EL LLANTO DE LOS AHOGADOS
Manuel Merino
Me
equivocaba, no era locura sino un camino abierto que me ha llevado hacia el
descanso y la palabra perfecta. Ya no me queda nada por hacer, ese ha sido mi
premio y, mi mayor victoria, esta calma tan dulce que ahora me acuna, en la que
yo también soy agua. Fuera del frío y definitivamente apartada de tanto temblor
oscuro porque los miedos más antiguos se borraron conmigo. Floto y vuelo.
Llueve dentro de mí. Mis manos empapadas, por vez primera libres, me recorren
dormidas y entre mis dedos siento cómo se escurren aquellos cuerpos deseados,
extraños, que aún existían en mi memoria lavada sin que yo lo supiera. Otros
ojos me observan pero no me conocen. Ya nada pueden. Detenerme tampoco mientras
me alejo y la distancia es un nuevo presente infinito compuesto por flexibles
minutos de agitados ranúnculos, látigos verdes con flores blancas que a mi
lenta deriva me enganchan por las alas de mis brazos abiertos, hundiéndose
conmigo. Ahora me alimento de pétalos amarillos sumergidos y estambres rotos,
de su roce en mis párpados apenas un segundo sin bordes mientras sigo adelante.
La corriente me guía acercándome a mí, sobresaltando la calma azul de las
libélulas. Sus reflejos esquivos. Elevándolas como yo misma hago sobre mi
sombra que acaricia las losas tan oscuras que duermen más abajo. He roto el
círculo del tiempo y su condena. Mi corona de plomo se ha fundido.
Leonard,
te gustaría esta calma feliz que he tardado una vida en alcanzar. Casi mil años
de lágrimas teniéndola tan cerca. Bastaba un paso más al final del paseo. Una
decisión que quizá fuera mía pero no lo recuerdo. Un instante final que parecía
tu primer abrazo donde se disolvió esa eterna tensión que me guiaba pues aquí,
la memoria, cegada por la luz, tampoco existe. Solo hay sentidos que parecen
filtrar lo esencial, defendiéndome. Escucha por ejemplo, cómo las voces ajenas,
tan dañinas entonces, se van desnudando lentamente en susurros. Ya no son
amenazas sino breves roces de seda humedecida con esa levedad que hace unas
horas tuvo el paso de la piel de tus dedos por la mía, al ajustarme estos
mismos pendientes. Sombra y ceniza.
De alguna
forma estuve equivocaba hace un instante, al escribirte para despedirme
buscando no procurarte ningún daño, no alimentar ningún temor tampoco. Pero
todo cambia siempre demasiado deprisa. Lo sabes bien, y no es locura si ahora
me veo contigo y solo soy silencio porque ya he alcanzado todo lo que buscaba
arando las palabras, combinándolas de un modo siempre inútil para agotarme en
ellas, vaciarme, comprenderme y olvidarme para que no me dolieran más dentro y
finalmente descansar. Ahora es mi tiempo. Esta felicidad es solo mía. Lo
siento, amor, pero no se la debo a nadie porque ni tú mismo habrías podido
ayudarme a elegir el momento perfecto, ni tan siquiera a deslizar en mi
bolsillo este ancla de ópalo que arde en mi costado. Puede que sea el último,
pero ese ha sido el primer regalo que me he hecho como premio a esa larga
espera de brasa que alguna vez fui, como pago por esas olas de frases que veía
caer para volver a ser lo mismo indefinidamente un segundo después, dejando
solo ruido roto a su paso y palabras trenzadas como hileras de insectos
extraviados que ya no me servían. Todo ha tardado mucho pero ahora puedo besar
en paz mi rostro reflejado contra el cielo en la superficie interior del agua.
Al otro lado sé que hay nubes, golondrinas que arañan con su pico sediento mi
perfume que sigue siendo tuyo, al servicio de esa solemne urgencia que lo pinza
y eleva con pretensión de construir con tan poco el centro de su mundo, su
extensión en el tiempo, su silencio de barro. Como alguna vez pretendí yo misma
atravesando para siempre otras nubes iguales con los brazos abiertos como una
red fallida.
