A FUEGO Y JUEGO
Sobre Cuerpos a la deriva, de Alberto Ruiz de Samaniego
Miguel Ángel Hernández-Saavedra
Empecemos por el principio. Pero no hay un principio, sino dos. Está
la infancia, y está el libro.
Como “ciencia” de los primeros principios, a la filosofía le vino
encima un destino insospechado. La sospecha y el destino mantienen un vínculo
esencial que solo se confirma al refutarse, en estricta falta de reciprocidad,
es decir, al cumplirse el destino bajo la forma de algo que ni el miedo ni la angustia
ni la perspicacia consiguieron adivinar. Cuerpos
a la deriva (Abada Editores, Madrid, 2017), de Alberto Ruiz de Samaniego,
es un libro insospechado, tan preciso como oracular. Sabido es que los oráculos
se servían de la ambigüedad. Pero ¿hay algo más oracular que la exactitud
cuando da que pensar, incitando a la acción? O dicho con Heidegger: a la
“puesta en obra”. Su prosa atraviesa poéticamente todo indicio sospechoso en un
juego de erudición y originalidad que deja al lector pasmado, armado hasta los
dientes, amado desde el tuétano hasta la coronilla de los vientos y, por tanto,
enteramente vivo y, además, pensativo. Porque esta clase de obras, sin luchas
de otra clase, hacen del lector un tipo más amable, digno de erigirse en objeto
de su propio pensamiento.
Se trata de dar nombre a la experiencia originaria de la que dependen
tantas formulaciones subjetivas, realistas pretensiones, sustancias y
postulados, revoltijos y vapores que aspiran a alcanzar la aparente inmediatez
de lo que nunca nos es dado por vez primera. Siendo así, el origen es la
experiencia de la pérdida, o esa “experiencia decisiva (…) que marca a fuego y
juego la diferencia entre lo humano y lo lingüístico” (página 200). Dicho
juego, nunca del todo dicho, tiene en el arte su palabra y su imagen, a
semejanza de la vida y sus mejores potencias. Mas la vida es un juego que
quema, un fuego que juega…
El mero hecho de procurar vivir la vida de uno se convierte también en
una cuestión de poder (página 49).
Al margen de las virtudes (tan necesarias a otro respecto) y en
resonancia con las pasiones, la estética es tanto más potente cuanto más
vigorosa es la debilidad del artista, cuanto más artística es la prosa del
esteta. Peligrosa alegría que suscita el empecinamiento en “la verdad”, sea
ella lo que fuere: invocación, construcción, adecuación a lo imposible. Tres
capítulos del libro, al menos tres, actúan como luminarias, perlas dentro de un
conjunto acorazado, aunque felizmente “a la deriva”, que también regala al
lector sus zonas de transición. A mi juicio son el capítulo con que termina la
primera parte, “En el desierto blanco” (abrumadora narración, por su belleza,
de la expedición de Shackleton a la Antártida), la joya con que concluye la
segunda parte, “De un niño es el mundo. Cine e infancia”, y, desde luego, el
ensayo que cierra el libro, “Cuerpos a la deriva. Fermentación de Venecia”.
