Prólogo
CUESTIÓN DE VISIBILIDAD
CUESTIÓN DE VISIBILIDAD
Imanol Zumalde
La cinta blanca, Michael Haneke, 2009
Entre las señas de identidad del ISIS, acrónimo del Estado Islamico de Irak y el Levante, descuella su notoria fascinación por la imagen. Solo quien concede a lo icónico un estatus trascendente es capaz de compaginar esa iconoclasia de manual que les apremia a destruir las imágenes sagradas que caen en sus manos, con la pulsión por dejar constancia de su feroz e insaciable praxis punitiva a través, precisamente, de un insólito catálogo de imágenes difundidas urbi et orbi. Porque no hablamos de imágenes cualquiera, sino de objetos visuales de impecable factura que surgen de un evidente empeño por mostrar la salvajada en las mejores condiciones de visibilidad. De manera que el snuff yihadista del ISIS violenta nuestra mirada tanto por las ancestrales técnicas de matarife que manejan sus verdugos, a menudo menores de edad inmersos en su bautismo de sangre, cuanto por la refinada elegancia de su puesta en imagen. Horror sin tapujos, empaquetado en primoroso Full HD.
Esta fe (o confianza ciega) en la imagen y sus catárticos poderes también es apreciable en el modus operandi de Al-Quaeda, su contrincante táctico en el seno de la Yihad islámica. Así lo puso de manifiesto al menos su performance suprema del 11-S, atentado colosal gestado concienzudamente con la vista puesta en infringir el mayor destrozo posible así como en provocar, sobre todo, el mayor impacto mediático, lo que en este mundo nuestro donde la realidad se nos manifiesta en imágenes significa su visualización más rentable. El despliegue coreográfico de la acción (cuatro aviones de diferentes trayectorias que impactan sucesivamente en distintos objetivos), los escenarios (amén de concurridos, todos ellos polos de irradiación simbólica de la americanidad y, por ende, lugares permanentemente vigilados), el timing (el primer avión impactó a las 8.45 hora local de Nueva York, en plena emisión de los noticiarios matutinos de la costa este de los EE.UU.), toda la dramaturgia del atentado, en suma, fue proyectada al milímetro con objeto de colocar al espectador mundial en la tesitura de No Poder No Ver, casi en tiempo real, aquel despiadado Auto de Fe a la altura de nuestros tiempos.
El hecho de que los historiadores, como hicieron con el pistoletazo de salida de la Gran Guerra para la pasada centuria, consideren al 11-S el momento inaugural del siglo XXI revela no solo la dimensión impar de ese suceso, sino un estado de la cultura (cierto malestar) en el que todo se fía a la imagen. Vivimos, como ha señalado con pertinencia Gérard Wajcman, en el reino de “el ojo absoluto”, donde conviven inextricablemente mezcladas dos pulsiones complementarias: Querer verlo todo y querer ser visto a toda costa. Aunque desconocemos qué suceso histórico definirá en el futuro la centuria en curso que nació de ese traumático alumbramiento, no es descabellado conjeturar que su trascendencia se medirá con un rasero bien diferente al que permite sostener que es su invisibilidad constitutiva la que ha definido el holocausto nazi, ese cataclismo del que apenas se conservan un puñado de confusas instantáneas y, que al decir de algunos, constituye el hecho nuclear (el Acontecimiento con mayúsculas y en singular) del pasado siglo.
Algo querrá decir que las performances punitivas del ISIS sean, en su puesta en escena, la inversión perfecta de la Shoah, dado que a la compleja logística técnico-administrativa de la industria de la muerte inmediata de la Aktion Reinhard los muyahidines del Dáesh contraponen sus artesanales degollaciones manufacturadas incluso por novicios de sangre, en tanto que su fetichismo icónico e irrefrenable pulsión exhibicionista reproducen a contrario el férreo mutismo visual que caracterizó al exterminio de los judíos durante el Tercer Reich. Porque si algo califica a la solución final no es que fuera desconocida o llevada a la práctica sotto voce (los prebostes nazis, con el Führer a la cabeza, lo advirtieron a voz en grito, por activa y por pasiva), sino que fue gestionada visualmente bajo el régimen retórico del secreto; es decir, bajo la consigna de no dejar rastro o huella fotoquímica a su paso.
