[Este texto se incluye como complemento en el libro Libertad dirigida. Una gramática del análisis y diseño de videojuegos, en él se aplican gran parte de los conceptos y las lógicas de análisis desarrollados en sus páginas]
«Are you sure the only you is you?»: lo
siniestro y la impotencia en P.T. y Silent Hills
Víctor
Navarro Remesal y Shaila García Catalán
Sin
saber cómo, me encontraba siempre paseando por delante de la casa vacía […] un
día que volvía de dar un paseo por la tarde, al pasar por delante de la casa
vacía noté que la puerta estaba medio abierta; entré»
E.
T. A. Hoffmann, La casa vacía, 1817
Watch out. The gap in the door... it's
a separate reality.
The only me is me. Are you sure the
only you is you?
P.T.
(texto
introductorio)
1.
P.T., caballo de Troya de Silent Hill
El
12 de agosto de 2014, Sony desveló en la Gamescom de Colonia un misterioso juego
de terror para PlayStation 4 llamado, simplemente, P.T. Hasta aquel momento nadie había oído hablar de él ni de su
desarrollador, 7780s Studio. Ese mismo día se publicó una demo de P.T. en la tienda virtual de Sony,
PlayStation Store, en la que el jugador recorre un pasillo en forma de L que se
repite en un bucle indefinido resolviendo puzles
cada vez más crípticos. Es un recorrido que está en el borde de lo
inexplicable. La atmósfera de terror no permite la huida, sólo hay trayecto
hacia delante, y el jugador queda obligado a tratar de darle explicación,
movido por el miedo y, a la vez, por el deseo de saber o por las ganas de huir.
Pero no hay huida posible, nunca vemos el exterior de la casa. La resolución es
otra: tras superar el último bucle, el jugador es recompensado con un tráiler
cinemático que descubre el enigma de la obra: las siglas P.T. significaban Playable
Teaser (teaser jugable) y P.T.
era en realidad una pieza creada para anunciar el lanzamiento de Silent Hills, una nueva entrega de la saga
que se inició en 1999 con Silent Hill
(Konami, 1999) y que había de dirigir Hideo Kojima con la participación del
cineasta Guillermo del Toro. Casi un año más tarde, y tras diversos problemas
entre Kojima y Konami, el desarrollo de Silent Hills fue cancelado y P.T.,
retirado de la tienda digital.
P.T. era, por tanto, una
obra con autonomía propia y no un fragmento del cancelado Silent Hills, y esta autonomía se acrecenta ahora con la
desaparición del juego que anunciaba. El misterio que contiene P.T. es doble: por el lado
extradiegético, funciona como artefacto que anunciaba una segunda producción
que nunca existirá; por el lado diegético, ofrece una ludonarrativa fragmentada
con sentido (o, al menos, apariencia de sentido) en sí misma. En este segundo frente,
¿qué promete P.T. al jugador? Ante
todo: desorientación y atmósfera. A pesar de que se erige en un momento después
como teaser, no anuncia ni adelanta
sino que perturba. El jugador se encuentra guiado por un laberinto
unidireccional pero íntimamente perturbado por una atmósfera que reúne el
terror de lo siniestro y la fealdad de lo grotesco. Quizás la estrategia
publicitaria del teaser se resolvía
en el revuelo que causó entre los jugadores, quienes buscaron compartir pistas
y contar a otros la angustia de la experiencia para salir de la soledad a la
que el juego les había encaramado.
P.T. es un juego de
terror en primera persona en el que el jugador tiene un control limitado
(desplazarse, mirar y usar un pequeño zoom
para enfocar la atención), con reminiscencias a obras contemporáneas de
terror como Amnesia: The Dark Descent
(Frictional Games, 2010). Aunque la perspectiva es una ruptura respecto a los
demás Silent Hill —que casi siempre
han utilizado la cámara en tercera persona— y la ambientación ficcional no da
pistas obvias de su relación con la saga, en retrospectiva es fácil comprobar
que P.T. contiene, sin lugar a dudas,
las claves ludonarrativas de ésta.
El
bucle a través del pasillo se modifica en un crescendo de fenómenos paranormales que desdibujan la línea entre
realidad y delirio. Los espacios se deforman, lo macabro invade lo cotidiano,
todo adquiere un asfixiante aire pesadillesco. La escasa iluminación y los
efectos de sonido bruscos y descontextualizados desconciertan al jugador. El sujeto
controlable se mantiene deliberadamente entre sombras y se siembran dudas sobre
su identidad, su memoria y su culpabilidad. Al no poder mostrarse de forma
directa como parte de Silent Hill, P.T. ha
de recurrir a las corrientes más subterráneas de la saga, a sus cimientos más
escondidos y sólidos que anidan en el imaginario de sus jugadores.
En
P.T., como en los demás Silent Hill, se nos habla de fantasmas y
de dobles, se insinúan presencias invisibles e incomprensibles (en un estilo no
muy lejano al terror cósmico lovecraftiano).
Lo fantástico se sublima a través de la transformación de lo cotidiano en
siniestro. Por encima de todo esto, el terror se manifiesta como gran
manipulación del jugador, doblegándolo, haciéndole sentir desvalido e
impotente. El videojuego ya no es ese lenguaje de fantasías de poder, sino que
se engrasa con una fantasía de impotencias: la mecánica y lúdica —es poco lo
que podemos hacer para interactuar y defendernos— y la impotencia narrativa y
temática —el relato está siempre fuera de nuestro alcance y del del
protagonista, a ambos se nos niegan los saberes. Quedamos prisioneros de la
voluntad de una otredad invisible, sugerido: el diseñador (arquitecto,
meganarrador), los fantasmas, nuestros dobles, nuestro inconsciente.
Perron
(2012) cimenta su análisis sobre la serie Silent
Hill sobre la distinción entre horror y terror: el horror, afirma, es
comparable a «una aversión casi física, y su causa es siempre externa,
perceptible, comprensible, medible y aparentemente material», mientras que el
terror se relaciona principalmente con «el enfoque psicológico principal y la
experiencia emocional», con «el malestar de la anticipación», más sutil e
imaginativo. Por ello, y partiendo de la afirmación de Rockett de que Silent Hill transciende el género del survival horror, Perron (2012) se
refiere a esta serie como survival terror y considera esta
distinción importante porque el miedo creado en Silent Hill es, ante todo, atmosférico y, alcanza su fisicidad un
tiempo después.
