CONTRABANDOS DE DIALECTOS
Jesús Cortés
La Terra vista dalla Luna, Pier Paolo Pasolini, 1967
SAPERE AUDE
En algún momento hacia la llegada de la primavera de 1976, comenzaron a remitir los laudatorios dedicados a la figura de Pier Paolo Pasolini, asesinado en noviembre del año anterior.
Ni que decir tiene que, aprovechando la compañía de los cuervos (que emigrarían en cuanto llegasen las flores), según quien hubiese tomado la palabra, la semblanza fue más reprobatoria que nunca. Tan estigmatizada como estuvo siempre su imagen pública por la obra que había dejado como legado.
En los más diversos foros y desde numerosos puntos de vista, habían sido sus películas, sus textos y sus frases más altisonantes, objeto de renovada atención durante semanas. Más a fondo que nunca y con esa típica exaltación –aburrida en los peros y un poco incoherente en lo que respecta a los parabienes recibidos, porque no había concitado en vida consenso ni siquiera entre quienes lo estimaban– que siempre se da en los casos de desapariciones inesperadas y violentas.
Tan luctuoso acontecimiento había facilitado a todos la inmemorial tarea de encajar su obra en una cultura y en particular en una cinematografía como la transalpina, que había atravesado una época esplendorosa en los tres decenios anteriores y en la que Pasolini había sido, antes incluso de su debut, un outsider.
Un puñado de autores foráneos (no sólo cineastas, también dramaturgos, etc.) quizá más prestos y libres de prejuicios para entresacar lo bueno y no darle vueltas a lo menos logrado, habían sido los depositarios más válidos de su arte. Quienes habían entendido mejor su sensibilidad y quienes le habían hecho cobrar más prestigio con el eco que devolvían sus imágenes y palabras. Un eco que ponderaba y matizaba la propia visión e influencia de sus películas en Italia.
Decía que todo se había vuelto más simple de puertas para adentro porque Pasolini yacía, desde aquel descampado de Ostia, como ese trágico que siempre había anunciado.
A los pocos minutos de su opera prima, Accattone (Pier Paolo Pasolini, 1961), ya supo su protagonista que iba a dar satisfacción al pueblo si perecía al efectuar un salto desde un puente.1 Desde entonces, la atribulada mente de su creador había encontrado refugio en un puñado de personajes que podían desaparecer en cualquier momento. Hombres y mujeres que no sabían lo que era el futuro ni siquiera cuando viajaban (cuando se buscaban, no desdoblándose sino redoblándose como en el teatro de Jean Genet) al pasado, reconocibles por parecer siempre de otro lugar, de otra época, de otra cultura.
La gran notica del escándalo –aún hoy un confuso episodio– en torno a su obra postrera, Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975), iba a cobrar mayor dimensión con el estreno del filme (hordas de espectadores indignados, secuestro judicial de latas en varios países, el productor a la cárcel…) e iba a dejar un poco más huérfanos a sus detractores que a sus admiradores, que se encontraban, de repente, con un condicionante ineludible para seguir opinando: la mitificación.
Se extremaba un culto, sí, pero no había grandes cambios en el panorama de la creación para cualquier arrojado, cualquier inquieto. Porque ahí fuera seguía expandiéndose la intemperie que habían traído varias convulsiones recientes, por más familiaridad que ya tuviesen para los espectadores (...)
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