La cuestión humana, Nicolas Klotz, 2007
Sobrevivieron testigos, algunos de los cuales nos han legado su elocuente testimonio de la masacre, pero de los Lager de la muerte solo han perdurado cuatro imágenes, de iconicidad a cada cual más precaria, cuyo valor o utilidad explicativa, para más inri, ha sido puesta en cuestión por voces como la de Claude Lanzmann o el citado Wajcman, que estiman que lejos de ayudar, la imagen oblitera(ría) el discernimiento y la comprensión de un acontecimiento categóricamente singular como el Holocausto. Esta manera de ver las cosas (negarse a admitir que todo lo real se subsume en imágenes; postular que es necesario “mirar más allá de la imagen”), que dista de ser la dominante (recuérdese la polémica que enzarzó a George Didi-Huberman con los dos anteriores), no debe confundirse con la tesis de la inefabilidad de la Shoah, con la idea de que este acontecimiento único escapa a la simbolización, de que no es concebible un enunciado capaz de agotar (aqu)el horror absoluto. Como se apreciará, estamos fuera de la órbita del aserto de Adorno quien dijo en 1952 (Crítica, cultura y sociedad) que tras el fuego inextinguible de Birkenau la creación poética es un acto de barbarie. Aunque poco antes (Todesfuge/Fuga de la muerte, 1948), y sobre todo después (Sprachgitter/Rejas del lenguaje, 1959; Die Niemandsrose/La rosa de Nadie, 1963), Paul Celan lo desmintiera en la práctica con rotundidad.
El caso es que, por unas razones y otras, el exterminio nazi de los judíos de Europa se erige en el gran agujero negro del siglo XX (consideración que algunos hacen extensiva a la Historia de la humanidad en su conjunto, y otros relativizan, incluso de forma sensata como Norman Finkelstein), también en lo que hace a su visibilidad. Es así que entre los retos que aun plantea el acontecimiento-enigma del genocidio nazi se cuenta el no menor de su confrontación (definitiva) con las imágenes, preferentemente con las del arte coetáneo de las imágenes en movimiento. Como no podía ser de otra manera, el cine ha tratado el tema del Holocausto, incluso con una insistencia digna de su significación histórica, pero la heterogeneidad de aproximaciones y abordajes ensayados delata que aun no ha dado con la cifra que le haga justicia.
Este volumen centra el foco en dos películas de ese corpus que hacen suya la tesis de la inefabilidad de la Shoah. La cuestión humana (Nikolas Klotz, 2007) y La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), en efecto, son relatos de perfil que encaran el escollo de la representación de ese vacío (de imágenes, de sentido) dejado tras de sí por el genocidio nazi mediante fórmulas de cariz iconoclasta por cuanto eluden la mostración directa de aquella barbarie. Retratos de soslayo no solo porque ambas películas sitúan su respectivas acciones en momentos anacrónicos respecto a esa suerte de escena originaria sumida en Zyklon B (la de Haneke en la Alemania de los Junker que precedió al estallido de la Gran Guerra, la de Klotz en la Europa contemporánea de las grandes corporaciones del capitalismo postindustrial), sino porque, cada cual a su manera, afrontan ese abismo de lo irrepresentable con una serie de soluciones (las fecundas figuras de la omisión) en las que salen a relucir algunas de las prestaciones menos convencionales del dispositivo cinematográfico. Entre otros prolijos avatares, el trabajo de Pablo Ferrando García y Javier Moral Martín desvela que estas tácticas de representación en las que prima lo elíptico y lo sugerido (a saber: las formas de lo no visto) construyen pacientemente un espectador “que piensa en las imágenes que le deniegan”. Hacer pensar en lugar de Hacer ver; cuestión de visibilidad.