El Endurance, barco de la expedición de Ernst Shackleton, atrapado en el hielo
***
Acaso no hay desilusión más grande para el artista, a la vez que
tentadora, que verse incluido en una Exposición general de obras, conductas,
temperamentos y decires. Semejantes amortizaciones someten la contingencia del
arte a la idea de un Arte en general. Sabemos que el capitalismo obra ese
“desmilagro” de manera especialmente inicua, a veces casi hermosa, con todo lo
que tiene que ver con el arte. Pero ¿todo lo que tiene que ver con el arte es arte? ¿Qué tiene que ver el arte
consigo mismo? Los Cuerpos a la deriva
de Alberto Ruiz de Samaniego brindan la oportunidad de fijarnos en lo que “el
Arte” –el mundo del arte, como se suele decir– a menudo no ve. De ahí que este
libro no forme parte de una Exposición general, ni siquiera a título
particular. Sobre la huella impresa de sus palabras, surge la posibilidad de
alejarse hasta contemplar un aura: “Pues con la huella, tal como sugirió Benjamin,
nos apoderamos de la cosa; mientras que con el aura, es ella la que se adueña
de nosotros” (página 229). Da la impresión de que a tales cuerpos –que
responden a los nombres, entre otros, de Nietzsche, Thoreau, Cézanne, Walser,
Kafka, Roussel, Wittgenstein o Michaux– les vincula una especie de candaulismo
filosófico, emocional e intelectual, que se definiría, siguiendo el conocido
relato de Heródoto (en el que Candaules obliga a Giges a contemplar desnuda a
su esposa, lo que acarreará la muerte del primero a manos del observador
observado), por el afán de contemplarse a sí mismos –y al mundo con ellos,
desaparecida la distancia que imprime el sujeto– al margen de cualquier proceso
de objetivación que exija reanudar ad infinitum la jugada. Lo que justifica la
mención de la parafilia: no nos satisface la mera cópula (del yo con el mundo)
si no va acompañada de un lujoso –tan inocente como obsceno– desdoblamiento que
permita dar reposo al juego sin que este, el juego mismo, decaiga en su
actividad o movimiento. Dicho afán no procede del mismo modo en un cuerpo u
otro (en cuyo caso no serían cuerpos, sino partes de un mismo todo). Sin
embargo, aquello que los divide confirma su aire de rara familia, de familia
“clásica” y exótica al mismo tiempo: su desaire en relación con los vientos
acomodaticios y acondicionados de la época. Con palabras de Samaniego a
propósito de Wittgenstein, siendo este, además del portador de su propio nombre
(cuestión nada baladí, pensando en alguna de sus tesis), una clave desde la que
acercarse a un sentido arcaico (arjé)
o intempestivo del pensamiento, de la creación (y de la destrucción) bajo
cualquiera de sus formas, y, desde tal acercamiento, una manera de acceder al
sinsentido aureolado y misteriosamente próximo que nos aleja de la
autocomplacencia, sucedáneo tibio de la serenidad inquieta, de la más pura
posesión impersonal:
Paradójicamente, la experiencia de retiro radical de la cabaña promete
el máximo de impersonalidad, de objetividad incluso: la de alguien que tan sólo
mira, y que ha desaparecido tras la imagen (del mundo). Objetividad extrema de
punto de vista, o incluso de visión: no-humano, puramente óptico, cristalino.
Sería el triunfo del clasicismo, si entendemos por lenguaje clásico
precisamente aquel enunciado que sólo habla por sí mismo, que no tiene un
sujeto detrás que lo fundamente o lo comente o lo deforme. De hecho, como
sabemos, la expresión clásica pretende dar cuenta de la realidad sin un sujeto
que la vea para luego decirla. La voluntad clásica no quiere decir lo que
alguien concreto ve, sino lo que es.
Aquello que objetivamente es. Cuando
decimos que el lenguaje es un instrumento del sujeto situamos por tanto al
individuo siempre antes del lenguaje, y por ello convertimos el lenguaje en una
herramienta dependiente del individuo, fundada por la instancia previa,
anterior a todo punto, que llamamos sujeto. El enunciado clásico, por el
contrario, parece no depender de sujeto alguno, aunque, naturalmente, exista un
sujeto “técnico” que necesariamente lo ha desplegado o construido. Lo mismo
acontece en la lógica pura, donde, rigurosamente hablando, no hay ningún
sujeto. La conciencia trascendental no es la conciencia de nadie. El objeto
integral único de cada conocimiento debe reformularse y superarse en la integral
de todos los enunciados verdaderos que sobre ese objeto disponga el universo. A
este objeto infinito, y transempírico,
debe corresponder, en suma, un sujeto que es una pura construcción, en ruptura
absoluta con todo sujeto real, y cuyo cumplimiento en realidad es irrealizable
(páginas 269-270).
