Las cosas no solo nos rodean: nos definen. Somos en nuestra relación con las cosas, más que con nosotros mismos o con los otros. No podemos pensarnos sin ellas. Pantalones, cucharas, cuadernos y lámparas. Peines, collares, cuerdas y pañuelos. Las ciudades hablan de las cosas desde las piedras de sus muros. La modernidad trueca columnas trajanas y altares medievales por letreros luminosos y escaparates al paso. Ya no hay dioses ni héroes. Ya no hay Dios. El amor por las cosas, condenado como idolatría o animismo de los pueblos bárbaros, retorna en el esplendor de los laicos objetos cotidianos, recuperados en la vida narrada en las novelas. La publicidad no es una consecuencia del mercado ni una invención del tardocapitalismo, no es la retórica engañosa de una hegemonía cultural: es el dialecto del hombre contemporáneo, desplegado como un atlas variable en la piel de la piedra de las ciudades. El simbolismo urbano es la obra de arte total. Lápices labiales, teléfonos móviles, pasteles y panes. Zapatos y sopas, sillas. El bien es heterogéneo y contingente y anida en las cosas. El mal no es la ausencia de bien sino su exceso, la incompatibilidad de bienes dispares. La vida de las mercancías es política y la publicidad es un fenómeno intrínseco a esa vida. El mercado no ostenta, frente a la publicidad, ninguna primacía o preexistencia. Las piedras han cantado desde siempre.
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11.5.15
I. EL BIEN EN LAS COSAS.
Las cosas no solo nos rodean: nos definen. Somos en nuestra relación con las cosas, más que con nosotros mismos o con los otros. No podemos pensarnos sin ellas. Pantalones, cucharas, cuadernos y lámparas. Peines, collares, cuerdas y pañuelos. Las ciudades hablan de las cosas desde las piedras de sus muros. La modernidad trueca columnas trajanas y altares medievales por letreros luminosos y escaparates al paso. Ya no hay dioses ni héroes. Ya no hay Dios. El amor por las cosas, condenado como idolatría o animismo de los pueblos bárbaros, retorna en el esplendor de los laicos objetos cotidianos, recuperados en la vida narrada en las novelas. La publicidad no es una consecuencia del mercado ni una invención del tardocapitalismo, no es la retórica engañosa de una hegemonía cultural: es el dialecto del hombre contemporáneo, desplegado como un atlas variable en la piel de la piedra de las ciudades. El simbolismo urbano es la obra de arte total. Lápices labiales, teléfonos móviles, pasteles y panes. Zapatos y sopas, sillas. El bien es heterogéneo y contingente y anida en las cosas. El mal no es la ausencia de bien sino su exceso, la incompatibilidad de bienes dispares. La vida de las mercancías es política y la publicidad es un fenómeno intrínseco a esa vida. El mercado no ostenta, frente a la publicidad, ninguna primacía o preexistencia. Las piedras han cantado desde siempre.