Los
conceptos sobre los que se levanta el survival
terror parecen, pues, más difíciles de ubicar. ¿Qué es exactamente la
atmósfera? ¿Se limita a la representación audiovisual? ¿Cómo se generan
malestar y anticipación a partir de estrategias de diseño ludonarrativo? La
atmósfera es una confabulación entre la estética, la narrativa y la mecánica
cuyos mecanismos discursivos huyen de lo explícito para apostar por una
retórica sutil que no sorprende desde el impacto superficial sino desde la
intimidad de los lenguajes y de los afectos. De este modo, la atmósfera no es
sólo una pátina del discurso o una sensación impresionista. La atmósfera es un
tono profundo colmado de retórica silenciosa, una invitación al jugador a
adentrarse no tanto en una historia como en un universo que desarma sus
intenciones y sus expectativas. De este modo, frente a la aversión física y
localizada del horror, que depende más de estímulos audiovisuales, creemos que
el survival horror se define por la sensación
general de falta de poder del jugador. Anticipamos un riesgo que nos acecha
constantemente y nos sabemos incapaces de hacerle frente. No tememos tanto la
sorpresa como el aviso —en P.T., el
locutor de radio rompe sus barreras diegéticas para advertirnos, “look behind you”—, no sufrimos ante la
horda tanto como ante el escenario que nos rechaza. Los survival horror como P.T. nos
dicen que estamos en el lugar equivocado en el mundo erróneo y, peor aún, que
no tenemos escapatoria. Es una fantasía de impotencia casi absoluta; como
ejemplifica la advertencia (¿o una promesa?) con la que abre Silent Hill: Shattered Memories (Konami
/ Climax Group, 2009): «this game plays
you as much as you play it». El juego deja de ser un artefacto y se
convierte en agente, en una instancia de la otredad abstracta y ubicua que se
hace con el control, una suerte de arquitecto omnisciente y omnipotente
(haciendo un paralelismo con el rol de lápiz y papel, un gamemaster invisible)
que se adelanta y desafía al jugador .
Para
entender cómo genera terror P.T. a
partir de la fantasía de impotencia, hemos de hablar de cómo funciona
exactamente la libertad en los videojuegos. El videojuego no sólo es
interactivo, sino que su interactividad es significativa más allá de la
navegación y está orientada a producir un cambio en la ordenación de su
sistema. Jugar es seguir unas reglas y perseguir objetivos, por abstractos que
sean. La interactividad es la entrada en un juego simbólico, supone complicidad
pero también participación. Si bien todo juego es simbólico y todo discurso
plantea un vínculo con el espectador a través de un código, la interactividad
en los videojuegos exige una actualización a través de la acción y una tensión
de fuerzas y poderes que nos recuerdan a la dialéctica hegeliana del amo y del
esclavo. La interactividad nunca supone una libertad absoluta sino que se
negocia según estas reglas y objetivos, en un diálogo en diferido con el
diseñador que autores como Wirman (2009) o Aranda y Sánchez–Navarro (2009)
definen como «co–producción» o «co–creación» —delatando que, como el amo y el
esclavo, ambos se necesitan para legitimar su posición.
El
control y sus efectos son el motor de los videojuegos, pero los límites y los
momentos no interactivos también forman parte de su discurso. Así lo defienden
también Aranda y Sánchez–Navarro y Newman (2009), entre otros. Si se entiende
el videojuego como un sistema que produce una experiencia para el jugador,
puede considerarse implícito que todos los elementos de ese sistema contribuyen
a la experiencia, ya sean interactivos, no interactivos o estéticos. Autores
como Lövlie (2005), quien habla de «reconstrucción» (enactment), o Murray (1997), que propone un modelo del videojuego
como una fun house, han teorizado
sobre experiencias cerradas por un recorrido fijo, circuitos de obstáculos
guiados, limitados voluntariamente por los diseñadores. Aquello sobre lo que el
jugador no tiene control –incluyendo los momentos en que el control le es
negado— también construye activamente la experiencia jugable.
El
modelo de la fun house que propone
Murray se adapta especialmente bien al terror jugable: no resulta difícil ver
obras como P.T. como pasajes del
terror interactivos, con momentos predefinidos que esperan a activarse tras una
acción concreta del jugador —pasar por una marca del escenario, interactuar con
una radio— y escapan a su control directo. En este sentido, el terror parece
huir de la libertad a la que aspiran otros géneros para acercarse a lo que
Caillois (2001: 128–139) cataloga como ilinx: el juego basado en la pérdida de
control, en el abandono a un «remolino» más fuerte que el jugador, una
«cualidad jubilosa» donde los jugadores «destruyen momentáneamente la
estabilidad de la percepción e infligen un tipo de pánico voluptuoso en una
mente en todo lo demás lúcida». En este sentido P.T. nos pide apear la razón y nos propone un compromiso loco. P.T. requiere que nos abandonemos a él,
que atravesemos el pasaje del terror una vez más sabiendo que el bucle volverá
a repetirse.
El
diseño puede entenderse como una oferta de poder al jugador, es decir, como la
creación de espacios de participación. Pero la negación de poder forma parte de
los fundamentos del videojuego y tiene potencia expresiva. En la dificultad
prende el reto para el jugador, en el tropiezo comienza su aprendizaje, en el game over arrancan las ganas de
recomenzar la partida, y son las reglas las que gobiernan y frenan la acción
pulsional del jugador —la pulsión es lo que no quiere límites. En definitiva,
dificultad, tropiezo, muerte y reglas son formas de nombrar modos de impotencia
para el jugador, y que nos indican que la noción de límite en los videojuegos
es clave para sostener el deseo del jugador. Así, la experiencia y el discurso
no se construyen únicamente sobre lo que se puede hacer sino también sobre lo
que no se puede hacer; para ser más exactos, la interactividad videolúdica se
diseña según cuatro parámetros: la posibilidad, qué puede hacer el jugador
dentro del juego; la obligación, qué está obligado a hacer por el reglamento y
la estructura, esté él de acuerdo o no; la prohibición, qué no puede hacer
aunque quiera, qué queda fuera del alcance de sus mecánicas; y la penalización,
qué puede pero no debe hacer, aquello que las mecánicas le permiten pero el
reglamento penaliza.
