LOS ODIOSOS OCHO
(THE HATEFUL EIGHT, QUENTIN TARANTINO, 2015)
MISS AMÉRICA
POR MARIEL MANRIQUE
Un Cristo de
madera, cubierto de nieve y martirizado en una cruz hundida en un lugar perdido
de la llanura de Wyoming, abre la última película de Tarantino. Recuerda al
Cristo de The Big Red One (Uno Rojo, división de choque -1980),
aquella película de Sam Fuller en la que un hombre mata a otro, dos veces, sin
saber, en ambos casos, que las guerras en las que luchó acaban de terminar. No
hay redención después de la violencia, como prometió Cristo, ni guerra que se
acabe a la hora oficial de su terminación. Ni en la película de Fuller ni en la
de Tarantino ni en el mundo.
Por eso los
monumentos deberían ser dobles y la Estatua de la Libertad debería codearse con
una Daisy Domergue (ladrona y asesina, ex fugitiva de la ley camino al cadalso
de Red Rock) de su mismo tamaño, haciendo la mímica de la horca que la espera,
como un clown o una atracción de
feria, sobre un pedestal de piedra y con la cara molida a palos, como en el
interior de la posada de The Hateful
Eight. En ella, tanto como en esa estatua que, desde su emplazamiento en
1886 frente a Ellis Island, fue la primera imagen que vieron los inmigrantes
europeos llegados a la tierra prometida, se resume el discurso acerca del
estado de la Unión.
En un relato
clásico, rodado como un western de
cámara, Tarantino pone en primer plano su obsesión recurrente, ese gran tema de
fondo que, como una sombra, atraviesa toda su filmografía: la opresión del más
débil (mujer, judío o negro) y la venganza del oprimido como continuación de la
guerra por otros medios.
La elección del
“glorioso Ultra Panavisión 70”, un formato visual en extinción de excepcional
amplitud de encuadre, prometía una sucesión encadenada de grandes angulares,
que hiciera honor al paisaje helado que rodea a los ocho protagonistas del
filme (como de costumbre, el casting funciona
y se organiza en forma horizontal, si retiramos una sola pieza se cae la
torre); pero el paisaje está allí solo como una pista, para ser surcado por una diligencia filosa como un patín en
la que viajan cuatro de los personajes, conducidos por un cochero-Caronte de
sombrero con borlas (la planicie nevada bien podría ser una inmensa Laguna
Estigia, que los viajeros cruzan sin saber que ya están muertos), y una amenaza, bajo la forma del viento
huracanado que se empecina en derribar la puerta de la posada en la que se
detienen mientras un temporal sopla en la nuca, esa “tienda de Minnie
Haberdashery” en medio de la nada donde se han refugiado los otros cuatro que
completarán el octeto del título.
Tarantino
extrema el recurso del confinamiento al espacio cerrado ya utilizado en Reservoir Dogs (Perros de la calle, 1992) y hace de la diligencia y la posada algo
así como los asientos delanteros de automóvil o las mesas de bar donde se domicilian
sus figuras (básicos contornos de superficies coloridas y unidimensionales, es
decir, cromos o figuritas): lugares de paso, literales medios de transporte,
cubos o cajas que transitoriamente pisan seres sin arraigo, tan lisos y planos
como para funcionar de maravillas en un cómic, como muñequitos de memorabilia o
estampas en una camiseta, portavoces icónicos, e irónicos, de diálogos apasionados
sobre trivialidades. Los pequeños temas (las metáforas peneanas según Madonna
en Like a virgin y la naturaleza y el
merecimiento de la propina en Reservoir
Dogs, o la denominación francesa de la hamburguesa de cuarto de libra en Pulp Fiction) se ontologizan; las
historias destinadas a narrar y persuadir se memorizan como parlamentos, en una
terraza y a escondidas, con un DJ como
coach (lo que importa es el cómo y el
poder del detalle para el policía infiltrado que ensaya y recita su falso
relato en Reservoir Dogs); y se
ridiculizan los grandes temas (lo único que le falta a la supuesta carta de
Lincoln dirigida a Marquis Warren, en The
Hateful Eight, es que todos los personajes se la pasen olímpicamente por el
culo).
El guion podría
funcionar como una pieza de teatro (de hecho, sus protagonistas se subieron a
las tablas para una función semi-montada) pero la película no es teatro
filmado. El uso sutil y consciente de la profundidad de campo, aun en espacios
tan reducidos como el interior de una diligencia y tan cerrados al mundo
exterior como la tienda de Minnie, permite leerla como un libro infantil
troquelado, con el encanto de una narración a la luz de la vela para niños que
se regocijan tachando indiecitos.
