Tren de sombras
Efectivamente, el jardín escondía un abismo, como del espíritu griego afirmara Nietzsche. Hay un régimen solar de la imagen, que se corresponde con esa concepción algo ridícula (y winckelmanniana) de la luminosidad helénica y autocentrada, que es también la del espacio burgués y dominical, ajardinado, de amor profano y familiar, que custodia –cree custodiar– con su cámara de aficionado Gérard Fleury. Es el rozarse y entrecruzarse de los cuerpos luminosos. Pero hay además –es lo que finalmente asoma- un régimen nocturno de la imagen donde aparece el amor oscuro, nocturno, acaso inhumano. Entonces, esos seres cuyas imágenes no sabían de opacidad, ni de secretos, de mortalidad ni de angustia, de repente sufren la disolución en la fiebre tenebrosa de la noche, la pasión y el olvido, gemela de la enfermedad del tiempo y el río que degrada sin piedad el fotograma, lo que tal vez sea un símbolo, o un síntoma, en el sentido psicoanalítico. Es, en fin, la noche, que toda razón disuelve sin remedio.
Y entonces, cuando cae la noche, todo, la mansión, el parque o el jardín, donde la naturaleza está junto a los objetos de la civilización y las estatuas de los mitos tranquilizadores, parece vacilar bajo el rumor de los árboles. Lo que antes se mostraba como la mera faz de un placer superficial, ahora, en los repliegues del espacio familiar, del terreno y de la imagen misma, se convierte de pronto en una ilusión inquietante y hasta ominosa; se pone en manos de la noche misma, que parece jugar sádicamente con ella y nos arrastra hacia el oscuro corazón del jardín. Allí donde experimentamos el eclipse de la limitada eficacia o la docilidad ingenua de un filme de domingo y aflora la sinrazón de una misteriosa muerte [...]
"El corazón oscuro del jardín".
Alberto Ruiz de Samaniego
Alberto Ruiz de Samaniego