QUE VIENE, LA FILOSOFÍA
A propósito de
El bien en las cosas. La publicidad como discurso moral de Emanuele Coccia
(Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015)
Miguel Ángel Hernández Saavedra
El bien en las cosas. La publicidad como discurso moral de Emanuele Coccia
(Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015)
Miguel Ángel Hernández Saavedra
A los filósofos de formación académica, digamos que “continental”, les pasa últimamente que no encuentran isla a la altura –o, más bien, profundidad– de sus mapas metafísicos. Los tesoros de la tradición han ido repartiéndose cual partes de un botín que se aligera; las monedas que valían su peso en oro se han transformado en billetes con algún nombre oculto, más o menos descifrable a contraluz, que asegura la supervivencia de una Banca filosófica y concede a estas riquezas, diseminadas o popularizadas, un halo de seriedad compatible con la facilidad con que los ciudadanos interesados hacen acopio de lemas.
En principio, este
fenómeno no es demasiado novedoso; arraiga en una forma de ser moderna que busca sus registros, sus
códigos de traducibilidad, y pone a disposición del gran público lo que, por
vocación universalista, no debe constituir el acervo exclusivo de un pequeño
grupo de “genios”, de un grupo más amplio de intérpretes y de un conjunto,
sospechosamente extenso, de comentaristas o profesionales del pensamiento,
tanto más profesionalizados cuanto menos capaces de producir, cada uno de sus
miembros por separado, el efecto de profundidad del que se nombran custodios.
Hasta que alguno de
ellos, con los bolsillos llenos de papeles, arroja sobre el subgrupo de la
humanidad ilustrada –ese gran público al que los hijos de Occidente pertenecemos
y sin cuyo ascendiente todo le resultaría más fácil a la nueva lógica del viejo
Capital; penúltimos mohicanos de una Escuela provista aún de los rasgos
superestructurales de la sociedad disciplinaria (Foucault & Deleuze)– una
cantidad discreta de billetes con nombres visibles a contraluz, escritos con la
tinta de limón de un amanuense que todo prefiere hacerlo, en contraste con el Bartleby de Melville, cuyas cartas
perdidas o muertas se recuperan en forma de recuerdos sobrevenidos por obra y
gracia de nuestros dispositivos tecno-sensoriales.
Michel Foucault
Gilles Deleuze
Que esto suceda no solo no es malo (¿para los intereses de quiénes lo sería?), sino que resulta saludable. En ello interviene también, según los casos, una cuestión de estilo. Aunque las bromas nunca han estado ausentes de la filosofía –empezando por el padre académico de la misma, que pasó a la historia con el apodo “Platón”–, hoy parece que hay que tomarlas más en serio que nunca. Se han convertido en marca, en estilo. Es así que un filósofo de amplia formación y talento indiscutible como Slavoj Zizek, criado en el marxismo y en el psicoanálisis más exigente (o menos revistero), es leído y, sobre todo, visto en la Red por millares de diletantes que se ríen de sus chistes a costa del argumentario, que no falta en su caso.
Tal vez el
argumento consista precisamente en este efecto de superficie al que ya, por
fin, vuelve a saber jugar la profundidad: la risa del público asegura la
liquidez de la Banca filosófica. Parafraseando a Cervantes: ríen, luego
teorizamos. En otros casos, sin embargo, no es la broma la que marca la pauta,
pequeña eyaculación verbal en mitad de un argumento interruptus –pero que continúa, continúa, continúa–, sino la frase
rutilante que, a modo de conclusión a veces y, otras veces, a modo de premisa
mayor sin compañías menores, centelleará en las conciencias de los lectores
como la imagen que hace innecesario un silogismo. Es a este tipo de filosofía al
que corresponde el éxito de los herederos de una tradición continental que,
paradójicamente o no (si hacemos caso, con Derrida, al sonoro argumento de la
“fidelidad infiel”), se caracterizó por no disimular su efecto de profundidad
con los barnices de la seducción literaria.
