Coeur fidèle, Jean Epstein, 1923
[...] autores como Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni, Andréi Tarkovski, y más tarde Wim Wenders, comenzarían a explorar las posibilidades de una imagen no narrativa de tiempos lentos que ponía entre paréntesis a los sujetos. En la obra de estos cineastas había una cierta dialéctica entre imágenes e historias. La narración y la historia se vinculaban a la inautenticidad mientras que los intervalos y los tiempos muertos a la autenticidad. Esta oposición entre historias e imágenes ya había sido expresada por el cineasta y teórico Jean Epstein a mediados de los años ‘20 en su ensayo Bonjour, cinèma:
El cine es verdadero, una historia es mentira. Podría sostenerse esto con apariencia de razón. Yo prefiero decir que sus verdades son otras. En la pantalla las convenciones son vergonzosas. El golpe de teatro resulta simplemente chusco, y si Chaplin tiene tanto de trágico, es un trágico risible. La elocuencia se desmorona. Inútil, la presentación de los personajes; la vida es extraordinaria. […] El desenlace no puede ser más que una transición de nudo en nudo. De modo que no se cambia mucho de altura sentimental. El drama es continuo como la vida. Los gestos lo reflejan, pero no lo anticipan ni lo retrasan. Por qué contar entonces historias, relatos que suponen siempre sucesos ordenados, una cronología, la gradación de los hechos y de los sentimientos […] No hay historias. Nunca ha habido historias. No hay más que situaciones, sin pies ni cabeza; sin comienzo, sin mitad y sin final.
En el cine de la modernidad melancólica, el sueño de Epstein tendrá su corolario visual en una imagen escrita sobre una servilleta de papel en El estado de las cosas (Der Stan der Dinge, 1982), de Wim Wenders: “Las historias solo existen en las historias. Mientras que la vida continúa sin necesidad de convertirse en una historia”. Tanto para Wenders como para Epstein la vida no conoce historias, por eso hay que desprenderse de ellas.
El cine es verdadero, una historia es mentira. Podría sostenerse esto con apariencia de razón. Yo prefiero decir que sus verdades son otras. En la pantalla las convenciones son vergonzosas. El golpe de teatro resulta simplemente chusco, y si Chaplin tiene tanto de trágico, es un trágico risible. La elocuencia se desmorona. Inútil, la presentación de los personajes; la vida es extraordinaria. […] El desenlace no puede ser más que una transición de nudo en nudo. De modo que no se cambia mucho de altura sentimental. El drama es continuo como la vida. Los gestos lo reflejan, pero no lo anticipan ni lo retrasan. Por qué contar entonces historias, relatos que suponen siempre sucesos ordenados, una cronología, la gradación de los hechos y de los sentimientos […] No hay historias. Nunca ha habido historias. No hay más que situaciones, sin pies ni cabeza; sin comienzo, sin mitad y sin final.
En el cine de la modernidad melancólica, el sueño de Epstein tendrá su corolario visual en una imagen escrita sobre una servilleta de papel en El estado de las cosas (Der Stan der Dinge, 1982), de Wim Wenders: “Las historias solo existen en las historias. Mientras que la vida continúa sin necesidad de convertirse en una historia”. Tanto para Wenders como para Epstein la vida no conoce historias, por eso hay que desprenderse de ellas.