Entiéndeme,
no había otra posibilidad, otro descanso, ningún silencio tan necesario y
hermoso como éste que te entrego. Para ello dejo escapar un guante en la
corriente y en él envuelvo los gestos de todo lo que ya no podré escribir ni
tampoco decirte, mañana. Las caricias que a veces te negué por entender que
merecías otra cosa. Otro tipo de vuelo. Lamento tanto no haber sido idéntica a
tu sueño y a cambio te agradezco haber duplicado la esperanza del mío. Ahora
sí. Ya no hay error y la distancia entre nosotros se ha diluido. El agua gotea
sobre mí, yo soy el cubo llenándome de mi cuerpo de lluvia. Soy una gota más y
ya no hay culpa. Con lentitud me transformo en corriente y en el agua no hay
lágrimas, entonces me bebo, me vacío de mí, de lo que acaso he sido en otros.
De lo que solo fui para tus ojos. De tanto que me negué por miedo a ser como
sentía.
Foto sin localizar autoría
Pero es
extraño, no estoy acostumbrada a una calma tan dulce, a tanta somnolencia, a
este vuelo nocturno tan perfecto, a no pesar tampoco. Aunque no, no estoy asustada.
Debo dejarme ir. Es mi deseo. Mis acciones son como esas palabras, diferentes,
iguales, siempre quizá la misma que no se atreve a oírse, mi propio nombre
gritado ahora para siempre bajo el agua. Frases que veo brotar de una fuente
que esconde la voluntad de mis manos tan frías, y que tan poco supieron
entregarme. Hoy en cambio, ha sido en una piedra cualquiera donde he encontrado
la calma más perfecta. Llevaba esperando una eternidad a que mis manos
escribieran sus bordes echándola al bolsillo sin urgencia. Piedra, otra palabra
tan feroz como cualquiera, materia que volverá a hundirse entre otras parecidas
a ella, indiferente a su importancia, eternamente sumergida como una espada
fabulosa o una llave de oro hasta el final de todo. Elevarla ha sido mi último
esfuerzo al otro lado del silencio. Lentamente. Su tacto escurridizo por el
verdín de las crecidas de las últimas tormentas poniendo el punto final a todo
aquello que tan bien conoces. A lo que nunca he podido decirte. Doblegar el
estéril resumen de todo lo que intenté cosechar con palabras.
Todo es
tan raro, Leonard, que a veces creo vivir en un mundo de símbolos. Hace un
momento lo fueron el palillero nuevo que al final deseché por elegir tu pluma.
Era una forma de volver a tocarte. La última. De conectar nuestros tactos antes
de ser agua o río y aire, nunca dolor. Una deriva insomne bajo el frío
definitivo de la corriente quieta. Este día de marzo que también es otoño y
verano y una tenue promesa de primavera que por ellos se niega. Como el mar en
la niebla, ahora arriba y abajo se confunden. Giro. Vuelo de nuevo con los
brazos en cruz. Palpo el liquen a mi paso. Los dedos tan cansados. Verdín bajo
las uñas, nenúfares dormidos. Cierro y abro los ojos. Soy un todo completo que
te nombra. Un vuelco demasiado sereno que imagino perfecto. Una esperanza de
equilibrio finalmente alcanzada. Incluso todo cuanto quise decir sin
conseguirlo y los abrazos dados que, desde que sentí cómo empezaba a flotar sin
hacerlo, también dejaron de dolerme.
Me
gustaría que pudieras sentir esto. Verme ahora con mis ojos cerrados. Estar
dentro de mí como una negación para que no tuviese necesidad alguna de contarte
lo que siento. Como siempre, adoro tu paciencia. Si no te hubieras ido quedando
tan atrás, serías más tú mismo como siempre acostumbras, callado, previsor,
adelantándote a mis necesidades sin parecer hacerlo y así te vería solícito y
amable, apartando ahora las oscuras raíces para evitar que me arañen los labios
como hacen. Despejando mi frente con las palmas abiertas, apenas la punta de
los dedos vacíos, rozando mis cabellos revueltos. Ordenándome. Buscando ese
pendiente que acabo de perder. Pero no te preocupes. Tu voz en mi silencio
repite tu misma frase tantas veces oída, esperada. No pasa nada. Era solo algo
más de todo lo que vieron nuestros ojos. Algo eterno que viajará siempre
conmigo. Gracias por tanto.