Vaya por delante el
aprecio que sentimos por estos autores, a los que se debe la entrada de aire
fresco en los saloncitos apestados de truhanes filológicos con aspecto de
avezados comentaristas –como si detrás de cada papagayo se escondiera un
Averroes–. Si hablamos un poco mal de ellos, es porque lo esperamos todo. Son
los casos, por ejemplo, de Byung-Chul Han y de Emanuele Coccia, cuyo libro, El bien en las cosas, ha sido
afortunadamente traducido al español y publicado por la editorial Shangrila
Textos Aparte. Del alemán de Seúl no diremos nada, al menos aquí, siquiera sea
por no hablar un poco más y peor, pero sí del discípulo de nuestro venerado
Giorgio Agamben.
No se trata de escribir una reseña sobre el libro de Coccia que Shangrila, repetimos, ha tenido el acierto de traducir y publicar (pues no en vano se trata, en medio de un erial que no aspira a desierto, de un “Texto Aparte”). En cierto sentido, la crítica de este libro nos obligaría a aplicar la misma estrategia, tan cansina, que el profesor de linaje socrático emplea con el alumno que esboza una respuesta no justificada, arrogándose el derecho, contra la obligación del discente, de cubrir los huecos de su argumentación, cuando no de llenarlos de principio a fin con premisas ni siquiera implícitas en la respuesta del discípulo. Lean ustedes el libro y juzguen –si además han leído a Marx, a Adorno y a Benjamin, por citar solo tres nombres– si el argumentario de Coccia, al margen de las muchas referencias a pie de página, está a la altura de sus hermosas frases. Pues el libro es hermoso, ciertamente, y queda ya en este sentido justificado con la cita platónica que Emanuele reserva casi para el final: “A lo mejor, en efecto, no es lícito sino hacer lo que es bello en grado sumo”.
A lo mejor, a lo
mejor… A lo mejor, también, una reflexión más profunda, aunque en verdad más
aburrida, sobre la teoría del valor (de uso, de cambio) o sobre los modos de
producción –tópicos perfectamente a la mano– le daría al libro un aire más adusto
y erudito. Así que agradecemos a Emanuele la facilidad con que nos cuenta las
cosas; en particular, esa teoría implícita de los tres estadios de la moral –clásico,
literario y publicitario– con que apenas nos atormenta, pues de lo que se trata
quizá, en coherencia con el metamensaje del
libro, es de convertir la filosofía en otra especie de mercancía a la altura de
los infinitos-efímeros –permítase la expresión– con que la publicidad, al
margen de las derivas que Coccia no deja de advertir al final del libro, libera
a las cosas en su materialidad y a los seres humanos en su condición de cuerpos
o, de acuerdo con el título de un ensayo anterior, vidas sensibles. Sin
embargo…
Mucho más que la
nuestra, importa la opinión de Agamben. ¿Qué piensa él?, ¿qué ha pensado al
leer El bien en las cosas?, ¿acaso no
lo ha hecho? Al maestro le bastaron dos páginas para impugnar, desde el
principio, la Filosofía de la imaginación
del discípulo. Jamás un prólogo estuvo tan bien aprovechado e hizo, sin que al
parecer nadie se diera cuenta, parece que tampoco el autor prologado, tanto
daño: ¿y qué pasaría –se preguntaba el maestro (lo expresamos a nuestra manera)–
si no quedara sobre la faz de la tierra un intelecto particular del que pudiera
chupar o por el que, más bien,
pudiera ser succionado, en su conjunto de imágenes, otrora abstracciones, el
intelecto separado? Mas esta no es la cuestión –melancólica, en el sentido cinematográfico
de Lars von Trier–.