Porque el bodycount siempre está a tope: nadie
saldrá vivo de aquí, tal como sucedía en el depósito abandonado de Reservoir Dogs, y a nadie lo inmuta el
contador de muertos, porque el cine de Tarantino es super acción administrada como
una droga dura (después de un muerto pedimos otro) –cine de verbos, con diálogos al paso como un
runrún– y super acción en estado puro, sin nada de épica ni melodrama. Recordemos
que, en Pulp Fiction (Tiempos violentos, 1994), el reloj que
constituía una reliquia familiar había atravesado la guerra, a buen resguardo,
en un culo con charreteras).
Lo interesante
es el objeto homicida, que adquiere por derecho propio el estatuto de un
personaje más, como la katana Hattori Hanzō de Beatrix Kiddo en el derrotero
sangriento de Kill Bill (Vol. 1 y 2)
o el Dodge Challenger blanco, modelo ‘70, de las chicas salvajes de Death Proof (A prueba de muerte, 2007), idéntico al de Vanishing Point (Punto
límite: cero, Richard Sarafian, 1971); cuanto más eficiente y rotundo sea
ese objeto justiciero, más grande o más mortífero, mejor, tal como ilustra en Pulp Fiction la búsqueda desesperada,
por parte de Butch Coolidge, de un arma que rescate a Marsellus Wallace de una
sesión de tortura sado-maso, en la que pasa del bate de béisbol al martillo y
de la motosierra a la espada samurái. O, más bien, los objetos son lo
interesante, tout court.
Es porque los
objetos pesan y se agencian su parcela, y tienen la densidad y la temperatura
que se les niega a los personajes en origen pero se les restituye mediante sus
atributos (esos mismos objetos, que uno ya no puede imaginar sin representarse
al personaje que los porta como una contraseña o una prótesis) que de la posada
de Minnie emana una calidez semejante a la de la cabaña de The Searchers (Centauros del
desierto, John Ford, 1956). Abrigos de pieles, mantas, cacharros, botas, cucharas
y tazones, todo remite a ese primitivo confort americano del lejano Oeste. La
trivia-Tarantino no solo está hecha de una autorreferencialidad insular; se
abre y se conecta con todo el cuerpo del cine, sus sensaciones incluidas.
Marquis Warren,
ex combatiente de la Unión, es el mismo Samuel L. Jackson que encarnó a Jules
Winnfield en Pulp Fiction. Como a
Jules, que citaba a Ezequiel 25:17 (“bendito aquel que por caridad y buena
voluntad es pastor del débil en las sombras, pues él guarda a su hermano y
encuentra a los niños perdidos”) antes de gatillar (“recito esta mierda cada
vez que me cargo a alguien”), no hay transición que lo purifique.
Daisy Domergue
remite a la Carrie de De Palma (Carrie,
Brian De Palma, 1976), con fragmentos ad-hoc del soundtrack original del mítico Morricone pero en versión reloaded: del balde de sangre con sabor
menstrual vaciado en la cabeza y el incendio de la casa represiva consagrada al
delirio místico materno pasamos a un rostro amoratado a golpes, cubierto de
sangre, mugre y vómito, que resiste y persiste en su insulto obstinado: “Nigger, nigger, nigger!”. Daisy no
escarmienta. Parece poseída. Es que no solo lleva adentro a Carrie sino también
a la pequeña Regan, aquella que hablaba en lenguas muertas, escupía baba verde
y giraba el cráneo como un molinete, antes del exorcismo (en la película suena
“Regan’s theme”, escrita por Morricone para Exorcist
II: The Heretic –Exorcista II: El
Hereje, John Boorman, 1977). Daisy es la inocente que ya está de vuelta.
Quisieras abrazarla, pero te aterraría tenerla como amiga.
Ya sabemos que,
en Tarantino, la venganza tiene cara de mujer. De Beatrix Kiddo apuñalando a
Vernita Green en su propia casa, rebanándole la tapa de los sesos a O-Ren Ishii
en un jardín lunar y entre copos de nieve ‒al compás de Santa Esmeralda‒,
mutilando en un restaurant a cientos de clonados seguidores de Gogo Yubari, la
temible colegiala que agita como un lazo de cowboy una bola de hierro
monstruosa; de Cherry Darling, la stripper de Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007, en doble programa grindhouse con Death Proof), con su pierna amputada reemplazada por una
prótesis-ametralladora; y de las chicas de Death
Proof (incluida Zoe Bell, la gloriosa doble de cuerpo, que pasa de doble a
primera para nuestro deleite), en la persecución frenética y caza impiadosa de Stuntman Mike, el macho violento que le
calza como un buen traje arrugado a ese macho inoxidable que es Kurt Russell,
al que ya, aun ya caído, le revientan la cabeza a pisotones.
