Botonera

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4.12.16

III. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Prólogo
La obra como vida, la vida como obra
Luis Pérez Ochando


Jean Cocteau por Pierre Jahan, 1947


Jean Cocteau no era un hombre sino dos, tal vez muchos más. Se confunden, se superponen. Es pensador y dramaturgo, novelista y pintor, cineasta y poeta, todo a un tiempo; sus películas pintan poemas, sus dibujos narran pensamientos. La suya es una obra enorme y compleja, de la que brota una enmarañada foresta de biógrafos, comentaristas y críticos diversos. Cuando Pilar Pedraza me contó que planeaba escribir un libro sobre él, me eché las manos a la cabeza y maldije a Rubén Higueras, que era quien le había propuesto escribir un monográfico para la colección “Trayectos” de Shangrila. Jean Cocteau es inmenso, no solo por su talento, sino por lo inabarcable de la suma de su producción y la bibliografía escrita sobre ella.

Sin embargo, el propio trayecto de la investigación y la escritura de la obra transcurrieron siempre bajo el sol. Fructificó y la cosecha fue abundante. Lo que parecía escarpado, fue allanado por el tesón y la dedicación de Pilar Pedraza y, también, por el placer que proporcionan los textos de Cocteau, que nos acogen como un viejo amigo y nos invitan siempre a seguir leyendo y comprendiendo al creador y todos sus espejos.
 
Sin embargo, este panorama de reflejos —propios y ajenos— que constituye la obra del autor no debe hacernos perder de vista que Cocteau no era un hombre sino dos, dos sombras que lo son la una de la otra, dos seres que se aman y se odian. Como el hermafrodita de sus obras, diverso en un solo cuerpo; como los hermanos de Los hijos terribles en el instante de la muerte. Esas dos sombras son la del hombre y la del creador, la de la vida y la obra, que en Cocteau se necesitan tanto como se odian. Una de las tensiones más constantes en su obra cinematográfica es, de hecho, la que confronta el estar en el mundo —propia del hombre afamado—  con la búsqueda de lo inefable y lo ultraterreno —propia del poeta—. El Orfeo laureado es enemigo del Orfeo que visita el Inframundo.

Y, sin embargo, el uno depende del otro, se detestan pero se buscan. La creación ansía el Parnaso y la Gloria, hastiada, desea volver a moldear el fango salvaje con sus manos. En La sangre del poeta (Le Sang d’un poète, Jean Cocteau, 1932), el creador se mata varias veces en pos de la inmortalidad, se juega el corazón mismo de su infancia muerta, y todo ¿para qué? ¿Para lograr un aplauso burgués? Alcanzar la gloria petrifica la vida; de los laureles cae un polvo de yeso que fosiliza las arterias; la única inmortalidad es la de las estatuas.

El protagonista de Orfeo (Orphée, Jean Cocteau, 1950) no es feliz en su fama, hasta los policías y las adolescentes le reconocen y se deshacen por un autógrafo. En cambio, los vanguardistas lo desprecian. Pero ¿su infelicidad procede de su fama o del hecho de no ser lo suficientemente reputado entre la juventud más trasgresora? ¿Busca más allá de la muerte una poesía más auténtica o, por el contrario, vampiriza los versos de un poeta muerto para ser idolatrado por los jóvenes? Sus intenciones y deseos son ambiguos: ¿El arte o la fama? ¿La esposa del hogar o la princesa del Hades? La gesta del Orfeo de Cocteau culmina, como Ulises, retornando a Ítaca, olvidando a Calipso en su exilio de Ogigia. El suyo es un relato de fracaso, una obra trágica porque en ella el amor burgués vence sobre aquel otro amor, arrebatado y terrible, de la poesía, de la Muerte y de los dioses; pero ¿acaso hubiera sido un éxito de haber seguido muerta Eurídice?