La
relación entre poder e impotencia crea una tensión que otorga interés al
reglamento y al desarrollo de la partida y ofrece unos cimientos sólidos para
los elementos ludonarrativos: el jugador se mueve en el espacio entre lo que el
videojuego le permite hacer y lo que le pide que haga, entre las herramientas
que le ofrece y cómo le indica que debe usarlas. La libertad dirigida del
videojuego es un equilibrio preciso entre poder e impotencia, entre obligación
y prohibición.
Esta
libertad dirigida se concreta en diferentes frentes: la libertad de movimiento
para explorar el espacio e interactuar con él, la libertad de resolución para
resolver problemas y superar obstáculos, la libertad de edición para crear y
personalizar contenido y la libertad de ruta para recorrer diferentes
ramificaciones de la narrativa. Los survival
terror como Silent Hill o la saga
P.T. limitan la posibilidad en todas
ellas y se definen mediante la obligación, la prohibición y la penalización.
Sus sujetos controlables se alejan de la potencia heroica que pueblan otros
géneros; son personas desarmadas e incluso frágiles, chicas jóvenes, hombres
confusos o incluso, como en Among the
sleep (Krillbyte, 2014), bebés de dos años: avatares de la impotencia.
La
particularidad de la narrativa fantástica, ya en su eclosión en el siglo XVIII,
fue el atravesamiento constante por una ambigüedad que sigue caracterizándola
hoy: utiliza todas sus herramientas para atraer al lector a su interior y, a la
vez, no deja de practicar el extrañamiento, ánimo que le recuerda que está
dentro de un universo de ficción y, por tanto, le expulsa de ella. El texto nos
empuja hacia su interior para expulsarnos. Si trasladamos esto al videojuego,
advertiremos que lo fantástico aprovecha la interactividad y la avataridad para
dejar hacer al jugador, para que experimente el juego en primera persona pero,
al tiempo, para recordarle los límites de su poder, para distanciarle, para
espantarlo e incluso obligarle a soltar el mando.
P.T. juega con nosotros
tanto como (o más que) nosotros con él. También lo hace el resto de su saga.
Según Perron (2012: 34), hay una conspiración secreta en Silent Hill: señalarnos a nosotros, los «intrigados», y controlar
el orden y el ritmo de nuestros descubrimientos y encuentros. El jugador no es
más que un «testigo controlado», dado que la trama determina tanto las acciones
de los personajes como su representación en el relato. La noción de «interés»,
escribe, es el «mecanismo emocional central en este visionado, mantiene al
jugador cautivado mediante la trama». La narrativa no existe sólo para darle
forma al malestar, como en el horror, sino que captura al jugador y lo atrapa
en el acto de jugar, o de creer que juega, pues algunos momentos la
interactividad se suspende y el juego es pura ilusión, una engañifa del
arquitecto. Incluso las cinemáticas, que en otros juegos ejercen como
recompensas o respiros, sirven en el survival
terror como herramienta para demostrar el escaso control que tenemos. Esta
poética de la impotencia es clave para su dimensión fantástica, pues como anota
Bèssiere, «para seducir el texto fantástico tiene que defraudar» (1974: 35).
Los
mecanismos con los que la saga Silent
Hill dirige la libertad del jugador no necesitan esconderse más que en lo
técnico. La estructura de los juegos es directa, invariable, con
acontecimientos fijos y finales cerrados. Abundan las cinemáticas, los diálogos
y los textos secundarios. Aunque se incluya más de un final, como en Silent Hill 2 (Konami / Team Silent,
2001), no poder orientar nuestras acciones de manera funcional a una
consecuencia concreta, ya que éstas se codifican y calculan de manera oculta.
Donde otros juegos ofrecen barras de karma
que oscilan entre el bien y el mal, mecánicas y estadísticas para conocer
nuestro estatus, las ramificaciones finales de los Silent Hill son siempre opacas y hasta caprichosas.
Los
relatos de estos juegos son, además,
incompletos y difusos. Los poderes sobrenaturales que nos amenazan nunca se
acaban de mostrar del todo, siempre operan en las sombras y parecen escapar no
ya a nuestro poder, sino a nuestra comprensión. No se puede entender Silent Hill sin sus intertextualidades
con el horror cósmico de Lovecraft: hay poderes y criaturas más allá de lo que
conocemos ante las que no tenemos valor alguno. Al contrario que en las obras
de Lovecraft, no obstante, estos poderes no son indiferentes sino que se
alimentan de los terrores, las culpas y los rincones oscuros de nuestra psique.
Cada Silent Hill es un viaje
indirecto a la mente de su protagonista, como si éste fuera víctima de un
íncubo, y parte del empuje narrativo viene de descubrir el pasado de los
diferentes personajes, incluidos los sujetos controlables (que o bien son
amnésicos o bien no comparten sus saberes con el jugador: tampoco tenemos un
control total sobre ellos). Exploramos sus anhelos, sus oportunidades perdidas,
sus melancolías. Viajamos con ellos a la parte de su mente que no quieren ver.
Los
Silent Hill no sólo nos niegan el
poder, también nos niegan el conocimiento. Es otra estrategia para crear
malestar y terror. Sabemos los qués,
incluso los para qués, pero nunca
tenemos toda la imagen del porqué. La
narrativa es fragmentada y resolverla requiere un esfuerzo de decodificación
por parte del jugador. Si Elsaesser (en Buckland: 2008) habla del mindgame film o Buckland (2008) del puzzle film, es lógico hablar de los Silent Hill como mindgame games: su reto está tanto en superarlos, ordenando su dispositio, como en interpretarlos,
desgranando su significado. Aunque su potencia expresiva ni siquiera está en la
significación sino en la significancia barthesiana (1):
no se encuentra en el terreno de lo obvio sino de lo obtuso, allí donde se
suspende la posibilidad de comprensión o se sustrae la calma que proporcionaría
el sentido.
1. En Lo obvio y lo obtuso (1986) Barthes distingue tres niveles de sentido: el de la comunicación, de carácter informativo; el de la significación, de orden simbólico, es decir, el sentido obvio; y el de la significancia, que define como un desbordamiento, un sentido obtuso, un significante sin significado que suspende la lectura en la medida que parece manifestarse fuera de la cultura.
1. En Lo obvio y lo obtuso (1986) Barthes distingue tres niveles de sentido: el de la comunicación, de carácter informativo; el de la significación, de orden simbólico, es decir, el sentido obvio; y el de la significancia, que define como un desbordamiento, un sentido obtuso, un significante sin significado que suspende la lectura en la medida que parece manifestarse fuera de la cultura.
