De las palabras pronunciadas, o de los libros
compartidos, o también de las estaciones de tren –la juventud es un tren, de
ahí que el poema más terrible que jamás se ha escrito sea, probablemente, Mujer con alcuza de Dámaso Alonso, con
su anciana enloquecida vagando en trenes interminables.
El problema de Días
color naranja (Pablo Llorca, 2016) no está dentro de la película –la
película es, vamos a decirlo de entrada, simplemente impecable–, sino en el crítico. La película tiene la puesta en escena
más sólida y hermosa que Llorca ha conseguido nunca y una inteligencia en cada
decisión de guion y en cada tiro de cámara que está fuera de toda duda. El
problema está en el crítico, en la incapacidad para despegarse la película de
la piel y convertirla en objeto de estudio. El problema es esa sensación
extrañamente agridulce que se posa en los dedos y en el fondo de los ojos
cuando termina la proyección y uno, que ya no fuma, sale a fumarse el cigarro
recordado de la tardoadolescencia al balcón del pequeño piso de la periferia,
en esta primavera naciente de capital de provincia. Uno no quería escribir la
crítica de la nostalgia porque la película es mucho más que eso y, en fin,
sería estúpido repetir lo que ya han dicho mucho mejor el resto de colegas del
gremio: la belleza del homenaje a Luis Miguel Cintra, la delicadeza de los
diálogos y las situaciones, nosotros que
nos amamos tanto y similares.
Pero la película es, además, otra cosa. Muchas otras
cosas.
02.
Resulta curioso que, película tras película, Pablo
Llorca haya seguido manteniendo una fe inquebrantable en la juventud. Una fe
que es al mismo tiempo política, artística, y emocional. Está en sus
cortometrajes, está en el final de El
mundo que fue y el que es (2011), está también en sus habituales planos de
manifestaciones y acciones sociales que puntean su filmografía. Está en sus
protagonistas femeninas, siempre inteligentes y portadoras de una luz
extraordinaria. Llorca es, paradójicamente, mucho más optimista que los propios
jóvenes que no ven sus películas y que, a base de escuchar que son la
generación más narcisista de la historia, han acabado por creérselo. Dias color naranja no es –aunque
nosotros lo experimentemos así– una película propiamente nostálgica porque
habla de un amor que ocurre aquí y ahora, que no juega a recrear tiempos
pasados ni vestuarios de los setenta o los ochenta. Somos nosotros los que la
miramos con ojos viejos, los que buscamos en ella la topografía, el mapa de
nuestros días felices. Somos nosotros los que convertimos la Europa constante
de su trazado –una “otra Europa”, una Europa emocional que nada tiene que ver
con los mercados ni con las leyes de regulación comercial– en la colección de
baúles perdidos, besos robados, encuentros clandestinos y anécdotas más o menos
canallas que nos acompañan en la torpe tranquilidad burguesa del otoño
permanente. Ahí está Astrid Menasanch, un auténtico descubrimiento impagable
capaz de convertirse a la vez en un personaje y, por extensión, en todas las
mujeres, en todos los cuerpos amados. Su interpretación, portentosa, es el
ejemplo exquisito de cómo dialoga una actriz entre su propia piel y la piel de
todos nuestros fantasmas. Astrid es la encarnación de los cuerpos perdidos y
siempre quedará, hermosa y decidida, suspendida entre su alma y nuestra
memoria.
03.
Después aparece Europa como ruina. Europa como pelotón
de fusilamiento. Europa como puesto de control de pasaportes contado con un
plano/contraplano excepcional que desmonta, de un plumazo, todos los argumentos
de las “buenas democracias” y las “buenas intenciones”. Europa como el
cementerio de los teatros cerrados, Europa la de las calles desérticas y el
olor de la pólvora disparada hace apenas un par de décadas.
Hay, en la mostración de la ciudad, algo que Llorca ha
incorporado a su escritura cinematográfica, o quizá sea mejor decir, algo que
ha reaparecido transformado, desplazado, un cierto retorno de lo reprimido. La
primera vez que vi la película –y créanme, llevo encadenando visionados casi
una semana– tuve por momentos la sensación de encontrarme ante una reescritura
de ciertos gestos de Jardines colgantes
(1993). Creo que tenía algo que ver con la mostración de las calles vacías, la
recuperación de una cierta atmósfera
con respecto a la manera de mirar el paisaje. Del mismo modo, he creído
detectar un mayor mimo en la construcción del encuadre, como si de pronto
Llorca hubiera decidido firmar una suerte de tregua con sus primeros pasos
“autorales” en lo cinematográfico, todo aquello que se quebró en La espalda de Dios (2001) y que desde
entonces ha hecho que su filmografía fuera constantemente encapsulada en lo
“pobre”, lo “sucio”, esas categorías estéticas tan resbaladizas y tan llenas de
prejuicios. Aquí Llorca se permite el lujo de construir encuadres de una
impresionante belleza plástica, dejar que lo real repose y se ordene delante de
su objetivo, gestionar el tiempo y la narración con una suerte de elegancia que
gana terreno frente a sus últimos trabajos. Lo que antes era una suerte de
llama política o de película/cóctel Molotov –estoy pensando en las
excepcionales Un ramo de cactus (2013)
y País de TODO A 100 (2014)– aquí de
pronto se ha reordenado sin perder ni un ápice de su inteligencia y ganando,
por así decirlo, en un poso de belleza que se deposita sobre el trabajo de
cámara.
04.
El lector malintencionado podría pensar, por lo que
digo, que la película de Llorca es menos comprometida
–palabra que me provoca una profunda urticaria pero cuyo significado, ya casi
peyorativo, dejo aquí flotando con toda mi intención–, o incluso que resulta
más “digerible” para esa masa amorfa que parece poblar las ciudades y que los
sondeos de opinión llaman, en fin, “espectadores de cine”. No hay que
confundirse. Muy al contrario, la película de Llorca ha ganado en humanidad y
en belleza, se ha alejado del tacto frío de escalpelo político que componía la
creación de imágenes en Recoletos (arriba
y abajo) (2012) o en El gran salto
adelante (2014). Sigue siendo exigente, sigue proponiendo exactamente las
mismas tesis y la misma precisión en el análisis del mundo que ya habíamos
encontrado en sus primeras películas. No ha habido ni un temblor, ni una
concesión, ni un traspiés. Muy al contrario, Días color naranja es la suerte de “síntesis” que emerge del
proceso dialéctico de su creación: es la explicación de la lucha, la
justificación de la posición política, la defensa total de la belleza, la vida,
el amor, la dignidad del desencuentro, la literatura, todo.
Todo por lo que, mejor o peor, seguimos celebrando su
cine.