La irrealización del objeto infinito va de suyo: si se realiza, se
delimita. A este “infinito malo”, que diría Hegel, responde el arte (nunca “en
general”) de maneras impensables. Un cierto legado kantiano parece reafirmarse
sin necesidad de precisarlo. Al margen de otras consideraciones, al genio
–digamos que al “cuerpo”, a estos cuerpos
a la deriva- se le puede acompañar en sus manifestaciones, siguiendo su ejemplo
en el mejor –o en el peor– de los casos. Mas lo trascendental se torna ahora negativo, precisamente en tanto que constructivo, creativo: ninguna deriva
es representable a priori. La crítica, como juicio reflexivo, también es
creación; y la diferencia que separa a los buenos críticos de los críticos
malos o previsibles no es menor que la que distingue a los grandes artistas de
los artistas pequeños, aunque la previsible pequeñez sea también un “valor” o,
como quisiera el parlamentarismo estético, un síntoma de buena salud
democrática, amenazada siempre por lo imprevisible.
Cabaña de Wittgenstein
***
Este libro es un objeto desclasado, un sujeto polimorfo, un conjunto
disjunto (una comunidad heterogénea), una verdadera obra. Lo es porque actúa
sobre sus objetos particulares (cabañas e infancias, cuerpos y obras, ciudades)
formando parte de ellos. Y ello sin explicitar la jurisprudencia que lo hace
posible (no hay prólogo, a modo de manual de instrucciones, ni epílogo que
asegure el éxito que el propio devenir de la obra debe obtener por sí mismo).
El texto es parte y juez de lo que manifiesta. La vida recorre sus lógicas, sus
componentes textuales, y de esta nervadura nace y se mantiene la obra; ora
erguida y suntuosa, ora yacente y conmovedora. Por si fuera poco, hay mucho de
todo. Nada se divulga y todo se atesora, se pone en evidencia y –misterio de
tales certezas- se encripta sin
hermetismo. No se excava ni se eleva para mayor gloria de la vanidad de los
sacerdotes de la cultura, sino que la cripta viene a ser un templo al aire
libre. Bajo la rotundidad de una intemperie escogida, el médium –el autor, que
es siempre un medio y un hábitat– prescribe insurgencias, no regaña a nadie (en
las antípodas, o en las Antártidas,
de la crítica enfadada que necesita siempre enmendar a los otros) y elige a su
vez, de entre los candidatos a formar parte de un cortejo sin jefatura, a los
menos resabiados, a los más desmesurados e insumisos, especímenes difícilmente
acomodables a la paz racional de los géneros.
Resultaría fácil afirmar que Alberto Ruiz de Samaniego es un bailarín
que danza al son crucial del lenguaje, en la cuerda no siempre floja, a veces
inflexible, de la existencia. De la insistencia. A poco que avancemos en las
páginas de su libro, ya desde las primeras líneas, sabemos que nos tratamos con
un entusiasta. En su caso, el entusiasmo no está reñido con la acumulación de
conocimientos y el uso magistral de la cita. A juego con el pensamiento de
Borges que nos es tan caro: para que “la inminencia de una revelación, que no
se produce”, se produzca. Que se produzca al menos como inminencia y así se
revele, y de este modo acontezca. Acaso no se puede esperar más ni se debe
pedir menos.
***
Hay eruditos alegres, y los hay tristes. Hay formas alegres y tristes
de erudición, tonalidades que no desempeñan una función neutral respecto al conocimiento,
sino que, además de envolverlo, proporcionan una guía de transmisión. Todo
conocimiento compartido es una forma de darse (entregarse o reservarse) al
“otro”, empezando por uno mismo. Ningún erudito ha ejercido ni ejercerá jamás
la función de una Suiza en el corazón del tumulto, a salvo de la guerra. Cuando
se ha pretendido, su éxito ha dependido de los titulares de unos saberes
conflictivos que, ávidos por conservar sus cuentas, acuerdan tácitamente (y
tácticamente) dejar a buen recaudo, en apariencia neutral, los dividendos y
patrimonios que sostienen sus fuerzas.
Ahora bien, ¿puede haber, en verdad, un conocimiento jovial (una gaya ciencia) que no dé la espalda –en
una suerte de autoengaño (“Nada es más difícil que no engañarse a sí mismo”, recuerda
Samaniego citando a Wittgenstein)– a la desolación y a la muerte, a la
enfermedad y a la pérdida, al vacío último del universo, ese gran
existencialista que nos delimita, nos desborda y, finalmente, nos pone fuera de
todo juego? ¿O, por el contrario, quien conoce de veras desfallece en verdad?