La
linealidad en el relato de los Silent
Hill sirve como amplificador de la obligación. El jugador no puede escapar
a través de un lenguaje en red que le dispone un ramo de posibilidades. La
linealidad castra, impide el capricho, las pruebas, las elecciones. En ella, en
su trayectoria secuencial, está la obligación pero también la retórica. Se nos
imponen situaciones que en la lógica de otros juegos serían penalizaciones
evitables, como nuestra muerte. Así, el primer Silent Hill nos obliga a morir al poco de empezar, en nuestro
primer encuentro con criaturas fantasmales. Perron (2012: 102) describe este
callejón sin salida: «la primera vez que juegas SH1, maldices el juego y te preguntas qué demonios tendrás que
hacer para escapar de esos niños demónicos», incluso nos culpamos del aparente
fracaso, «puedes pensar que te has dejado un arma por el camino» o «puedes
creer que hay una salida». Una vez sucumbimos, nos damos cuenta de que «la primera
acción que tienes que llevar a cabo en SH1
era, de hecho, ser asesinado». Esta introducción tiene una función
aleccionadora: «desde el principio, te sientas y tomas nota. Comprendes que la
ruta experiencial será diferente». Veremos que P.T. recupera esta muerte no como parte de un relato cerrado sino
como hecho jugable ineludible pero aleatorio —nunca sabemos en qué punto exacto
sucederá, pero acabará sucediendo: el fantasma de una mujer llamada Lisa
aparece a nuestra espalda y se lanza sobre nosotros—, que nos recuerda nuestro
lugar en el discurso. Perron
defiende la linealidad ludonarrativa de la saga: «los grandes juegos
simplemente te empujan suavemente en la dirección correcta sin darte la
impresión de que tan sólo estás conectando los acontecimientos de la historia».
Carr (2006) describe esta linealidad de Silent
Hill como un «laberinto soluble», secuencial, lineal, que genera tensión a
través de una jugabilidad más dirigida. Enfrenta este modelo al «rizoma
enredado» de los horror fantasy RPG como
Planescape Torment (Black Isle
Studios, 1999), tan enciclopédicos y
retorcidos que desafían la comprensión.
Pero
P.T. no sigue, en este aspecto, las
claves principales de la saga, como tampoco lo hacía con la perspectiva; o los
esconde voluntariamente para no delatarse. En P.T. no hay cinemáticas ni espacios narrativos tradicionales, sólo
se dan piezas inconexas repartidas por un espacio que se repite y crece sobre
sí mismo, escondiendo sus indicadores de progreso lineal en un último golpe de
dirección de la libertad: se nos niega la comprensión del tiempo y del espacio.
La narrativa, como todo en los Silent
Hill y más que en ninguna entrega anterior, se vuelve siniestra y
alienante.
4.
El rol del jugador y el protagonista invisible de P.T.
Al
jugar, adoptamos un rol, «una función social y un comportamiento asociado a
ella» (Jörgensen, 2009), aunque no nos identifiquemos con ningún personaje.
Éste necesita caracterización mientras que el rol es una posición más ambigua y
general que puede surgir del relato que el jugador se cuenta a sí mismo, a
partir de las pistas que le da el juego, sobre su papel en éste. Un rol es una
posición y, ante todo, un objetivo. Cuando juego a un simulador deportivo, me
digo “yo soy este equipo y debo ganar”. Si me enfrento a un puzzle, no me
identifico con las piezas: soy un agente encargado de su ordenación. El rol
está por encima del personaje, aunque se vincule a éste. Y al jugar a P.T., ¿quién soy? ¿Qué cuerpo tengo
dentro de su mundo?
Nuestra
representación funcional no es más que un punto de vista que se desplaza por el
espacio a velocidad regular y limitada. Del personaje se nos oculta todo: nunca
habla, no vemos el cuerpo, sólo captamos parte de su reflejo en un espejo que
está convenientemente roto a la altura de la cara. Lévinas, filósofo que se
detuvo en la reflexión ética del rostro, insistía en la idea de que el rostro y
el discurso se encuentran ligados: «el rostro es [...] sentido. Tú eres tú.
[...] El rostro es lo que no se puede matar, o, al menos, eso cuyo sentido consiste en decir: No matarás»
(2000: 72). Si traemos las palabras del filósofo francés a nuestro estudio,
esta ausencia del rostro del protagonista no sólo sustrae sentido a la escena
sino que imposibilita decir tú eres tú.
O ni siquiera yo soy tú. En P.T. apenas tenemos intermediario, no
podemos ejercer de testigo controlado
de una peripecia externa.
En
este sentido, el juego remite a uno de los episodios más olvidados de la saga:
la habitación titular de Silent Hill 4:
The Room (Konami / Team Silent, 2004), que también explorábamos en primera
persona. Sin embargo en aquel juego el protagonista, Henry Townshend, tenía
voz. Podíamos incluso leer sus pensamientos y en las puntuales escapadas fuera
de aquella habitación la cámara pasaba a una perspectiva en tercera persona.
Henry incluso era un personaje autónomo en las cinemáticas.
El
teaser de Silent Hills que esconde P.T.
muestra una versión digital del actor Norman Reedus pero ¿es él también el
protagonista de P.T.? ¿Hasta qué
punto guardan relación? Tampoco lo sabemos. En P.T. no acompañamos a nadie. No sabemos nada del personaje que nos
da cuerpo. Perron cita a Chauvin (2002: 39), quien define el survival terror como la «quintaesencia
de esta era de la soledad». Estamos solos contra su mundo, sólo nosotros
plantamos cara al espacio amenazador del juego y sus monstruos. Escribe Chauvin
que la experiencia de la ficción en el videojuego es secreta y solitaria,
onanista, y que cuando uno juega, es literalmente el último de los Hombres. Si
el survival terror es una experiencia
radical de soledad, P.T. representa
el género de forma paradigmática. Ni siquiera hay otras criaturas, sombras o
enemigos. Estamos indefensos y solos en el pasillo, sólo nos encontramos con
Lisa y un extraño feto en el baño que nos remite al bebé informe de Cabeza borradora (Eraserhead, David Lynch, 1977).