Las chicas
Tarantino se cargan a una banda entera, cuando no son ellas mismas las jefas de
la banda. Como Daisy, descoyuntada pero cerebro (intacto) de la organización
que acaba copando la tienda de Minnie. Las chicas Tarantino saben de lo que son
capaces: ordalías de sangre y balsámicos instantes de ternura. Como Daisy, capaz
de envenenar a su cazarrecompensas (John “The Hangman” Ruth, otra vez Kurt
Russell, tan bien añejado), con quien convive esposada, y de cantar como una
niña la balada folk Jim Jones at Botany
Bay (la historia de un convicto inglés que sueña con escapar de la prisión
australiana de Botany Bay, a la que se enviaba a los convictos ingleses desde
1788) y agregarle a su cover una coda
suicida, en la que sueña con librarse de “The Hangman” y escapar a México. Daisy
es la heroína tarantiniana terminal, degradada e irredenta. La última y auténtica
Miss América, el negativo exacto de la primera, aquella cándida y levemente
estúpida Margaret Gorman que, en 1922, esperaba en la costa de Atlantic City a
su Neptuno.
Daisy reina en
una corte de escorados, de erosionados por el paso del tiempo. Como Jackie y
Max en Jackie Brown (Jackie Brown, 1997, basada en la novela Rum Plunch, del venerado Elmore Leonard), los refugiados
en la tienda de Minnie parecen espectros, como personajes y como actores. Jackie Brown recuperaba a Pam Grier,
antigua reina del blaxploitation, con
cierto sobrepeso y una belleza al límite (¿no era imponente su perfil de cuerpo
entero en una cinta transportadora de aeropuerto, en los títulos de crédito
iniciales de la película?), y a Robert Forster, fugaz estrella de la TV
americana de principios de los ‘70. La mayoría de los hateful 8 son habitués de la posada Tarantino pero tienen marcas,
llevan cicatrices, envejecieron a medida que pasaban sus películas. También Jackie Brown era una película de objetos,
imbuidos de una nostalgia retro: vinilos
y tocadiscos, pipas de agua para fumar marihuana.
No hablaremos de
perdedores, porque Tarantino acuñó su propia y fantástica fórmula de definición
del winner/loser, anclada en la
naturaleza y el efectivo cumplimiento de las propias ambiciones. Dice Melanie
(Bridget Fonda), en bikini y shortcitos sempiternos, en Jackie Brown: “si mi única ambición es ver tele y fumar porros, y
me la paso fumando porros y viendo tele, entonces no soy una fracasada”.
Tampoco hablaremos de moral, porque la costumbre de cargarse al prójimo no es
algo sobre lo que Tarantino se proponga pontificar ni dar o buscar
explicaciones: es un dato, simplemente, es.
Ya Vic Vega
(a.k.a.) Mr. Blonde subía el volumen de la radio y se marcaba unos pasitos de Stuck in the Middle with You, de los
setenteros Stealers Wheel, mientras le tajeaba el rostro al inocente policía
secuestrado en Reservoir Dogs, y
remataba la faena arrancándole una oreja, mientras la canción seguía sonando.
¿Alguien puede escuchar esta canción sin recordar esa escena de tortura? Es
como preguntar si alguien puede meterse tranquilo al mar después de Tiburón, o ducharse tranquilo después de
Psicosis. Es el cine imbricado con
nuestra vida cotidiana en su mejor forma (la cultura popular) y su modesto
alcance (sonar como un cucú cuando abrimos la ducha o estamos por meter la
patita en el agua). No será la revolución que soñaron las vanguardias, pero al
menos es ALGO.
Y si de “arte
crítico” se trata, ¿no será The Hateful
Eight, una película situada un poco después de la Guerra de Secesión
(1861-1865) y escrita poco antes de la Masacre de Charleston (2015), la película
en la que, al final del día, Tarantino, el mismo que puso en manos de las
minorías oprimidas las más extravagantes armas de venganza, para que se leyera
sin tapujos la enormidad de su opresión, clava, como en Django unchained (Django
desencadenado, 2012) pero sin happy
end, su última estaca en tierra propia, la América del tráfico de esclavos,
pecado original y trauma de la nación?
“La bandera de
la Confederación”, declaró Tarantino, “es la esvástica estadounidense”. No se
limitó a decirlo. Lo filmó. Es el relato envenenado de Marquis Warren (que
masacró a un contingente de indios) a Sandy Smithers, el viejo, postrado y orgulloso
general confederado interpretado por Bruce Dern (que masacró a un batallón de
negros), el relato de la interminable felación a la que Warren obligó al hijo
de Smithers, desnudo y blanquísimo y en cuatro patas, sosteniéndole la cabeza
hasta sofocarlo con su tremendo falo afroamericano. Verdadero o falso, ese
relato “hace” imágenes y es la revancha, la eterna revancha de todos los negros
esclavizados y cosificados por la raza blanca (la excitación morbosa en el
“gabinete” sado-maso de Pulp Fiction
era, en definitiva, puras e irreprimibles ganas de culearse a un negro).
