Botonera

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3.5.15

XXI. "PIER PAOLO PASOLINI. UNA DESESPERADA VITALIDAD", Revista Shangrila nº 23-24, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




TEMPORADA DE CORDEROS.
PASOLINI Y FRANCIS BACON: ÚLTIMA CITA EN SALÒ
Mariel Manrique




Agnus Dei, Zurbaran




Hacían falta corderos. Con razón o sin ella. Un páramo los habría permitido. Corderos por
 la blancura. Y por otras razones todavía oscuras. Otra razón. Y para que pudiese de repente no haber ninguno más. En temporada de corderos. Que de pronto ella pudiese alzar los ojos y no ver ninguno. Un páramo no los habría excluido. En fin lo hecho hecho está. Y qué corderos. Sin vivacidad alguna. Manchas blancas en la hierba. Apartados de madres indiferentes. Estáticos. Luego
un momento de extravío. Luego estáticos de nuevo. Así sucesivamente. Decir que
aún hay quien vive en estos tiempos. Tranquilidad.
Samuel Beckett, Mal visto mal dicho, 1981

Hacer cine es escribir en un papel que arde.
Pier Paolo Pasolini, “Ser, ¿es natural?”, Empirismo herético, 1972

Sevilla, hacia 1635. Zurbarán comienza a pintar una de sus seis versiones del Agnus Dei. Lo sagrado suele ser sinónimo de lo monstruoso y escribirse en latín. Si esta fuera una pintura religiosa, el cordero debería tener su cielo redentor, su ángel y su verdugo, sus atributos típicos del sacrificio. Pero el cordero no sabe que va a la muerte, no es aún un cordero degollado, solo soporta un cordel que lo inmoviliza al ligarle las cuatro patas, para excluir la posibilidad de fuga y manipular en forma rápida y eficaz las contorsiones en el instante del terror. El golpe será seco. Si esto fuera una naturaleza muerta, el cordero, como alimento exhibido en la mesa del bodegón del cuadro, no debería estar vivo. Pero este Agnus Dei vive, respira todavía, en un limbo pictórico entre géneros, suspendido en el paréntesis de una mansa espera. No se rebela porque ignora su destino. Es puro cordero en estado puro, porque Zurbarán explora y remonta su topografía para inscribirla en un lienzo que bien podría funcionar como una ficha anatómica exhaustiva: se observa el desgaste desigual de las pezuñas, la curvatura infantil de las pestañas, las mucosas rosadas de la nariz que denotan un excelente estado de salud, los cuernos triangulares que inician su segunda voluta y dejan la oreja izquierda al descubierto, el vellón homogéneo sobre el cuerpo y la lana blanca y amarillenta en los escudos, que uno quisiera acariciar si tan solo pudiera extender la mano y encontrar, allí, a este “formidable ejemplar merino del Siglo de Oro español”, de “ocho a doce meses de edad” (conforme la conclusión de los especialistas zootécnicos) que aguarda, inconsciente, su degüello. Pero “esto no es un cordero”, tal como no eran pipas las pipas pintadas por Magritte en La traición de las imágenes (1928-1929). Es la representación, metafórica o simbólica, del hijo de Dios supliciado por su Padre en una cruz para quitar los pecados del mundo; del hijo de Abraham, a punto de ser degollado por su padre para probar su lealtad a Dios. Es un santo inocente, privado de conciencia y voluntad; no puede saber ni podría querer, o no, controvertir la cita ritual y sangrienta que le aguarda. Su herida lo precede. “Mi herida existía antes que yo: he nacido para encarnarla”, escribió Joe Busquet. Los corderos de Dios eran ternura y fueron destrozados. No quitaron los pecados del mundo ni nos dieron la paz.

Ostia, 2 de noviembre de 1975. María Teresa Lollobrigida declara al diario Il Messagero que fue la primera en ver el cuerpo. Había llegado a la mañana a la ciudad balnearia de Ostia, en las afueras de Roma, en el Citroën familiar, para continuar la construcción de una casita de veraneo. “Le dije a Giancarlo, mi hijo: fíjate qué hijos de puta los que vienen a tirar esta inmundicia delante de la casa”. La inmundicia estaba boca abajo, con la cara desfigurada y la cabeza estrellada contra el piso, el pelo empapado en sangre, las piernas fracturadas y los dedos cortados. Era un pedazo de carne. Llevaba una musculosa verde, un jean manchado de grasa y unas botas marrones. “Seguimos adelante y avisamos a la policía”. La policía detiene, en el Alfa Romeo 2000 GT de la víctima, a Giuseppe Pelosi. Diecisiete años, antecedentes de robo. Pelosi pide en la comisaría que le devuelvan sus cigarrillos, el encendedor y un anillo de oro con una piedra roja, que horas más tarde es encontrado cerca del cadáver. Sufre una crisis nerviosa y confiesa ser el asesino. El muerto es Pier Paolo Pasolini. Ninetto Davoli, su adorado actor no profesional, su amante durante quince años y con quien había cenado la noche anterior en el restaurante Pommidoro, reconoce el cuerpo hecho pedazos, al que el Alfa Romeo le ha pasado por encima. La piedra roja del anillo de Pelosi lleva grabadas dos águilas y una leyenda: United States Army (...)



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