P.T. nos ofrece, sin
embargo, la posibilidad de interpretar sus narremas como parte del perfil del
protagonista. A fin de cuentas, la radio habla de un asesinato y en las paredes
aparecen mensajes dirigidos a alguien. ¿A nosotros? Las continuas llegadas del
jugador a esa casa vacía a la que está destinado a volver (sin haber podido
salir) parecen ser un momento después de una huída precipitada, posiblemente
por un crimen. ¿Y si está el jugador
interpreta a un protagonista que está entrando en su propia casa? ¿Y si
las personas de las fotografías que le observan desde las paredes son sus
familiares? ¿Y si son las víctimas de un crimen del que él, y con él nosotros,
somos culpables? Desde luego, esto es lo que más nos aterraría. Recordemos las palabras de Guy de Maupassant en su
cuento ¿Él? en 1883: «No tengo miedo
de un peligro. Si entrase un hombre, lo mataría sin que me temblara ni un
músculo. No tengo miedo de los fantasmas [...] ¿Entonces?... sí, ¿entonces?...
¡Pues bien! ¡Tengo miedo de mí mismo! [...] Tengo miedo sobre todo de la
horrible turbación de mi pensamiento, de la razón que se me escapa en un caos,
extraviada por una misteriosa angustia invisible» (2007: 145).
Aquí
entran en juego las intertextualidades con la saga: ¿somos otra vez, como
sucedía con James Sunderland en Silent
Hill 2, asesinos que no saben que lo son, torturados inconscientemente por
sus pecados (2)?
Santos y White (2007) escriben sobre la memoria en Silent Hill 3 y destacan la presencia de un cuadro titulado The repressor of memories. Cuando el
jugador visita esa misma localización en su versión del Otro Mundo (un reflejo
incierto del cotidiano), el cuadro ha sido sustituido por un punto de guardado.
¿Está el jugador liberando recuerdos o reprimiéndolos? El mismo acto de
guardado, por lo general un gesto de poder y de conquista del progreso
ludonarrativo, se pone aquí en duda. P.T.
elimina por completo este acto directivo del jugador: aunque tiene una
función de auto-guardado, la partida no existe como un estatus que conservar a
voluntad. No tenemos memoria ficcional ni dominio sobre la memoria del
artefacto; como en otros juegos de la saga, carecemos de control sobre la
memoria del personaje al que vinculamos nuestro rol. También ahí somos
impotentes.
2. En una fuga psicogénica no muy diferente de la de Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997).
2. En una fuga psicogénica no muy diferente de la de Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997).
5.
Fantasmas y expiación en P.T.
Lisa es, sin duda, un fantasma. La única vez en que este tipo de criaturas fantásticas se ha mostrado con una caracterización tan clara en la saga ha sido en Silent Hill 4: The Room, juego con el que, por otra parte, P.T guarda un mayor parentesco. Las criaturas de Silent Hill siempre han sido voluntariamente opacas: no sabemos siquiera si son reales o si todos los personajes las perciben con el mismo aspecto. Los fantasmas, sin embargo, remiten a un pasado humano y a su propia muerte. Son, además, imbatibles: no están hechos de carne y no se les puede herir con métodos mundanos. Tampoco se detienen ante obstáculos físicos. Son la encarnación más recta de la culpa encerrada en la memoria de los protagonistas.
Mientras
que los fantasmas de Silent Hill 4 perseguían
al jugador incesantemente y siempre en los mismos lugares, en P.T. Lisa puede aparecer ante nosotros
en cualquier momento. Parece esperar nuestra llegada para jugar con nosotros.
¿Está relacionada con el protagonista? ¿Es éste su asesino? En más de una
ocasión se ha sugerido que las criaturas fantásticas de los Silent Hill son manifestaciones de las
psiques de sus protagonistas, como es el caso de Pyramid Head en la segunda
entrega. Este monstruo es un verdugo imparable e indestructible que persigue a
Sunderland a lo largo del juego. Su apariencia parece haber salido de un cuadro
que vio con anterioridad en el pueblo y que lleva por título Misty Days, remains of the Judgement. La
primera vez que el protagonista ve a Pyramid Head es en una suerte de violación
macabra, abstracta y delirante. Es esta criatura quien mata a María, doppelgänger de la mujer muerta de
James. Cuando Sunderland descubre (recuerda) que él mató a su propia mujer
enferma, se dirige así al verdugo: «I was
weak. That's why I needed you... Needed someone to punish me for my sins…».
Santos
y White (2007: 75) afirman que la partida del jugador se convierte en «la
terapia de James», que éste está empujado a confrontar sus demonios
repetidamente y restaurar su «subjetividad irrevocablemente fracturada». Perron
(2012: 125) relaciona esta terapia poética con la terapia literal que sirve de
marco narrativo a Silent Hill: Shattered
Memories: en este marco, que interrumpe las secciones en las que
controlamos a Harry Mason recorriendo el pueblo de Silent Hill, conversamos en
primera persona con un psicólogo, el Dr. Kauffman, que nos propone una serie de
tests. Al final del juego se nos revela que la perspectiva en primera persona
no pertenecía a Harry sino a su hija Cheryl, que recibe terapia por la muerte
de su padre. Durante el juego, hemos estado reconstruyendo a su padre mediante
nuestras respuestas y expiando su sensación de culpa. Perron afirma que aunque
podamos «dar apoyo a los personajes durante su viaje a través de Silent Hill,
al final el juego psicológico es tuyo».
Aunque
Perron se refiere a la saga como «un patio de recreo en el que juegas a
asustarte a ti mismo», creemos que la relación entre el jugador y el personaje
que controla va más allá. No se trata sólo de asustarnos sino de obligarnos a
identificarnos con personas falibles que nos encaraman a nuestros demonios
interiores, a aquellos deseos inconscientes que nuestra conciencia no
perdonaría. Se establece entre nuestro yo y nuestra encarnación ficcional lo
que Sicart (2009: 215–17) llama una relación de «ética cerrada»: no podemos
modificar el relato pero éste nos fuerza a verlo desde una distancia crítica y
a compararlo con nuestros propios esquemas éticos. Sicart distingue entre ética
cerrada sustractiva y especular (mirroring):
la primera permite que el jugador cree sus valores de acuerdo con lo que el
juego sugiere, sin hacer referencia directa a estos, mientras que la segunda
presenta un sistema de valores autoconsciente y explícito que acorrala al
jugador. Aunque los pecados pasados de los protagonistas de los Silent Hill se acaben haciendo
explícitos, el diseño lúdico nunca nos obliga a cometer actos con una carga
ética negativa de forma directa, por lo que la ética de Silent Hill (y en especial de P.T.)
es sustractiva. Se nos niega casi toda libertad para que ejerzamos la única que
nos queda, la libertad de voluntad: querer hacer lo que estamos haciendo, estar
o no de acuerdo con ello. La manipulación de los Silent Hill implica ejercitar el juicio moral.
