Hundida hasta la mitad en una simple vertical de piedra, la estatuaria griega erigía la representación de los colossoi en memoria de alguien que había muerto lejos por un accidente inesperado, sin nombre, sin identidad y sin ritos.
Junto a su tumba vacía, al borde de un sendero, en algún sitio que el perdido gustaba frecuentar, el coloso constituía su copia activa y su suplente, era el signo de alguien extraviado en otro mundo y traído aquí, en virtud de una forma de recuerdo semienterrado hasta las rodillas.
La palabra misma significa inmovilidad, parálisis, rigidez y por tanto permanencia. Coloso alude a piernas inarticuladas, que se traban, que no pueden separarse para caminar; porque, desde el momento que se erige, el coloso se queda allí donde estuvo, como un resto en alza de lo que se perdió. Entonces es algo que existe y sobrevive solo desde su falta: “presencia insólita y ambigua que es también el rastro de su propia ausencia”, como un Lázaro de piedra que está a medias, que vive a partir de una sustracción.
Pero no conviene engañarse. Un coloso no es una simple copia, ni un retrato del ser de carne y hueso al que recuerda. Como demostró Jean Pierre Vernant y subraya Wunenburger, el coloso es el doble de un doble, el ídolo que sirve a la memoria en tanto reproducción palpable del cuerpo desaparecido o, dicho de una manera más religiosa, “la imagen visible del cuerpo de gloria que nunca muere”.
Hablaríamos entonces de un fantasma pétreo que transciende su estatismo, un simulacro que apela a lo más etéreo, cuya principal descripción diera Walter Benjamin para el aura que pervive en ciertas cosas muertas, lo que subsiste y continúa en el acto de conmemorar su extinción: ¿espíritu opaco en la materia transcendida o arte quizá, sin más rodeos ni subterfugios? (...)
Junto a su tumba vacía, al borde de un sendero, en algún sitio que el perdido gustaba frecuentar, el coloso constituía su copia activa y su suplente, era el signo de alguien extraviado en otro mundo y traído aquí, en virtud de una forma de recuerdo semienterrado hasta las rodillas.
La palabra misma significa inmovilidad, parálisis, rigidez y por tanto permanencia. Coloso alude a piernas inarticuladas, que se traban, que no pueden separarse para caminar; porque, desde el momento que se erige, el coloso se queda allí donde estuvo, como un resto en alza de lo que se perdió. Entonces es algo que existe y sobrevive solo desde su falta: “presencia insólita y ambigua que es también el rastro de su propia ausencia”, como un Lázaro de piedra que está a medias, que vive a partir de una sustracción.
Pero no conviene engañarse. Un coloso no es una simple copia, ni un retrato del ser de carne y hueso al que recuerda. Como demostró Jean Pierre Vernant y subraya Wunenburger, el coloso es el doble de un doble, el ídolo que sirve a la memoria en tanto reproducción palpable del cuerpo desaparecido o, dicho de una manera más religiosa, “la imagen visible del cuerpo de gloria que nunca muere”.
Hablaríamos entonces de un fantasma pétreo que transciende su estatismo, un simulacro que apela a lo más etéreo, cuya principal descripción diera Walter Benjamin para el aura que pervive en ciertas cosas muertas, lo que subsiste y continúa en el acto de conmemorar su extinción: ¿espíritu opaco en la materia transcendida o arte quizá, sin más rodeos ni subterfugios? (...)
"De supervivientes y resucitados"
Esperanza López Parada
Esperanza López Parada
en La supervivencia. Herramientas mínimas
Revista Shangrila nº 25