Es curioso
pero ahora todo lo siento al mismo tiempo y este instante es aquel iluminado,
cuando te vi por vez primera y también el día de tu regreso y ese otro,
después, en el que supe que viajarías a mi lado para siempre. Hasta ahora
mismo. ¿Lo notas tú también? Esto ya nos ha sucedido antes. Lo sé y elijo
recordarlo. Es un breve camino hacia el descanso que solo yo he sabido
encontrar entre la hojarasca caída sobre el agua y las raíces hundidas de las
zarzas, el nido abandonado del mito y el refugio, tan frágil, del erizo
dormido. Mejor calla, no me preguntes nada. No tengo más respuestas y hace
demasiado que tampoco me escucho. Las usadas no sirven y las nuevas ya no son
necesarias. Viajo de nuevo hacia la costa donde espera mi sombra para darme un
abrazo. Me ha perdonado. La vida es solo eso, amor. De nada valieron hasta
ahora los sueños, las mudanzas, la
construcción de un mundo propio, tan fallida siempre, los libros, los paquetes,
los nudos sobre ellos, el cansancio de mis uñas, los cortes del papel en las
yemas, los borrones de tinta donde nunca hubo anillo, los otros viajes sin
destino, demoledoramente de ida y vuelta, las casas sucesivas que no supieron
serlo, la guerra, los muertos, la guerra, siempre la misma vieja y maldita
guerra. Los muertos, siempre los muertos pesando en nuestra lengua como
piedras. Pero calma, todo coincide ahora en este punto exacto de mis ojos
abiertos pero cerrados por dentro bajo el agua. Ya estás de nuevo aquí, puedo
verte a mi lado. Sentir cómo me entiendes. Darme la mano ahora para llegar más
lejos, como siempre. Eres la primera vocal de todas mis palabras. Lo sabes. Sin
ti no soy ni la ilusión de este silencio que tantas veces soñé que compartía
contigo. Ven. Mi miedo era pensar que todo iba a desaparecer cuando todo
pasara. La belleza también. Pero eso no es posible. Ahora lo sé. He acabado con
todo lo innecesario y tú sigues aquí. Amor, hemos ganado todas las batallas.
Debí atreverme antes. Me acuerdo de tu última mirada. Ya lo sabías. Mis ojos te
lo estaban diciendo. No es una rendición, no lo veas cómo lo harán los otros.
Sabes bien que no podía retrasar más la voluntad de ser cómo siempre sentí.
Perdóname por todo. Tu dolor de no verme por fuera es incompleto. Sabes dónde
buscarme y encontrarme. Por eso y tanto como pasamos juntos, entiende que no he
sabido hacer mejor mi vida, pese a haberlo intentado. Pero eso ya lo sabes y es
inútil gastar el tiempo que no existe en recordártelo.