La
saga Silent Hill utiliza
tradicionalmente estas narrativas fragmentadas, estos viajes a lo fantástico y
lo siniestro y estas instrospecciones de ética cerrada para hablar (y hacernos
hablar) del yo, de la memoria y de las mentiras que nos relatamos. Para, en
última instancia, obligarnos a asumir un rol y a compararnos con él. P.T., sin duda la pieza más ambigua y
abstracta de toda la franquicia, sugiere un ejercicio similar.
6.
Lo fantástico en lo familiar
El
clásico «Había una vez» de Perrault o el «Hace mucho tiempo, en una galaxia
muy, muy lejana» de Lucas delatan la voluntad de distancia de un narrador que
se adentra en la fábula maravillosa huyendo de lo cotidiano. Sin embargo, es en
lo ordinario donde lo fantástico encuentra el revés oscuro. E. T. A. Hoffmann,
el autor romántico que posiblemente haya explorado más lo perturbador y lo
psíquico en la literatura, hace emerger lo fantástico desde lo más íntimo y
familiar. De este modo, lo fantástico no emerge desde el exterior sino más bien
desde una intimidad que se nos presenta extranjera.
A
Hoffmann le debemos los rasgos que siguen vivos en los discursos audiovisuales
contemporáneos: las ilusiones ópticas, los seres que no se mueven y parecen representaciones
pictóricas, las sosias, los espantos repentinos, los narradores múltiples, las
impresiones siniestras, la repetición, lo familiar, lo extraño, los sueños, los
espejos, las casas, los ojos, las muñecas, las sensibilidades enfermizas y los
paseos por el mismo lugar.
El
pasillo de P.T. no es un pasadizo
secreto de un juego de un aventuras ni un túnel o una mazmorra bajo el viejo
castillo de un conde inmoral. Es un pasillo familiar. El jugador avanza por una
casa vacía donde le recibe un reloj que siempre da la misma hora, un teléfono
descolgado, una radio que remite directamente a la de Silent Hill (y que, como esta, anuncia la llegada del peligro,
cambiando la sorpresa por la anticipación impotente), peluches, golosinas,
medicinas, llaves, dinero, comida podrida, libros, pinturas, fotografías,
retratos familiares y mensajes en las paredes. Estos elementos se proponen como
huellas de un espacio que fue habitable y evocan ausencias. P.T., como Silent Hill, se explica en las fallas.
Ahora
bien, son las fotografías los elementos que contribuyen de forma decisiva a la
retórica familiar unida a lo fantasmagórico y espectral. No olvidemos que toda
fotografía desprende cierto carácter tanatológico. En La cámara lúcida Barthes anota que «la Fotografía lleva siempre su
referente consigo, estando marcados ambos por la misma inmovilidad amorosa o
fúnebre, en el seno mismo del mundo en movimiento: están pegados el uno al
otro, miembro a miembro» (2009: 27). Las fotografías en P.T. nos señalan un instante congelado, y a pesar de que apuntan
hacia el pasado con sus aspecto de momia, nos avisan de que también el tiempo
del jugador es un instante congelado en las 23:59 horas. La capacidad de acción
del jugador no afecta al transcurso temporal del juego, no moviliza la escena
como suele ocurrir en el discurso lúdico. Si los retratados son, como sugieren
algunas pistas, las víctimas del protagonista, el tiempo congelado cobra
sentido: son fantasmas, atrapados eternamente en el momento de su muerte,
persiguiendo con la vista a su verdugo.
En
todo caso, el jugador está condenado a hacer casi sin encontrar consecuencias
en sus actos. Apenas se le permite posibilidad de alterar el mundo. Eso sí, el
arquitecto-diseñador, al confinarlo en lo que parece el escenario de un crimen,
le obliga a deducir. El jugador, sin instrucciones tutorializantes explícitas,
se ve emplazado en el lugar del detective (y quizás del asesino) que debe
deducir a través de una intuición solitaria. Y esos objetos ordinarios son las
únicas pistas de las que dispone el jugador para indagar para escapar a la
condena de la mismidad. La casa se presenta como un espacio que analizar hasta
que se vuelve familiar; es ahí —en el momento en que tras varias repeticiones
del bucle creemos saber dónde está todo— cuando empiezan a aparecer rupturas
que nos tambalean. Se nos hace familiarizarnos con el espacio para, luego,
convertirlo en siniestro.
7.
Tropiezo con el mismo lugar: la repetición lúdica
Lo
perturbador de la escena que propone P.T.
es suscitado por la incertidumbre y la desorientación a la que nos somete
el narrador, por la «inseguridad intelectual» según Jentsch. Freud, que tuvo en
cuenta las elaboraciones teóricas de Jentsch para su estudio sobre lo siniestro
a propósito de El hombre de arena, aportó
algo más en 1919. Freud señala lo unheimlich
como opuesto a lo heimlich, término
ambivalente que significa tanto lo secreto como lo familiar. Este detalle
etimológico que revela la inmanencia de lo extraño en lo familiar anota que lo
que nos espanta de lo familiar puede presentarse desconocido en tanto que ha
sido reprimido. Lo siniestro surge cuando aparece la insistencia de lo
semejante, el retorno involuntario a un mismo lugar que da cuenta de la
compulsión a la repetición de la psique.
Esto
es lo que ocurre al jugador en P.T. y
lo que experimentó Freud durante una tarde de verano en la, que andando por
unas callejuelas de una ciudad italiana en busca de una plaza, pasó tres veces
por la misma calle. «Después de haber errado sin guía durante algún rato, me
encontré de pronto en la misma calle, donde ya comenzaba a llamar la atención:
mi apresurada retirada sólo tuvo por consecuencia que, después de un nuevo
rodeo, vine a dar allí por tercera vez. Mas entonces se apoderó de mí un
sentimiento que sólo podría calificar de siniestro» (2004: 71). Freud añade que
lo ominoso también se experimenta «cuando se yerra por una habitación
desconocida y oscura, buscando la puerta o el interruptor de la luz, y se
tropieza en cambio por décima vez con un mismo mueble» (2004: 71).
