Qué difícil es ser un dios, Aleksei German, 2013
Introducción, 1
En la adaptación (2013) que el director soviético Aleksei German realizó
de la novela Qué difícil es ser un dios (1964) de Arkady y Boris
Strugatsky asistimos al desarrollo cotidiano de un mundo sin
pensamiento, situado en un planeta desconocido al que visitan
observadores terrestres. Se trata de un mundo pseudomedieval en el que,
según parece, aún no se ha producido nada semejante a un Renacimiento ni
da la impresión de que este vaya a llegar en un futuro próximo. Sin
individualización y sin pensamiento racional, en ese mundo inmerso en
una eterna Edad Media los humanos deambulan de un lado a otro sin ton ni
son, profiriendo frases lacónicas e inconexas. Sus actos, que no tienen
continuidad ni lógica, parecen obedecer a algún oscuro propósito cuyo
significado se nos escapa a los espectadores de ese desconcierto. Sin el
armazón de unas identidades bien establecidas ni una organización
mental mínima, la realidad de esos seres se ha convertido en un turbio
flujo inconexo que no tiene ni principio ni fin.
Existe, sin embargo, una diferencia esencial entre la novela y la adaptación fílmica, discrepancia que tiene que ver con algo tan obvio como que en una la narración se estructura esencialmente a través de la palabra y en la otra lo hace mediante la imagen. Como sea que la imagen pertenece esencialmente al régimen de lo imaginario y la palabra, el lenguaje, al de lo simbólico su encuentro es siempre problemático. Por ello, en la película ha desaparecido el mínimo de racionalidad que en la novela se mantiene en pie para el lector gracias a la propia coherencia básica del texto narrativo. Pero si una narración del caos no tiene por qué ser caótica, el caos en sí mismo tampoco puede ser convenientemente narrado: si puede, en cambio, ser mostrado. En la novela, también ayuda al mantenimiento de un cierto orden el hecho de que algunos personajes, por ejemplo, los observadores terrestres inmersos en la ciénaga que es el planeta medieval, conservan hasta cierto punto su racionalidad de origen. En el film, todo esto ha desaparecido. Las imágenes se funden con la niebla y el fango, y la cámara, cuyo movimiento delata el punto de vista de alguno de esos observadores, parece tan ebria como el resto de habitantes de ese mundo apocalíptico. El caos se ha apoderado de todo, no hay separación entre la narración y lo narrado. Lo que en la novela era simplemente absurdo se convierte en onírico en la película. Pero, curiosamente, el sueño resulta más realista que la narración de un absurdo.
¿Es esto lo que nos espera en una realidad como la nuestra en la que se ha derrumbado el andamiaje de la razón, aquel que se empezó a levantar socialmente en el Renacimiento y se afianzó en el Siglo de las Luces? ¿Es este el horizonte al que apunta la posmodernidad? ¿Una nueva Edad Media, encharcada y turbia, como la que profetizaba hace años Umberto Eco en un libro colectivo con un trasfondo ligeramente apocalíptico? La propia evolución de los temas novelísticos de Eco es curiosamente sintomática en este sentido: del ensalzamiento de la razón en medio del oscurantismo medieval en El nombre de la rosa a una oscura y laberíntica trama repleta de confabulaciones en El cementerio de Praga. Se diría que, roto el corsé de la modernidad, vamos derechos al abismo.
No hay que descartar del todo esta posibilidad, la de que estemos a las puertas de un reino de estúpidos, rodeados de máquinas inteligentes. Podría ser. Pero el futuro no depende de la defensa a ultranza de la arquitectura derruida, sino de la comprensión de lo que aparece entre sus ruinas, que no es necesariamente el mundo alucinado que nos presenta de manera tan intrigante la película de German. Sírvanos de aviso, sin embargo, esa descripción insana.
El mundo que nos describe German, donde impera ese fluir inconsistente y esa cháchara pueril a la que también nosotros podríamos vernos abocados, tiene, sin embargo, una curiosa peculiaridad: junto a las chozas, existen grandes edificios que parecen castillos o conventos, los cuales deben haber sido diseñados por algún arquitecto y construidos siguiendo una cierta organización del trabajo; por otro lado, algunos caballeros llevan armaduras o visten ropajes repletos de alambicados adornos que delatan el atento trabajo de algún artesano. También, en algún momento, alguien se detiene ante un muro donde aún pueden detectarse los restos empalidecidos de alguna pintura religiosa. ¿No será que, en lugar de contemplar la necia vida cotidiana de una sociedad que no ha alcanzado aún el Renacimiento, estamos ante los restos de un renacimiento que ya fue y que ha sido olvidado? Se ha dicho que el mundo que nos presentan German y los hermanos Strugatsky no hace sino mostrarnos nuestro pasado, aunque puesto ficticiamente en otro planeta, pero yo creo que más bien nos advierte sobre el futuro que nos aguarda en el nuestro, si no le ponemos remedio [...]