Las paradojas entre vida y arte —fama y poesía— se extendían a la propia vida de Jean Cocteau. Es en ellas donde hallamos el porqué de su ambivalencia frente al entorno de la Vanguardia o en su discurso de ingreso en la Real Academia Francesa. Respecto a la Vanguardia, le incomoda en la medida en que se torna movimiento y, por tanto, norma, uniformidad, compromiso, cumplimiento, un orden nuevo en el que, para volver a destacar, cree tener que volver a lo normal; respecto a la cultura oficial, sucede lo mismo, pero a la vez se desespera por ser reconocido como parte de ella.





Yukio Mishima expuso una disyuntiva similar: si pasas la vida escribiendo, depurarás tu estilo pero no tendrás nada que contar; si vives a fondo la vida, tu lenguaje será pobre y solo podrá arrojar una pálida sombra de tu experiencia. A menudo, la respuesta de Cocteau ante tal problema consiste en hacer de su propia persona una obra de arte andante y, al mismo tiempo, en crear una obra que contenga una verdad mayor que la vida. Así, emprende algunos momentos de su vida como auténticos actos creadores: se plantea rehabilitar al boxeador Panama Al Brown para que recupere el título mundial; cuando piensa que la vanguardia se ha vuelto dominante, se dedica a pintar iglesias. En sentido inverso, sus poemas, novelas, dramas y filmes tratan de aprehender esa vida oculta, interior, que rara vez sale a la luz.


El poeta desea una fama que desprecia; el hombre busca una vida plena aun a costa de sacrificarla ante el papel. No es extraño que la vida y la obra de Cocteau estén atravesadas por escisiones y grietas, pero es precisamente en estas heridas donde el autor encuentra la auténtica realidad del arte. El poeta tiene la capacidad de cruzar todos los umbrales, de transgredir la muerte, de crear la vida de las cenizas, de traspasar el tiempo, de moverse entre dos mundos. Orfeo (1950) está repleto de fronteras que se atraviesan, puertas, espejos, ventanas, agua, superficies que reflejan el mundo visible y ocultan lo que hay tras ellos. Como nos recuerda Sancho Rodríguez, el poeta intenta aprehender lo que llama «l’Inconnu», «algo que escapa al conocimiento humano y que, por lo tanto tampoco puede ser alcanzado por el lenguaje».

No es un camino fácil, tampoco exento de dolor o riesgo. Incluso, podemos apreciar cierto masoquismo en una poesía que, en ocasiones, se centra en un dolor que condena y salva, en el agon de la creación como sacrificio para el hombre y redención para el poeta, en la enfermedad como celebración de la corporalidad y la gloria inmortal como negación de la vida física. Pero también podemos rastrear esta búsqueda interior en otro concepto que fascina a Pilar Pedraza y que aparece a lo largo de toda la obra del creador: el intervalo.

El intervalo, en palabras de Pilar Pedraza, es “una brecha o grieta que, aparecida en la superficie reflectante del texto, deja ver o salir un contenido inesperado, oscuro, interior, o pone en relación dos mundos que se creían absolutamente separados, […] un tiempo de lo insólito, las tinieblas, el inconsciente, lo equivalente al reverso del espejo” (Pedraza; Pérez Ochando, 2016). En la fisura entre dos planos, sucede lo inefable; en el instante en que tarda en caer una carta en el buzón, tiene lugar un viaje a los infiernos; en el fuera de campo, la imagen se trastoca; más allá del margen de la página, vuelan los ángeles que transportan el poema. Cocteau elabora una poética de la creación que se desarrolla no solo a través de múltiples ensayos —de entre los que destaca La dificultad de ser—, sino a través de su obra de ficción.

Así como no es fácil separar su obra de su vida, tampoco resulta factible separar su pensamiento de su creación. Al Cocteau cineasta, por ejemplo, se le ha acusado de amateur, de aficionado sin técnica; pero, como demuestra Pilar Pedraza en este ensayo, conocía en profundidad la retórica cinematográfica y tenía sus propias ideas sobre cómo crear una película, ideas que perseguía con firmeza aun a pesar de la opinión del director de fotografía o del compositor de la banda sonora, que solo ante el resultado final entendían las razones de Cocteau. Estudiando sus ensayos, se comprende su puesta en escena; analizando su poesía, se revelan los saltos y silencios del montaje.