No es difícil descubrir, sin forzar demasiado las cosas, dos tradiciones al
respecto. Al margen de los enfrentamientos doctrinales, aun extemporáneos,
incluso con independencia de que unas filosofías se ofrezcan como la inversión
de otras, hay una especie de tradición, la más nutrida, que vincula el
conocimiento a la alegría y hace de esta, también contra la posibilidad del
ultramundo, una razón suficiente a favor del conato, de la preservación, de la
conservación y del aumento (“de la vida en el devenir”, según la fórmula
nietzscheana), incluso –y sobre todo– si con la muerte se desvanece toda
ilusión, cualquier alusión y juego o fuego de palabras. El tono de esta
tradición admite moldes distintos, muy diversos modelos: moldes ascéticos,
estéticos o propios de un materialismo sublime o sublimado (pensando en Spinoza
o en el “platonismo de lo múltiple” de Alain Badiou). Estos autores joviales,
por muy adustos que parezcan en sus otras formas, en sus modales, en sus
pasiones y manías, dan “por bueno” lo que hay con tal de que lo que hay, incluso aunque no lo haya
(el ser, la realidad con su tropel de irrealidades), pueda ser –y de hecho lo
es, porque puede– captado, aprehendido, expresado o, cuando menos, deje su marca,
su huella, su aura o su impresión por un instante (aión). Instante que merecerá su elevación sub specie aeternitatis o su rememoración, mientras ello sea
posible, a lo largo –a lo intenso– de una vida finita, pero infinitamente
dispuesta a concederse el favor de la imagen, del ídolo o de la Idea, de la
palabra y del gesto, ya sea en la intuición, ya sea en la representación
sensible (pensando de nuevo en Hegel) o bajo las formas recreativas (no
abstractas) del buen concepto. De la sabiduría absuelta, al fin, de su gran
manía: cerrar la vida por defunción del Tiempo, espaciando la más triste
soberbia. Sobre los representantes de la otra tradición, lustrosos desnutridos
–pensando en Cioran, por ejemplo, y en algunos “cuerpos a la deriva” del libro
de Samaniego–, cabe también la sospecha de que si perseveran, si perseveraron
hasta proporcionar una forma a su recelo, a su desprecio, a su eximia
desesperación, será por algo. ¿Por qué haces
algo en vez de nada?
La posición restante, la no-posición de “lo neutro” –no a lo Suiza,
sino à la Barthes– se acomoda donde
puede. Roto el paradigma –la oposición entre nutridos y desnutridos–, la
escritura se devora a sí misma. De ahí las maravillosas regurgitaciones del
pasado próximo y los eructos insustanciales de los émulos del “grado cero”:
llegado un punto, en la exploración subjetiva, cualquiera confunde sus miasmas
con un océano. Del Uno se puede participar; el Dos se puede construir, pero el
Cero es inimitable. Y en ello radica, tal vez, la posibilidad de pensar
clásicamente una teoría postmoderna del genio. O viceversa.
***
Será por algo que el libro de Samaniego concluye en Venecia, en el
cuerpo de una ciudad que gana su espacio al Tiempo, al agua, a la vez que
pierde su tiempo poco a poco, oscilando entre la preservación de sus potencias
y el acercamiento a Mestre, ese “paisaje-taller, monótono y humeante”, tan
próximo al paraíso como la cruz de una moneda a su cara, confundidas ambas
mientras juegan al aire su suerte, antes de caer en tierra. El libro de Alberto
Ruiz de Samaniego cae de canto. Y es un canto fogoso a los elementos, la obra
de un erudito alegre y, por lo tanto, de un poeta (si está escrito en prosa
–decía Ashbery– puede tratarse de un poema). De un creador que no puede evitar
saber lo que sabe y que, pudiendo ocultarlo, no nos da ninguna pista que nos
permita sospechar que lo hace. (El destino de su libro somos nosotros, sus
destinatarios). No solamente muestra sus cartas, sus recursos, toda la
gramática necesaria para pergeñar un estilo, sino que muestra y ejecuta, sin
que en ningún momento se perciban las costuras, como suelen decir los críticos
de fina sastrería, la tonalidad que envuelve el conjunto, que lo delimita desde
fuera, ofreciéndolo como una totalidad abierta por mor de sus fragmentos. De
sus derivas.