Piedras río Ouse, Chris Barnham
Escucha. Escucha ahora como resbala el agua por mi frente. Es un beso. La colmilleja que encontramos un día, muerta sobre la arena, bajo el puente, ¿te acuerdas?, la misma que empujé sobre una hoja de sauce flotando en la corriente de abril, dormida por entonces como una pequeña pantera submarina, se ha acercado a mirarme. Me ha contado su historia, su nostalgia de selvas, sus miedos en la noche, su vocación de ave. Me ha dejado un grano de arena en las pestañas. Un planeta perfecto con exagerados continentes y océanos y también ríos donde ella y yo pronunciamos tu nombre envuelto en una lágrima perfecta que nos refleja juntos para siempre. Pero no todo está detenido. Debes saber que la corriente a veces cobra fuerza, parece viento ciego que se ilusiona por demostrarse y lo consigue. Entonces nuevamente soy un giro en mi cuello donde la espuma se retiene para escapar después y deshacerse como un recuerdo imaginado. Todo está bien ahora. Todo sería perfecto si no fuera por esas amenazas que vuelven. ¿No las oyes? Las voces. Nuevamente los viejos gritos y su espanto. Los golpes de los remos en el agua, las zancadas urgentes con las botas de goma que este agua que soy, cubre y desborda, defendiendo mi calma, sin conseguir lograrlo. Afiladas siluetas que desde el puente caen con sus formas borrosas de brazos y dedos extendidos, inquietos, señalándome, para encogerse después hacia sus bocas. Y un instante después, acaso horas más tarde, no podría decirte exactamente porque este día acuático ya es otro, lo que empezó siendo sorpresa en un gesto de espanto, ahora son palos que me empujan urgentes y voltean. Una cuerda que flota y luego se hunde lentamente rozando mi cintura como un pájaro ahogado, y aunque su tacto contra mis párpados no es áspero, las voces sí lo son. Gritos de esparto que buscan organizarse urgentemente de algún modo, enganchándome, consiguiendo que deje de abrazar la sombra sumergida de este puente que tantas veces pronunció mi nombre cuando paseamos juntos. Era verano. Aquí sigue su eco. Nos asomamos al pretil y nuestros reflejos, como ahora, casi se besan en el fondo oscuro de tanta calma oscura compartida donde una golondrina bebía también entonces con urgencia.
Pero las
manos, siempre ellas, nuevamente las manos de los otros me agarran ahora con
esfuerzo estando ya curada. La ropa pesa tanto como solo es posible en otro
cuerpo ajeno. La palabra piedra me ayuda pero la derrota a veces también pierde
y alguien pronuncia varias veces la ilusión de mi nombre y tu apellido. Calla.
No te han visto, sigue aquí debajo, escapa, sálvate amor, suéltame la mano y
sigue volando en la corriente de este beso tan suave. Has conseguido encontrar
mi pendiente. Te amo tanto. Llévatelo apresado como lo tienes entre tus dedos
lentos por si en adelante necesitas sentir lo que no pude ser. Descansa ahora
de mí y no te preocupes por lo que quizá digan, creen que les sobra tiempo y
por eso lo gastan, volverán a hacerlo cuestionando lo nuestro. Me quitarán la
piedra, la tirarán con asco a la corriente que saltará en pedazos como un
vidrio roto por la metralla y a su llamada fría, nacerá la palabra que me
imponen buscando definirme. Loca, repiten. Muy pronto vendrán nuevos curiosos a
revolver lo que no existe procurándote una tristeza innecesaria, otra cicatriz
con la forma de mi huida en el centro exacto de tu cuerpo, pero piensa que ya
no pueden hacernos nada malo sus equivocaciones, y las nuestras, lo sabes bien,
nunca lo fueron.
Ahora te
llamarán a casa, puede incluso que alguien se acerque a la carrera llevándote
la noticia encharcada de lo que ya sabías. Acaso me buscabas desde que leíste
mi otra carta, nervioso, vencido, gritando triste mi nombre en el jardín. Pero
no corras. En este tiempo abierto y desdoblado ya no hay prisas. Mira las
burbujas que forman nuestros nombres trenzados, cómo escribe mi pie descalzo tu
nombre sobre el lodo de la orilla. Se han dado cuenta ellos, los
bienintencionados que lo gritan nombrándome cuando apenas aparece el cuerpo,
ese objeto erróneo que todo lo confunde. Nada más ver el borde revuelto de mi
cara salpicada de golpe por tantas incomprensibles tristezas al sacarme del
agua, al apartarme el pelo de los ojos, abiertos y borrosos, empapados de tanto
llanto hundido, su única defensa cuando las palabras o los gestos no sirven.
Lágrimas que no pueden salvarnos de los otros y con ellas, todo,
definitivamente todo, hasta esta simple felicidad que parecía ser eterna, de
una manera absurda se detiene.