EN PRIMERA PLANA
(SPOTLIGHT, TOM McCARTHY, 2015)
NADIE VESTÍA DE AZUL
POR MARIEL MANRIQUE
El amor se
anuncia; el daño, no. El daño trabaja silenciosamente y no libera mariposas en
el estómago, sino arcadas y vómitos cuando es reconocido. El amor lanza
bengalas y hace señas; el daño cava sus túneles horrendos con cara de protector
y confidente. A los niños dañados los sujeta, con la soga del miedo y la culpa.
A los padres de los niños dañados los engaña, con su uniforme de las buenas
costumbres. Un uniforme tan ubicuo y naturalizado que, en el mejor de los
casos, los padres de las víctimas ni siquiera se enteran de que el daño estuvo
allí.
Cuando Ilsa
pregunta a Rick en Casablanca si
recuerda la última vez que se encontraron, durante la ocupación alemana en
París, Rick asiente y la mira a los ojos. “Los alemanes vestían de gris y tú,
de azul”. Ilsa era una señal y un anuncio. Los alemanes se mimetizaban con los
topos, homogéneos y apostados en todas partes. Lo que está en todas partes se
ve menos que lo que está en un único lugar. La cantidad se apodera del paisaje,
lo controla y termina convirtiéndose en el paisaje mismo. ¿A partir de qué
número hay una regla que devora el paisaje
y cómo se reconoce una excepción en
un paisaje devorado por la regla? ¿La excepción va de azul, como iba Ilsa en el
París sin colores de la bota alemana, o puede también elegir el gris, pero un
gris de otra naturaleza? No todos los grises son iguales.
El clero es gris
pese a su pompa y su boato; los maestros del dogma y el abuso detestan el
estallido de color, del mismo modo que el fascista adora el realismo, que sella
las vías de fuga. Nada más triste que el “arte” totalitario, porque el
totalitarismo no necesita artistas sino ventrílocuos. La represión exige formas
rituales, figuras reconocibles. ¿Alguien conoce un Cristo abstracto? Un Cristo
sin barba, clavos ni cruz no se “entendería”. La represión, además, le teme a
la abstracción, porque no está anclada en un sentido y pulveriza la lógica
binaria. No hay textos religiosos ni decretos oficiales con planos puros de color
o figuras geométricas vacías: hay que llenarlo todo, designar, amoblar, armar
listas y dejar constancia. Paradójicamente, a la represión la pierde su pasión,
que es el archivo. El archivo es el insumo de la investigación.
Hay una doble
paradoja en Spotlight (En primera plana, Tom McCarthy, 2015),
la historia de un grupo de periodistas del diario The Boston Globe (el grupo “Spotlight”), que en 2001 comenzó a
investigar el encubrimiento por parte de la arquidiocésis de Boston de casos de
pederastia. La primera paradoja es que la excepción (que es el propio grupo Spotlight y la película que lo tiene
como objeto, porque el tema de Spotlight
no es la pederastia sino el método de investigación periodística del caso) es
gris como la regla (la conducta sexual aberrante en el ámbito religioso, frente
a la que se que pasa de la teoría de las “manzanas podridas del cajón” a la
comprobación de la existencia de un sistema
que prohíja y encubre el abuso sexual infantil, tal como sus propios
protagonistas lo han dejado consignado en las listas que evidencian el traslado
a distintas parroquias y las “licencias por enfermedad” de los sacerdote
implicados). No es el gris de lo que domina el paisaje al punto de que este
último pasa desapercibido. Es el gris de la tarea cotidiana, repetida sin
ornamentos y ejecutada sin vanidades ni estridencias.
En una
entrevista a The New York Times el 6
de noviembre de 2015, la vestuarista de Spotlight
(Wendy Chuck) comentó: “Si conseguí hacerme invisible, logré lo que quería”. Los
periodistas del Globe bostoniano no
piensan en lo que se ponen porque es irrelevante para su labor, o les haría
perder tiempo. Visten ropa común y corriente, “muy difícil de encontrar”, añade
Wendy Chuck, “porque toda la ropa es a la moda y de temporada”. Camisas
celestes, pantalones caquis, zapatos marrones: la ropa como “non-factor”, como
gran decepción para los fans de la sensualidad de Rachel McAdams ‒que llegaron
a pedir en las redes, al conocer imágenes de la filmación, que no le pusieran
ropa que le quedara tan grande.
La segunda
paradoja es que solo mediante un procedimiento gris -tedioso, lento, “apagado”-
se llega al chispazo de la revelación, hecho de sobrios descubrimientos en cadena,
que ocupará finalmente la portada del diario y conmoverá a la archicatólica
ciudad. En efecto, la virtud de Spotlight
reside en su aparente pecado: no es glamorosa sino seca y de tono bajo, y por
momentos parece aburrida como un telefilme de sábado a la tarde. No hay
villanos, mártires, héroes o desquiciados, sino gente que sencillamente hace su
tarea. No están los cruzados de All the
President’s Men (“Todos los hombres del presidente”, Alan Pakula, 1976) ni
el fotoperiodista perverso de Nightcrawler
(“Primicia mortal”, Dan Gilroy, 2014).