Ésta
es la condena del jugador de P.T.,
quien se ve obligado a revisitar continuamente un espacio familiar y a tropezar
con sus obstáculos con un plus: el meganarrador enloquece al jugador al tornar
la escena en un pasaje subjetivo. A esto contribuye el punto de vista subjetivo
desde el que se ancla el jugador. El espacio euclidiano se desorienta en un
bucle con puertas pero sin salida y el tiempo deja de ser cronológico para
adentrarse en la temporalidad de la repetición. En cada vuelta el espacio se
vuelve (por estar más transitado, más familiar, pero no idéntico) más
espantoso, como la casa de la protagonista de Repulsión (Repulsion,
Roman Polanski, 1965) que despliega su delirio en un hogar cada vez más podrido
que la encarcela, o el apartamento de
Townshend en Silent Hill 4: The Room. El
redescubrimiento alienante de lo familiar lo convierte en prisión.
El
espacio siniestro es una constante de la saga de P.T. El pueblo de Silent Hill tiene la apariencia de una población
típica americana, convertida en fantasmagoría por fenómenos naturales como la
niebla o la oscuridad, de los que reaparece como dimensión demoníaca. Además,
el hecho de visitar el mismo pueblo en (casi) todas las entregas puede hacer
creer al jugador veterano que tiene cierto dominio sobre sus espacios, aunque
en la práctica estos nunca son los mismos. Silent Hill se reinventa
constantemente, a veces desafiando las lógicas del mundo: pasillos
interminables, espacios de los que se puede escapar, lugares que se repiten,
geografías imposibles. Incluso el sonido es siniestro al utilizar efectos
cotidianos desvinculados de una fuente diegética: Carr (2006) escribe sobre el
sonido como generador de terror en la saga y cita a Ree (1999) quien afirma que
«la indeterminación espacial del sonido significa que la ilusión auditiva puede
ser incluso más desconcertante que las ópticas o visuales».
Freud
es cauto e insiste en advertir que no se puede aplicar la vivencia de lo
siniestro en la vida psíquica a su emergencia en la obra de arte —y, por tanto,
en los videojuegos. Él bosqueja la experiencia de lo siniestro en la vida
psíquica pero señala que no se puede comparar con la obra poética o ficcional.
«Mucho de lo que sería siniestro en la vida real no lo es en la poesía; además,
la ficción dispone de muchos medios para provocar efectos siniestros que no
existen en la vida real» (2004: 85). Con esto, consideramos que el videojuego
es un medio afín a lo siniestro porque es un medio expresivo en el que la
repetición es casi constitutiva de su discurso. Si algo caracteriza la acción
del jugador de los videojuegos es la repetición. En ésta recala el placer del
jugador y su aprendizaje pero también en su más
allá del principio placer en términos freudianos. Precisamente un año
después de que Freud pensara Lo siniestro
(donde, como hemos visto, era clave la noción de repetición), en 1920 publicó El más allá del principio placer. Sus investigaciones de la psique
revelaban que hay algo en el hombre que no quiere su bien y que en los destinos
de esas repeticiones no está el placer sino la pulsión de muerte. Hay algo en
la compulsión a la repetición más cercano al horror que a la vida. Yong–Hee y
Jung-Hwan analizan la compulsión de repetición freudiana en Silent Hill 2 y sostienen que «transformar la pasividad de la experiencia del
horror en actividad explica el disfrute del horror mediado. Esta actitud
caracteriza la repetición, la compulsión y el juego porque alivia el horror de
la muerte que rodea a la consciencia» (2006: 2). Esto explica cierta lógica de
los mecanismos discursivos de P.T. y,
en general, de los discursos lúdicos: esa compulsión a la repetición hace que
el jugador quede enganchado al juego, sorteando el límite en una continuidad
obsesiva sin salida.
8.
Doppelgänger
El
doble fue estudiado por Rank (1925) a propósito de las imágenes desdobladas en
los espejos o en las sombras y su relación con el animismo y el miedo a la
muerte. Rank apunta que el surgimiento del doble es una medida de seguridad
frente a la destrucción del yo y la omnipotencia de la muerte. Es un estado de
auto-observación del yo que trata a una parte de éste como a un objeto. Incluso
es un modo de avivar las aspiraciones del yo que no se han cumplido y que la
imaginación se niega a abandonar. Precisamente el triunfo burgués del concepto
de individuo (que no se quiere dividido) en la modernidad encuentra como
reacción la aparición del sosias, que apunta al desdoblamiento o a la
fragmentación identitaria del individuo. El doppelgänger
es una presencia siniestra y perturbadora que aparece de manera recurrente
en los Silent Hill. Cheryl, la hija
desaparecida de Harry Mason, es una doble de la esotérica Alessa. A su vez
Heather, protagonista de la tercera entrega, es una doble o reencarnación de
Cheryl. James arranca Silent Hill 2 enfrentándose
a su propio reflejo en un espejo. María, la misteriosa seductora que encuentra
más adelante, parece una versión idealizada de su difunta esposa Mary. El doppelgänger en Silent Hill remite a la muerte, a la aspiración inalcanzable, a la
división entre yo y memoria, entre voluntad y acciones. La fractura interna de
los protagonistas alcanza su punto máximo en P.T.: volviendo a Lévinas, si no hay un rostro que no pueda morir,
si no podemos hacer identificaciones («tú eres tú»), ¿estamos seguros de que
«tú» eres el único «tú»? Con esa afirmación en el texto de apertura («The only me is me. Are you sure the only you
is you?»), el juego obliga al jugador a leerlo desde el doppelgänger. ¿Es el protagonista un
personaje con identidad o tan sólo un eco
de alguien desconocido (tal vez nosotros mismos)?