Las auténticas costuras no tienen que ver con un defecto de
fabricación, sino con la costura esencial o inevitable a la que remiten las dos
partes, formalmente consideradas, que dan cuerpo al texto, al tejido textual,
en un dialelo heteroconstructivo (y
autoconstituyente). Por un lado, el rigor analítico. Por otro lado, la apuesta
que se alimenta de su propia inquietud. La visión clásica, en la acepción que
le da Samaniego, resulta más próxima a una actitud que revienta las camisas de
fuerza de su época, incluido el camisón estético, haciendo saltar las (otras)
costuras, de lo que acaba siendo la actitud contraria, pretendidamente
transgresora, sumida en la tolerancia pactista (y muy lucrativa) de la
mercaduría artística. Por el contrario, la precisión analítica devuelve los
cuerpos a su hábitat, a su medio…
Nunca insistiremos demasiado en la importancia del medio, y la forma
en que cada uno ha de inscribirse y seleccionar el medio en que, como dijera
Cézanne, nos desplazamos habitualmente (página 23-24).
***
Finalmente, a uno le da por pensar en el principio. En otros
caminantes y en otras infancias. ¡Qué sensación cuando el niño dice!: “aún soy
muy pequeño para eso”. Todavía soy muy
pequeño: ¡no me lo digas! ¿Quién dice eso? ¿Acaso es un tercero, como en el
desierto blanco de Shackleton, buscando salida? ¿Es ese “uno más que camina a
tu lado”, según el verso de Eliot? ¡Qué jugada tan magnífica: la del Tiempo en
manos del niño que juega, muy seriamente, a ser mayor sin darse cuenta! Esas
otras infancias que van de la mano de un mismo niño…
Lo que la infancia nos dice y exige es que para ese querer y esa
conquista se precisa inocencia, ausencia de culpas o deudas con el pasado, y
entregarse a la inutilidad del juego, sin preocupaciones por compromisos
convencionales, sin depender de estimaciones extrañas a su propia vitalidad. De
hecho, esta manera de afirmar la existencia es la fórmula trágica en su sentido
más profundo. La expresión del pensamiento que no pretende orígenes ni fines determinados,
que no tiene últimas metas, que no proyecta hacia el porvenir, ni fuera de este
mundo. Alegría máxima de un pensamiento cuya intensidad es directamente
proporcional a la crueldad del saber (página 198).
La infancia es nómada. (Otros, como John Ashbery en el último de sus Tres poemas, cuestionarán esa mitología
del infante en la que Samaniego no incurre, pero sí los precursores del
reencuentro con una esencia psíquica original: psico-hegelianismo del Berrido
Absoluto, del cólico lactante en forma de Idea). Lo recuerda el autor citando a
Deleuze: el nomadismo es cuestión de intensidad y no cosa de un incesante ir a
tontas y a locas por el mundo (con la esperanza, ni siquiera ciega, de
reencontrarse el viajero con su identidad). Piensa uno entonces, también, en
esos paseos de Kant que permitían a los vecinos poner el reloj en hora o
hacerse a la idea del paso diario de las estaciones, de las labores, según
doblaba la esquina. En el interior del día, el devenir de los trabajos y las
rutinas. Delimitándolo, alguna vez, el colmo de una sensación: una
configuración realmente extraña, irrealmente verdadera, externa al conjunto
(donde lo externo y lo interno no son más que metáforas), que lo delimita y
que, como afirmaba el solitario de Skjolden –en busca de la más absoluta
familiaridad– respecto a lo que no puede ser dicho, proporciona sentido o
felicidad, ambas cosas o ninguna, a los hechos duros e impuros que conforman la
existencia. Se trata de otra forma de pensar el tiempo, de pasarlo o de matarlo
quizá. Pero…
“Efectivamente: nunca se dirá la última palabra sobre este secreto”.
Es la palabra final.
Robert Walser