Es un “newsroom drama” y sin embargo hay un
equipo en el que nadie se desmarca ni prevalece, sin importar la jerarquía de
su cargo (reporteros, editores o editor en jefe). La horizontalidad alcanza a
las “fuentes” de la investigación (abogados y víctimas), entre las que no
brilla ni se distingue una “Garganta Profunda”. Una falta de espectacularidad acentuada
por el hecho de que no sabemos nada de la vida privada de los periodistas
(apenas vestigios, puestos estrictamente en relación con su trabajo) y no hay
un solo flashback que ponga en escena
el padecimiento de las víctimas, que nos llega solo a través de sus palabras.
Como el
periodismo de ley, Spotlight coloca
su peso en el lenguaje. ¿Y esto es cine? Sí. Cine que filma a gente que narra
sus tormentos, gente que cambia de tema para evadir hablar del tormento que ha infligido,
gente que se niega a enfrentar al verdugo, gente que entrevista y toma nota de
lo que se ha dicho, de lo que se ha omitido decir y de lo que se ha negado, gente
que busca y lee documentos, registros y expedientes para armar el rompecabezas
de un sistema. “Muéstrenme que esto es sistémico”, pide Marty Baron, el nuevo
editor en jefe que ha desembarcado en el diario, a quien no le interesa la nota
de color ni el caso aislado, sino la descripción de un engranaje.
La superficie de
ese engranaje ya había estado a la vista del grupo Spotlight ocho años antes, en 1993, al recibir de manos de una
organización de defensa de los derechos de las víctimas una lista de veinte
curas pedófilos y publicar al respecto en el diario solo una módica columna en
la sección “Ciudad”, sin profundizar la investigación ni volver sobre el tema.
“¿Por qué no lo hicieron?”, pregunta Baron. La respuesta es: “Se nos pasó”. Spotlight no es solo una película sobre
gente que investiga, sino sobre cómo puede perderse de vista la gravedad del
tema que debe investigarse y la distancia crítica necesaria para detectarlo.
No es casual que
el “ojo crítico” que pone en movimiento la pesquisa sea el de los “extranjeros”
frente al Boston Globe: Marty Baron, el
recién llegado editor en jefe; Mitchell Garabedian, el abogado defensor que no
transa por dinero (encarnado, en breves y letales dosis, por Stanley Tucci); y
Phil Saviano, el líder de la organización que asiste a las víctimas. No es
casual que en uno corra sangre judía y en el otro, armenia; y que en el último
anide, como en los dos anteriores, la conciencia de un daño grupal.
Spotlight está atravesada, también, por
la relación “material” con el lugar de trabajo, esa redacción con sus pasillos,
escritorios, sillas, percheros y cestos, sofás, cuadernos y pilas de papeles,
bolígrafos, archivos y teléfonos. En 2001, el uso de Internet aún no era masivo
y la información, literalmente, “pesaba”. Ante el actual flujo continuo de
noticias on-line y más allá de la
visión romántico-sensorial del soporte en papel y las posturas nostálgicas, la
secuencia “adrenalínica” del filme (que muestra la impresión a toda velocidad
de los miles de ejemplares del diario que llevarán la noticia en tapa como
principal titular, la forma en la que esos ejemplares son apilados y atados
manualmente con premura, y la salida a la madrugada de los camiones que los
distribuirán para que la noticia estalle al amanecer) permite preguntarse si
ese peso material y esa jerarquización de la información no refuerza acaso, en
el receptor, la percepción de su sentido y de su alcance.
Como sea, el
sabor “analógico” de Spotlight no
inhibe la certeza de que, para el productor de la información, ese soporte es solo un medio y lo que debe imponerse,
finalmente, son los principios del oficio. Agotar las fuentes, sumergirse en
los archivos y exprimir las pruebas de la realidad hasta que suelten las
verdades más atroces. Mirar hasta ver. Como afirma el abogado intransigente de
las víctimas: “Hace falta una ciudad para criar a un niño, y también para
abusar de él” (es decir, para no ver, o simular no ver, lo que pasa). Y mirar,
hasta ver, en soledad. Cuando el cardenal Bernard Law enfrenta a Marty Baron
con sonrisa meliflua y lo invita a pactar, con el eufemismo “la ciudad florece
cuando sus grandes instituciones trabajan juntas”, Baron responde sin dudar:
“preferimos hacerlo solos”. Léase: “somos independientes”. Que a cada palabra,
como a cada paisaje y cada tela, le sea dado su color. Esa respuesta es azul.
Azul.