televisivas de la guerra del Vietnam como por la emblemática fotografía del niño de la gorra, brazos en alto, amedrentado por la soldadesca nazi en el ghetto de Varsovia. Y ahora nos resultan lejanos y ajenos, casi tanto como las interpretaciones filocatólicas de su cine que proliferaron entre nosotros por aquellos años, los reproches que se hicieron, desde la izquierda oficial a La vergüenza (Skammen, 1968) a la que, ingenuamente, acusaban de exceso de abstracción…


3. Lacan, Jacques, “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”, Escritos I, México: Siglo XXI, 1972, p.138. Traducción de Tomás Segovia. El subrayado es mío.

La otra cara de la modernidad cinematográfica se fundamenta en lo que Roman Jakobson define como autotelismo, la capacidad intrínseca del mensaje poético para referirse a sí mismo y que Bergman supo expresar como nadie en toda su radicalidad con la rotura de la película ante sus espectadores de Persona y las entrevistas a los actores sobre su visión de los personajes que interpretan en Pasión. La desintegración, a la que antes aludía, del protagonista de este último filme en su desenlace se hermana con la materialidad del soporte fotoquímico que lo contiene.


He dividido el libro en tres partes bien diferenciadas. En la primera, el lector encontrará cinco aproximaciones a temas, motivos y construcciones formales por las que reconocemos el estilo bergmaniano. Dado que la filmografía del realizador es indisociable de su labor como director teatral (“El teatro es mi mujer y el cine mi amante”, dijo en alguna ocasión), me ha parecido oportuno abrir el libro con las reflexiones de Alejandro Montiel Mues sobre cómo la teatralidad interpenetra  las texturas de sus filmes en una gama dramática que va de Strindberg a Brecht. José María Monzó García describe los mecanismos de autorrepresentación sustanciales a Persona, un filme que, entre otras cosas, habla sobre su propia filmicidad y se ubica en los límites entre sueño y  realidad. Por su parte, José Antonio Palao Errando admite haber sido “aceptablemente deconstruccionista” a la hora de apropiarse de Fresas salvajes (Smultronstället, 1957), “señalando los principios que rigen la construcción de la enunciación a través del análisis de la plástica del enunciado”. Las herramientas proporcionadas por la semiótica textual y el psicoanálisis se revelan  particularmente fructíferas a la hora de dar cuenta del itinerario de Isak Borg a través de unos sueños que le están indicando cuál es su verdad más profunda como sujeto. Pablo Ferrando García se centra en Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1962) para analizar en qué modo Bergman visualiza el trágico conflicto del Pastor luterano Thomas Ericsson, representante ante su grey de la figura del emblemático servidor de una Ley en la que no cree. Ferrando rastrea la huella del personaje en otro Pastor, el de La cinta blanca (Das weisse band. Eine deutsche Kindergeschichte, Michael Haneke, 2009), revestido de una doble función paterna porque no solo está al frente de la iglesia, sino también ejerce de padre severo en el hogar frente a sus hijos. Luis Pérez Ochando explora los límites y contradicciones del artista burgués puesto a prueba en circunstancias difíciles como pueda ser una guerra y analiza esa perspectiva crítica (y nada empática) del realizador ante el protagonista de La vergüenza que nadie supo ver cuando el filme se estrenó entre nosotros. Si este filme “…explora la figura del artista como sujeto histórico y su sentido frente a los conflictos colectivos”, en La hora del lobo (Vargtimmen, 1968), título que complementa el capítulo junto a El rito y En presencia de un payaso (Larmar och gör sig till, 1997), penetramos “…en la interioridad del artista para descubrir allí el vacío y la obscenidad”. 

Si la primera parte del libro establece un corte sincrónico sobre los filmes de Bergman, la segunda –bajo el título de Travesías– pretende establecer un itinerario diacrónico entre los mismos. Y para empezar por el principio, el primero de los seis capítulos que lo componen se remonta a esa patria común que a todos nos ha configurado como sujetos: la infancia. Los anclajes que anudan el texto de Nuria Girona Fibla son, de un lado, los dos libros memorialísticos de Ingmar Bergman: Linterna mágica (1987) e Imágenes (1990) y del otro Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) y el cortometraje El rostro de Karin (Karins Ansikte, 1985). Concluye Girona que, basándose en el  llamado pacto autobiográfico entre autor y lector, Bergman construye un yo ficcional desde donde narrarse y construirse como autor. “Si hacer cine es una forma de vivir y de mirar, contar la vida es contar los lugares que como objeto y sujeto de la mirada modelan el yo de quien narra”. A partir de una foto donde el niño Bergman, sentado en el regazo de su madre, no puede apreciar la mirada amorosa de esta porque la tiene a sus espaldas, la autora señala que el cine en Bergman también contiene un deseo de infancia basado en el desajuste de esa mirada que “…concede un lugar al otro…si no fuera porque sus ojos quedan siempre de espaldas”.


Aarón Rodríguez Serrano analiza los diez primeros largometrajes de Bergman, de Crisis (Crisis, 1945) a Juegos de verano (Sommarlek, 1950) haciendo notar, en las atmósferas de sus primeros filmes, la influencia del realismo poético francés de entreguerras –y en particular las películas de Marcel Carné– y cómo el realizador empieza a hablar con voz propia en un filme adscribible, en principio, a un subgénero del cine escandinavo dedicado a narrar amores juveniles en el efímero verano nórdico. Por su parte, Carles Gómez Alemany, tomando buena nota de unas declaraciones de Bergman acerca de la existencia del Infierno creado por los hombres en la tierra, disecciona las diversas facetas del mismo en las relaciones de pareja, desde Pasión hasta la serie televisiva Escenas de un matrimonio (Scener ur ett äktenskapp, 1973) pasando por La carcoma (Beroringen/The Touch).