Emanuele Coccia
Puestos a simplificar, hagámoslo con cierto regusto escolar. Adoramos las transliteraciones con aspecto de analogías, ¿no es cierto? Todos sabemos que Marx era un hegeliano de izquierdas. ¡Ah, problema resuelto! Así que también, dado el magisterio que Giorgio ejerce sobre nosotros, Coccia es un agambeniano de derechas. ¡Oh, qué simpleza! ¿Qué quiere usted decir con esto? Es fácil. Para que haya un agambeniano de derechas se necesita un agambeniano de izquierdas. Este último recibe el nombre de una célula invisible o de un conglomerado aguerrido, al que el maestro hubo de amonestar a la vez que defendía: Tiqqun. (Los que sepan de qué hablamos no necesitan más pistas; los que no, que las obtengan por su cuenta: pongan “Agamben Tiqqun Libération” en el buscador, y solácense con el artículo “¿Terrorismo o tragicomedia?”). En absoluto se sugiere que la figura filosófica de Giorgio Agamben esté sobrevalorada, más bien al contrario. Hace falta ser él, tener su Genius, para despachar en dos o tres páginas la teoría de las Ideas de Platón –en Signatura rerum, por ejemplo– y salir más que airoso del trance óntico-ontológico. Así como hay dos Wittgenstein, siguiendo la propuesta de Bertrand Russell, también hay dos Agamben, aunque sincrónicos. Está “el escritor” –en Idea de la prosa, uno de sus textos más bellos–, y está “el erudito” que sigue el rastro metodológico de Benjamin o Foucault (tal vez por debajo de ellos). En cualquiera de sus registros, está el Agamben que libera el porvenir en la figura rutilante de lo “que viene”. Como él mismo indica en cruciales apostillas, no se trata de algo que esté por venir, un vislumbre de futuro, sino de algo que ya está aquí, “que viene”, como viene el lobo en el cuento infantil. Y es ante esta presencia inquietante por lo que unos y otros corren –o simplemente desplazan un pie– en la dirección que a sus temperamentos, talentos, certidumbres o incertidumbres conviene. Mientras que Tiquun elabora un programa político a partir de la dialéctica de los usos, aplicada con severidad retórica (tanto más severa cuanto más cáustico el humor) y desparpajo guerrillero sobre todo lo que huela a Estado pre y post-fabricado, Coccia y otros por venir se quedan –de acuerdo con la analogía hegeliana– con la doctrina estetizante que hace de “lo profano”, incluso en los áridos tiempos de una crisis más que sospechosa, el juego del gato que, a falta de ratón, siguiendo la imagen dibujada por el propio Agamben en Profanaciones, se entusiasma con su ovillo de lana.
Derecha e izquierda
no tienen su transcripción necesaria en las consabidas direcciones políticas
(esas que Lenin consideraba una oposición burguesa), aunque algo de eso podría
haber desde una lectura posicionada en alguno de sus extremos. Al sabotaje se
le opone la contemplación, a su vez reconvertida o relevada –por arte de
antiaristotélico birlibirloque– en poiésis
(producción); a la comuna, la comunidad de los ya para siempre infinitos y
efímeros (en una suerte insólita de hegelianismo invertido y poético para el
cual ya no se trata de que la sustancia se aprehenda a sí misma como sujeto,
sino de que sujeto y sustancia –el individuo y las cosas– se avengan en un régimen
franciscano de atenciones recíprocas: del “hermano lobo” a la hermana tablet). En ambos casos o direcciones se
reconoce, desde luego, el valor de la imagen y se reconduce, con mayor o menor
fortuna, la función denotativa del lenguaje a su instancia poiético-pragmática de
base. Si Tiqqun nos produce hervores de sangre, Coccia nos la endulza muy
amablemente. Baste con citar un solo párrafo del libro del buen Emanuele,
arcipreste de Agamben:
La publicidad es la forma primordial de nuestro lenguaje moral que ha
anticipado las formas, los registros, los esquemas de la vida moral
contemporánea: ha reconocido el primado de lo icónico sobre lo verbal; ha
comprendido la naturaleza psicagógica de la experiencia moral y superado
definitivamente el modelo de la filosofía de la praxis, al reconocer que la
felicidad no se produce a través de la actuación de un esquema práctico sino
gracias a la elevación del individuo a un grado de existencia superior; ha
comprendido que no hay mensaje moral sin narración o mito.