Bèssiere
(1974: 103) nos dice que «la narración fantástica constituye un discurso
descentrado del sujeto»; dicho de otro modo, dispara contra la unidad del yo
que hoy la psicología cognitivista (o la ego
psychology) insiste en preservar. El brillo del yo sólo se sostiene sobre
la conciencia, por ello, rechaza el inconsciente, que nos acerca y nos adentra
en lo oscuro de la subjetividad, a una sustracción del saber. Los protagonistas
de Silent Hill están arados por lo
que no saben de sí mismos, sobre su yo fracturado. Esta lógica subjetiva a
nuestro terreno aplicada a los videojuegos revela que el concepto de avataridad
supone un desdoblamiento entre el yo real y el rol asumido. El yo videolúdico
no es una unidad consistente y de armadura cerrada. Los videojuegos suponen una
experiencia que va más allá de la percepción estética gracias a la
interactividad y la avataridad, y el concepto de avataridad llega para recordar
que el yo y el cuerpo como unidad son una ilusión —como revelan el estadio del
espejo que teorizó Lacan (2009) o los cuerpos fragmentados que suelen dibujar
los niños psicóticos, y que bien podrían ser criaturas moradoras de Silent
Hill. La fragilidad de los cuerpos protagonistas en los Silent Hill (que en P.T. ni
siquiera nos permite defendernos) ubica la avataridad o encarnación del jugador
en la doble naturaleza del doppelgänger que
define Freud: como garantía de permanencia del yo (de inmortalidad) y también
como heraldo de la muerte. Somos criaturas mortales también en el juego; para
Carr (2006), este desdoblamiento entre jugador y avatar otorga poder a las
fuerzas oscuras y depredadoras de la obra. Somos el doppelgänger del protagonista, o él lo es de nosotros, y anunciamos
la muerte y la fragilidad del otro.
9.
El juego como artefacto siniestro
P.T. nos niega casi
cualquier poder significativo en la interacción y en la construcción de sentido
sobre nuestro rol, nuestra representación y el propio relato. Recoge las claves
temáticas de la saga sobre lo siniestro, el espacio alienante y las fracturas
del yo. Además, añade una última estrategia de terror, un último subrayado de
nuestra impotencia como jugadores: convierte el juego como artefacto y la
mediación de la máquina en partes de su discurso, usando la metalepsis (o
ruptura de la cuarta pared) como invasión del espacio real familiar.
No
es el primer juego que explora este terreno. Metal Gear Solid (Konami, 1997), también de Hideo Kojima, contenía
numerosos ejercicios similares, principalmente de la mano de Pyscho Mantis, un
personaje con poderes psíquicos que se exhibía moviendo el mando o leyendo la
tarjeta de memoria del jugador. Eternal
Darkness: Sanity’s Requiem (Silicon Knights, 2002) convertía la cordura lovecraftiana en una dinámica de juego,
en un recurso que podíamos perder ante el contacto con lo sobrenatural y que
provocaba alucinaciones que, en su forma más extrema, no tenían que ver con la
diégesis de su mundo sino con nuestro lado de la pantalla: el volumen del
televisor parecía bajarse solo, nuestra partida se borraba por error o el mando
dejaba de funcionar justo al entrar en una sala infestada de enemigos. El aviso
es claro: tú no tienes el control absoluto, hay un instancia Otra, invisible
pero ubicua, escondida en la mediación, en el artefacto, o al menos con control
sobre ellos, que te lo puede arrebatar en cualquier momento.
Si
los terrores de la pantalla pueden saltar a nuestro lado, nuestra indefensión
es total. P.T. extiende su «búsqueda
del tesoro» —pistas sobre el verdadero sentido de la obra, de su relato y su playable teaser del futuro Silent
Hills)— a partes de la interfaz: un fragmento de una foto se esconde en el
menú de pausa y sólo se encuentra ajustando el contraste. El locutor
radiofónico deja de recitar su discurso para advertirnos del peligro a nuestras
espaldas. En la última repetición del bucle, la imagen se fragmenta y muestra
errores de compresión, como una señal digital que pierde recepción.
El
control sobre la tecnología y el correcto funcionamiento de todos los
componentes de la mediación son imprescindibles para interactuar con el juego.
Al fingir errores en ellos, P.T. nos
saca de la zona de confort que nos proporcionaría la conciencia, la orientación
espacial y la claridad de significaciones y nos hace sentir impotentes en el
plano funcional. El meganarrador deja de ser alguien que nos permite jugar y
nos da acceso a los saberes para ser un enemigo o al menos un manipulador. Se
convierte en una fuerza externa, de presencia sugerida, que sabe antes de que nosotros
sepamos, que juega con ventaja, tiene control sobre todos los aspectos del
círculo mágico de la partida y los puede usar para lograr su objetivo:
aterrorizarnos.
Hasta
este punto hemos ido advirtiendo una contradicción latente: P.T. funciona como una experiencia de
soledad con la sensación de que no estamos jugando solos. Ese Otro sugerido es
el verdadero controlador. Un arquitecto, gamemaster o meganarrador
guardián de la penumbra, de la noche o del mundo inferior que nos tiende un
reto y una trampa. Somos una pieza de su juego, nos asusta cuando quiere, nos
obliga a actuar y a mirar cuando quiere. Nos hace enfrentarnos a ideas que nos
resultan violentas y nos aprisiona en espacios que no podemos acabar de
comprender de manera lógica. Rompe con nuestro saber y nuestro conocimiento.
P.T. usa la falta de
libertad a su favor para construir una experiencia con intencionalidad clara:
llevar al extremo las claves del survival
terror, dirigiéndonos en una fantasía de impotencia total. Pactamos con el
juego someternos a él y a su remolino, aceptar que él tiene la última palabra
en lo mecánico, lo lógico, lo narrativo e incluso lo mediador, el artefacto
tecnológico. La fantasía de impotencia y terror no se limita a no darnos
mecánicas de defensa o hacer que nuestro avatar sea vulnerable, sino que se
extiende al conjunto ludonarrativo de la obra y nos deja claro que no podemos
agarrarnos a nada: ni al relato, ni al personaje que nos encarna, ni a los
espacios, ni al límite diegético que nos separa de sus fantasmas.
En
este capítulo hemos repasado las constantes de la saga Silent Hill y certificado que P.T.
no sólo las cumple, sino que las pone en primera plana de su discurso. La
manipulación psicológica característica de la franquicia vuelve a articular una
vez más una experiencia de terror perturbadora y contradictoria: estamos
desvalidos y totalmente solos, y a la vez vigilados y dominados constantemente
por alguien más, una presencia fantasmal, tal vez un doble, otro Yo —puesto que
la noción misma del Yo y de su singularidad se dinamitan desde el principio—
que ejerce de heraldo de la Muerte y al que no podemos enfrentarnos porque no
lo podemos definir. P.T., como el
resto de su saga, nos atrapa en un limbo ludonarrativo en el que no vencemos ni
sobrevivimos, sino que nos dirige y nos encierra en la duda. ¿Estamos seguros
de que el único tú eres tú?