Saraband, Ingmar Bergman, 2002
Se necesita toda una vida
para poder tocar las zarabandas
Ingmar Bergman
En 2002, por última vez, Ingmar Bergman recogió la huella de la luz sobre el rostro de Liv Ullmann. Ambos sabían, sin el menor género de duda, que aquel era el último plano, el cierre definitivo sobre el que se proyectaría el sentido de toda una vida, de toda una filmografía. El fundido a negro sobre el que se cierra Saraband es el umbral total de una de las escrituras más portentosas de todos los tiempos, y a la vez, es la aceptación descarnada de un límite. No es de extrañar que la última pieza que suene en la cinta sea el BWV 1117 de Bach, también conocido como Alle Menschen mussen sterben, esto es, Todos los hombres deben morir.
Bergman siempre ha estado alineado con los hombres desesperados esbozados por Nietzsche en el cuarto libro del Zaratustra (1985: 215-218). Son lo suficientemente lúcidos como para no caer en la trampa de creerse en la verdad absoluta, pero al mismo tiempo, en lugar de celebrar el abismo y la pasión creadora de la vida –sueño, después de todo, del propio filósofo alemán–, se posicionan con precisión en el umbral mismo de la desesperación. Umbral (fundido en negro) tomado en su significado estricto: línea que corta el espacio, línea que divide la estancia ya experimentada (la estancia de la memoria en la que quedan los amigos, las cenas, las películas, los libros, los cuerpos, las eyaculaciones) y la estancia desconocida (de la que nada puede decirse, propiamente, si no es atravesado por la desesperación que nos arroja al cinismo o a la fe –y vale decir, de nuevo, no es casualidad que Johan (Erland Josephson), en la escena cuarta de Saraband, lea muy precisamente O lo uno o lo otro de Kierkegaard. Volveremos a esta idea al final del texto.
De la muerte y de su intención –de la fenomenología de la intuición de la muerte, si es que tal cosa puede decirse– lo aprendí casi todo la primera vez que vi Saraband en cine y, tras el último plano, llegó el fundido a negro y la sucesión de títulos de crédito. Fenomenología en sentido estricto: el tacto de la butaca sobre la palma de las manos, el propio olor de mi cuerpo encendido en pánico, el silencio casi desesperado de los (pocos) espectadores, y también, por qué no decirlo, las lágrimas. La tonalidad concreta del órgano que se imponía en el impecable sistema de sonido de la sala. La luz verde del cartel de la salida de emergencia (...)
Escritura fílmica para un rostro que llora:
Saraband, de Ingmar Bergman
Saraband, de Ingmar Bergman
Aarón Rodríguez Serrano en Lágrimas 1