El mensaje moral
del ensayo de Coccia –puesto que el libro es un tratado de ética, sin duda: “Lo
que llamamos ética no es sino el
cuidado de esta división interna a toda cosa, o la ecuación (más o menos
peligrosa) que logra definir su identidad”– puede leerse en relación evidente
con tesis archiconocidas, aunque la obra no sea el mero producto de una
exhumación archivística. Han pasado diecisiete décadas desde que Marx escribió
aquello de que el mundo burgués, el imparable avance del capitalismo sobre el
mundo, disuelve todos los valores, rompe la solidez de los usos, costumbres y
tradiciones. El fetichismo de la mercancía es la plusvalía que resta (digámoslo con expresión paulino-agambeniana) cuando la
suma de las cosas, de la que dependía el valor del mundo, de un cierto mundo,
esto es, su sentido y dirección en el orden del tiempo, da como resultado un
conjunto abigarrado a la vez que vacío. Lejos de verse como una desgracia, a la
manera del socialismo nostálgico y reaccionario, esta es la oportunidad –el kairós– sobre la que se monta o, más
bien, se describe el montaje consumado, pero continuamente remozado en sus
decorados más perceptibles y en sus atrezzos más cambiantes, del nuevo
escenario mundial, tanto más espectacular cuanto más innegociable es su
extensión a nivel planetario. Ciertamente, las declaraciones de Coccia
pertenecen a esa tradición contemporánea –utilizando adrede el adjetivo, sin
ánimo de crear un oxímoron– que percibe con entusiasmo, o al menos sin
nostalgias ni fatalismos idealizados, la caída de un Antiguo Régimen
Ontológico, dando a las cosas el poder de “las cosas”, devolviendo a estas una
potencia al parecer nunca actualizada y promoviendo una soberanía contingente o
inestable de la que los individuos obtienen algo así como “la materia” a partir
de la cual, y dentro de sus límites productivamente franqueables, configurar
nuevos estilos de vida: “un grado de existencia superior”.
Y es aquí, en este
punto modal y moral, donde las declaraciones de Emanuele deben ser leídas a contraluz,
buscando en el billete, verdadero sin duda, los nombres de aquellos otros que
forman parte de las cuestiones que se disputan. ¿Están sus descripciones “a la
altura del Capital” (empleando la fórmula insuperada de Alain Badiou, reverso
de aquella otra, a saber: “platonismo de lo múltiple”)? No puede no haber
platonismo en un libro que unifica la multiplicidad –lo hace desde el momento
en que emplea categorías tales como “las cosas”, “la mercancía”, etcétera– y
que, además, moraliza el género sobre el que monta su discurso, aunque sea
este, siguiendo también la contemporánea tradición, un platonismo invertido que
no trata de “salvar las apariencias” sino, en todo caso, de salvarse en y con
ellas, restituyendo al simulacro, lo que aquí se ha llamado “el
infinito-efímero”, la dignidad que otrora se le daba a la Idea y sin renunciar
–léase otra vez– “a la elevación del individuo a un grado de existencia
superior”.
Entre los méritos
del libro de Emanuele, se encuentra sin duda el empeño por restablecer una
cierta alegría. Contra el pesimismo ontológico de los que no dejan de
refunfuñar a la vez que no se ahogan entre tanta “vida líquida” –empleando la
expresión de Zygmunt Bauman, cuyo talante no era menos alegre–, Coccia ofrece
al menos la posibilidad de asumir el naufragio como una aventura. No es de
extrañar, en este sentido, que en La vida
sensible aludiera a Ortega y Gasset, para sorpresa más de propios que de
extraños, ni que termine animando a la “desublimación del universo moral” como
única forma de hiperrealismo
deseable. En sentido contrario, cabe aducir que “las cosas” no son más o menos
cosas por el hecho de que así se las nombre. ¿Qué cosas son estas que merecen
el nombre de “cosas”? Respecto al uso de la palabra “publicidad”, solo
encubriendo el abuso de la misma puede justificarse la metonimia, que el propio
Coccia reconoce, en relación con el marketing y las deontologías del consumo
responsable. Sucede que, entonces, se reconoce implícitamente un uso difuso de
la palabra, introduciendo un concepto (en absoluto novedoso en la historia del
pensamiento) gracias a un error categorial, o a un exceso cuando menos, que no
por abarcarlo todo se convierte en acierto.