Atenea Isabel González Aguilar se enfrenta a  Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972) elaborando “…una lectura que aborde la noción de realismo en relación con la ‘representación de la mujer’”, incidiendo en cómo dicha enunciación realista y sus modalizaciones se quiebra a la hora de asumir las voces femeninas que sostienen el relato. ¿Es posible la articulación de una mirada femenina reivindicativa en la película? El pormenorizado análisis textual del filme que la autora emprende demuestra que, si bien no nos hallamos ante “…un filme feminista innovador en sentido estricto, tampoco ofrece  obstáculos para llevar a cabo una lectura que revela los diversos planteamientos ideológicos en el texto”.

De la vida de las marionetas (Aus dem Leben der Marionetten, 1980) es, de alguna manera, la culminación del paradigma de los temas que Bergman explora a lo largo de su obra: la dificultad de comunicación, el enfrentamiento entre realidad y deseo, la extrañeza ante el mundo. El que sea también, en palabras de Pilar Dasí Crespo, “un tratado sobre la psicosis”, lo convierte en uno de los títulos más ásperos y abruptos de su filmografía. A partir de cómo Peter, su protagonista, se instala en la angustia, único sentimiento que no engaña, debido a una dificultad estructural para aceptar lo imposible de la relación sexual, Dasí plantea cómo no hay otro malestar que el malestar del deseo y las dos caras de este se cifran, por un lado en la subjetividad y por el otro en la resistencia que éste opone a la misma. Interrogar al filme desde el psicoanálisis lacaniano resulta productivo a tenor de las preguntas que plantea: ¿Cómo habitar el niño que fuimos? ¿Cómo aceptar la vejez? ¿Cómo enfrentarse al desencuentro de los sexos? ¿Cómo distinguir entre el ser y el semblante? ¿Cómo vivir las elecciones vitales que hacemos en nuestras vidas?

En el capítulo último de esta segunda parte, dedicado a Saraband (2003), el testamento fílmico de Bergman, Carlos Muñoz Gadea establece el correlato del filme con Escenas de un matrimonio del que constituye, treinta años después, su melancólica secuela. Aquí, si hay crisis de angustia en el corazón de la noche, esta se lenifica en el abrazo de los viejos cuerpos de Johan y Marianne, gastados por los besos y si hay odio este queda atemperado por el amor y la piedad. El propio texto de Muñoz Gadea parece impregnarse de la melancolía de un filme que respondería, más que ningún otro de su autor, a la definición que este diera del cine: “Veinticuatro imágenes por segundo y luego la oscuridad”.

Rosario Garnemark, especializada en el estudio de las complejas relaciones entre la censura franquista y el cine de Bergman abre la tercera parte del libro con un texto centrado en la concreta recepción de Fresas salvajes por parte de dicho aparato represor. Totalmente prohibido en su primera presentación, solo la llegada a la Dirección General de Cinematografía de García Escudero en 1962 permitió que se aprobara la exhibición del filme tras la manipulación ejercida por Carlos María Stahelin (SJ) en el doblaje. Garnemark denuncia la actitud cínica e hipócrita de una institución que, pese a que algunos de sus miembros –tal como Carlos Fernández Cuenca, autor de la primera monografía sobre Bergman editada en España– habían podido ver las películas del realizador sueco en sus versiones originales correctamente subtituladas, prefirieron dar por buenas las torticeras adulteraciones de las mismas en aras de mantener a los espectadores en un estado permanente de minoría de edad a la que estaban condenados. Esta actitud paternalista del Estado franquista con respecto a sus súbditos es puesta en la picota por la autora con tanta contundencia como la demostrada en su libro Ingmar Bergman y la censura cinematográfica franquista. Reescrituras ideológicas (1960- 1967), publicado por Shangrila Ediciones en 2015. Para completar el panorama de la recepción de Bergman en el ámbito de la lengua española, la historiadora del cine argentino Diana V. Paladino plantea un estudio sobre cómo se vieron (y vivieron) las películas de Bergman en Uruguay y Argentina en las décadas de 1950 y 1960 y el resultado ha dado lugar a un documentado texto que reflexiona sobre el impacto de las mismas tanto en la salas comerciales como en las redes cineclubísticas, sin perder nunca de vista el contexto ideológico-político de aquellos años.

Mención aparte merece el texto recuperado del actual Presidente de la Asociación Española de Historiadores del Cine (AEHC) que, en el muy lejano noviembre-diciembre de 1971 rechazaba las interesadas lecturas nacionalcatólicas del cine de Bergman en la década anterior. Julio Pérez Perucha denunciaba cómo “…filmes que han sido considerados como productos de un vivo espíritu religioso son, paradójicamente, negaciones absolutas del mismo”. El hecho de que el artículo se publicara en la sección de crítica de cine de una minoritaria revista literaria como Ínsula, no le resta ni un ápice de importancia, acrecentada por el paso del tiempo. Pérez Perucha se enfrentaba ya al  idealista impresionismo de la crítica gacetillera dominante de la época y su lenguaje conseguía establecer, desde el marxismo y la semiótica textual, una nueva matriz analítica que cristalizaría, una década después, en el grupo de críticos agrupados en la revista Contracampo. Su diseño de la trayectoria discursiva de los filmes de Bergman está en la base de mi primera edición de la monografía sobre el realizador que publicó la Editorial Barcanova en la colección El Autor y su Obra (1981) y son sus palabras de entonces las que ahora vuelven a reforzar las mías.