Es aquí cuando la
película toca el nervio de lo real, o conecta con el zeitgeist, y traza el
arco que va de un Tarantino niño que llega con su madre desde Tennessee a South
Bay (Los Angeles) en 1965, poco después de los seis días de brutalidad policial
contra la población negra conocidos como “los disturbios de Watts”, y un
Tarantino adulto que ve cómo la policía asesina, el 9 de agosto de 2014, a un
adolescente negro de 18 años, en Missouri, o cómo un muchacho envuelto en la
bandera de la Confederación liquida, el 17 de junio de 2015, en Carolina del
Sur, a tres hombres, cinco mujeres y el pastor de la iglesia metodista africana
de Charleston, la congregación religiosa negra más antigua al sur de Baltimore.
Es el arco que
va de Reservoir Dogs a The Hateful Eight, con estas dos
películas como extremos en directa conexión. En ninguna de ellas hay un villano
(un Bill, un Hans Landa, un Calvin Candie). Pero encierren a un puñado de tipos
en un pequeño espacio y dejen que den rienda suelta a sus prejuicios y
rencores. Y vean qué pasa. En la posada de Minnie hay una línea divisoria
clarísima entre el Norte abolicionista y el Sur esclavista de la Guerra de
Secesión. “¿Durante cuánto tiempo tendremos que soportar, en los parques, las
estatuas en honor a Bedford Forrest (general confederado y Gran Mago del Ku
Klux Klan)?”, se ha preguntado Tarantino.
En la posada de
Minnie, flota la pregunta del millón: ¿cómo vivir juntos? La camaradería es
aparente, no se puede confiar en nadie, en la posada de Minnie. Ni en la propia
Minnie, que desprecia a Bob, que ni siquiera tiene apellido y es mejicano
(suena el trumpismo: “no entrarán más mejicanos a América, los mejicanos se
pagarán su propio muro”). Transcurrida una hora y cuarenta de película, empieza
el festival caníbal. Flota el olor pesado de la desconfianza (el mismo olor de
los caucus, las primarias, las calles enteras de los frustrados de la Unión: “el
Estado nos quitará las armas; los inmigrantes, el trabajo; cobijaremos
terroristas”). Flota “La Cosa”, que asedia a los confinados mientras afuera
arrecia un temporal bíblico, al compás de fragmentos musicales inéditos de “La
Cosa” (The Thing, John Carpenter,
1982), cedidos por Morricone. Como en y con “La Cosa”, ya no estamos seguros de
quién es humano.
Ansiedad.
Paranoia. Del “sueño americano” a la malaise,
de la malaise a la pesadilla
americana (“el sueño americano se nos fue de las manos”). Suena “Now you’re all
alone”, de David Hess, suena como sonaba en 1972 en Last House on the Left (La
última casa a la izquierda, el clásico de terror de Wes Craven). Como en la
peli de Craven, ya no se pueden aceptar invitaciones de desconocidos. Quién
sabe qué y quiénes te esperan, en la última casa a la izquierda, en la última
casa. Al final, suena Roy
Orbison y canta “There won’t be many coming home”. No, no habrá muchos
que vuelvan a casa, si es que la tienen (pocos tienen casa en las pelis de
Tarantino y, si la tienen, casi ninguno vuelve a ella, casi ninguno llega vivo
al final de la película).
El fin de la
esclavitud tuvo, en América, un Cristo llamado Lincoln. Para Oswald Mobray, el
refinado verdugo británico encarnado por Tim Roth en The Hateful Eight, la clave de la eficacia del verdugo, ese hombre
que acciona la palanca y te quiebra el cuello, es ser un hombre desapasionado.
Para que realmente haya justicia, no tiene que haber pasión. Mobray es el
hombre que espera a Daisy Domergue en Red Rock, al final del camino. “Tenemos
todavía un largo camino por delante, pero llegaremos allí, de la mano”, escribe
Lincoln en la carta que guarda Marquis Warren. ¿Allí? ¿Dónde? Allí es, con
suerte, Red Rock. Porque antes, si no hay suerte, está la posada de Minnie. Ese
lugar catártico donde todos están enfrentados entre sí, excepto sobre una cosa,
sobre esa única mujer que es una cosa, Daisy-el-cuerpo-de-América, la cosa en
disputa a la que a todos les gusta pegar, colgada antes de tiempo por un confederado
y un abolicionista, en el aire y esposada todavía, es decir, de la mano, con el
brazo amputado de John Ruth, su cazarrecompensas.