Tal vez al poeta le
resulte mucho más sencillo que al filósofo elevarse a ese grado de existencia,
esto es, elevar el lenguaje –pues de esto se trata, a fin de cuentas–, sin que
las idas y venidas entre significados, significantes y referentes conviertan el
discurso exhortativo, bajo apariencia descriptiva, en una amalgama
bienintencionada de insuficiencias dialécticas. El libro de Coccia es un
síntoma preclaro de la situación que, hace ya tiempo, Alain Badiou calificó
como sutura (reducción de la
filosofía a cualesquiera de sus géneros: poesía, matemática, política, amor),
mas, en cuanto preclaro, su lectura resulta, con vistas al mejor diagnóstico
posible, muy recomendable. En efecto, dentro de esa Derecha agambeniana, con
todas las reservas que se antojen a lo que no deja de ser una clasificación
orientativa, el autor de “La publicidad como discurso moral”, subtítulo de El bien en las cosas, es un referente a
seguir y, en cualquier caso, vistas las turbulencias que amenazan siempre a aquella
“serenidad para con las cosas y apertura al misterio” de la que hablaba y a la
que exhortaba Heidegger al final de Gelassenheit
(Serenidad), un término medio entre
el spot conceptual al que han sucumbido tantos talentos filosóficos y sobre el
que se han erigido tantas centralitas culturales (basta con echar un vistazo a
la Red: ¿encuentran ustedes a algún no-filósofo?) y el ensayo concienzudo que,
por amor al silogismo, malogra su efectividad en términos de “narración o
mito”.
Martin Heidegger
Terminamos ahí donde ustedes deben olvidar lo abrupto de este mensaje amoroso –pues no otra cosa es la Crítica: double bind del pensamiento– y disfrutar de El bien en las cosas. Lean ustedes a Coccia. Léanlo con la fruición del desenfado académico para no caer a los pies de los caballos academicistas, cuya voz es una coz que ya va pasando a la historia. Después, si les apetece, hagan el esfuerzo de comprender todo lo que está presupuesto en este fabuloso discurso. Léanlo a contraluz. De lo contrario, no les faltarán frases que colgar en su muro. Pues de eso se trata, de muros: “Las cosas humanas más antiguas de las que tenemos testimonio son piedras”. Si además lo adornan con otras tantas imágenes de Tiqqun, tal vez consigan contrarrestar el impulso diestro-siniestro de ambas fuerzas y ocupar una posición central, como sería la del maestro: nuestro querido, nuestro amado, nuestro venerado a más no poder, venga lo que venga y sea de la filosofía lo que fuere, el que ya está y viene, ni sagrado ni secular, siempre profano, nuestro gato de la guarda, donde nos ovillamos a veces místicos, otras veces atrabiliarios y subversivos, ora poéticos, ora discursivos, “por diferentes razones... de un modo especial”, adorado Giorgio Agamben. Sentado a su diestra, Emanuele Coccia.
Si en verdad “el
mal es solo el efecto de un exceso y una incompatibilidad de bienes
heterogéneos”, hay que reconocerle al profesor de París y de Friburgo de
Brisgovia, doctor en Filosofía medieval por la Universidad de Florencia, el
gran mérito de reconducir el discurso sobre la publicidad a un territorio que,
sin pretenderse paraíso, nos concede la posibilidad (cuando menos moral, en
buena lógica kantiana) de cosificarnos positivamente, sin despreciar como una
señal de arrogancia esa misma publicidad que, salvo en las horas más impotentes
–acaso más bellas– de nuestra vida, hacemos de nosotros mismos: no tanto de las cosas, cuanto de las nuestras.