La obra de Cocteau puede abordarse desde múltiples enfoques: podemos recurrir a la mitología, al formalismo, a la ideología o al psicoanálisis —que a él personalmente tanto le disgustaba—; podemos preguntarle a Jacques Lacan, a Carl Jung o a Sigmund Freud, en cambio, Pilar Pedraza interroga a Jean Cocteau y lo busca en sus propios textos, en sus reflexiones, en sus películas, en sus creaciones originales. Revisar la bibliografía sobre el autor ha sido una tarea heroica, parangonable solo a la del establo de Augías; sin embargo, dado el carácter personal del universo cocteauniano, era preciso regresar a su persona o, por lo menos, a esa sombra que le iba siguiendo a través de sus escritos y cuadernos de dibujo. De ahí que, en esta obra, se preste más atención en releer a las fuentes que en desmenuzar la fragorosa hojarasca que ha ido creciendo desde su tumba —o incluso antes, desde su madurez—; de ahí, también, que se centre tanto en su vida como en todas sus facetas como creador, pues ni estas pueden entenderse desgajadas unas de otras ni, tampoco, de los avatares biográficos del poeta.

Como dijimos, Cocteau hizo de su vida personal una novela —una obra de arte, si se quiere— y la pluma de Pilar Pedraza planea sobre ella esbozando una vista general, pero también deteniéndose en las anécdotas y circunstancias que dan color a sus días. A través de ellos comprendemos el lugar que ocupaba Cocteau en la cultura de un París hormigueante de ideas, estéticas y movimientos, entre los que Cocteau funcionaba como vínculo y catalizador —solo con sus amistades, daría para escribir un libro entero—. De la vida de Cocteau, Pilar rescata rubíes, topacios, diamantes, sin perderse en la gravilla académica que empiedra parte de la literatura universitaria, enterrando el destello del genio.

Jean Cocteau. El gran ilusionista es un libro de cine y, sin embargo, no era posible comprender bien sus películas sin conocer también el resto de facetas del creador, que dialogan abiertamente con sus películas. En ocasiones, adapta sus propios dramas teatrales —Orfeo (1950), Los padres terribles (Les Parents terribles, Jean Cocteau, 1948)—; otras veces, cita su trabajo pictórico — La Villa Santo-Sospir (1952), El testamento de Orfeo (Le Testament d’Orphée, Jean Cocteau, 1959)—; pero siempre trabaja desde una filosofía de la creación coherente a lo largo de los diferentes medios de expresión. Pilar Pedraza entiende la obra de Cocteau como un todo global, por lo que su libro —pese a proporcionarnos una cartografía que facilita la navegación— aborda cada una de sus facetas y establece conexiones entre ellas.

Perseguir al fantasma doble de Cocteau supone internarse en una tierra de lo incierto —quizá en la Zona de Orfeo, al otro lado del espejo—. Damos un paso y nos hemos perdido, damos otro más y hemos pasado del cine a la poesía, de la novela al teatro. Los intervalos son traicioneros y Cocteau no siempre avisa de dónde se hallan escondidos. Por fortuna para el lector, Pilar Pedraza tiende en esta obra los senderos que permiten comprender a este personaje fascinante y demarcar una obra compleja, inabarcable, deslumbrante. Quizá algún lector creyera conocer ya a Jean Cocteau, pero ahora se percatará del resto de facetas que dan sentido completo al universo del creador. La empresa, como dijimos, parecía de lo más arduo, pero, al final, resultó un viaje placentero cuyo resultado es el libro que tiene el lector en las manos.

Atravesemos ahora el espejo. Una mano amiga nos guía, llegaremos al otro lado más sabios, más felices y, quizá, contagiados por la vitalidad de Pilar Pedraza y Jean Cocteau, más jóvenes incluso.