Botonera

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20.5.15

DERIVAS Y FICCIONES - TU CABALLO POR MI REINO, SOLO SI YO SUPIERA: 'RED SOCIAL' ('THE SOCIAL NETWORK', DAVID FINCHER, 2010)





THE SOCIAL NETWORK 
(RED SOCIAL, DAVID FINCHER, 2010)

TU CABALLO POR MI REINO, 
SOLO SI YO SUPIERA




POR MARIEL MANRIQUE


Una sospecha horrenda recorre el mundo: Mark Zuckerberg, el creador de Facebook (al menos tal como ha sido guionado por Aaron Sorkin y filmado por David Fincher en Red Social - 2010) jamás ha tenido un Rosebud. Si la sospecha se propagara como un virus por las plataformas 2.0, a Zuckerberg no le importaría. Pero flota como el perfume de la peste en un mundo con el que Zuckerberg no puede lidiar: el mundo real que te lleva puesto, a menos que le opongas tu escudo íntimo de experiencias personales. Experiencia entendida como Erfahrung (esa "moneda en la ranura", diría Walter Benjamin, ese acontecimiento vital imbuido de peligro, digno de ser narrado y susceptible de generar, como la piedra arrojada al río, múltiples ondas concéntricas) y no como Erlebnis (la vivencia superficial y efímera que se agota al instante de ser experimentada). 

Facebook fue concebida como un bruñido Erlebnis, como acto de venganza y último tributo a una novia fugitiva que seguramente hubiera preferido recibir un ramo de flores (ni hablar del sublime bonus track que hubiera significado agregar una tarjeta dedicada de puño y letra) o, como mínimo, ser escuchada en lugar de que se le corrijan sus faltas de ortografía.

Porque Zuckerberg es un lisiado emocional. Desde el pedestal altísimo de su IQ, su vocación y su condena es el monólogo a velocidad de vértigo, escupido con la misma ansiedad con la que estruja el teclado al que desplazó su líbido y sobre el que bien podría derramar, frenético y finalmente exhausto, todo su semen. Zuckerberg no solo no puede elaborar una respuesta (a preguntas que invariablemente le resultan estúpidas) sino que tampoco puede prestar su oído, clausurado y de espaldas a las necesidades de la "gente común". 


Ciertos nerds hackean sistemas amurallados como Pentágonos virtuales pero que se preparen, en esta sociedad supuestamente tolerante a la diversidad, si son judíos, feos y faltos de verba florida; si no logran llenar con sus dones congénitos los cristalizados casilleros de la aceptación social. "Cero glam", será el sello que porten en la frente, como un estigma. El glam que a ellos les ha sido negado, otros lo derrochan. Como Sean Parker, el creador con purpurina de Napster, que merodea a Zuckerberg como un tiburón. No ha olido sangre sino billetes. Que unan fuerzas, entonces, para mudarse de un modesto e ignoto garage a una mansión con piscina en Silicon Valley, ser billonarios y portada de revista, levantarse chicas de ojos redondos o rasgados y tomar alcohol hasta el amanecer. Porque en eso consiste "llegar", en la carrera ciega de los magos de las redes sociales.


Red Social muestra en forma directa y evidente, con la misma falta de espesor que su "objeto de estudio", que el "goce" 2.0 es sustraerse de un mundo intolerable y de la densidad aterradora del tiempo para dejar volar las horas en estado "wired" ("conectado", con la misma abstracción de un obrero en las líneas fordistas, a la burbuja autoprotectora) o aspirando líneas de coca sobre el vientre desnudo de una amante casual. El "goce" de los nenes .com es rápido y carente de novedad, por eso no hay respiro entre los planos y contraplanos de un montaje clásico, musicalizado con los bits electrónicos de Trent Reznor y Atticus Ross y jalonado con el retorno del  Edward Grieg de In the hall of the mountain king.

El regreso al biopic de factura clásica no es casual, porque uno de los temas nodales de Red Social (el ascenso, la degradación y la soledad del poder) es tan antiguo como Shakespeare. Solo cambia la escenografía. Sabemos que Zuckerberg pasará del rechazo en los clubes de élite del campus universitario a la categoría renacentista y paradójicamente perimida de "genio", que en ese tránsito traicionará a su mejor amigo y primer inversor licuándole impiadosamente sus acciones corporativas y que acumulará una fortuna cuyos ceros no tienen sentido.

Porque Zuckerberg tiene obturado el principio del placer (y es como si esa obturación estuviera tallada en su propio cuerpo, rígido y envarado, del que no muestra un centímetro de piel) y no gasta un dólar. No es un filántropo, un avaro ni un asceta sino un autómata en sandalias que habita una pecera sin contacto con el mundo "exterior" (casi todo la película transcurre, en efecto, en interiores).

En esas sandalias radica su excentricidad: son la silla de ruedas del que jamás podrá integrarse al "círculo" de los "comunes", porque carece del equipaje emocional para hacerlo. Deberá deslizarse entonces hacia el círculo áulico de los "triunfadores", donde (como bien le advirtió su novia antes de abandonarlo y le recordará su abogada al concluir el filme) seguirá siendo el imbécil que fue. Vaya una mención especial para estas mujeres, las únicas dos que parecen calzar cerebro entre una pléyade de subnormales que actúan como groupies o consumen el merchandising estudiantil estampándose en las bragas el nombre de su universidad. 


El horror, ya se ha dicho, es que aquí todo es presente absoluto y un Rosebud sería un objeto vintage quizá solo apreciado por los anunciantes, mientras los inversores de capital abren sus puertas al pobre niño rico. 

En cuanto al estado de las cosas, poco ha cambiado aunque se multipliquen las pantallas. El gobierno egipcio de Mubarak ordena el bloqueo a Internet, pero en la Plaza Tahrir vuelan metales y piedras y el resultado se define por la cantidad de muertos y cuerpos ensangrentados.

No se trata de que Zuckerberg pensara en un instrumento "revolucionario", en el sentido de intervención de ese instrumento en los modos estructurales de la vida, los mismos modos (intolerantes, competitivos y hostiles) que condujeron a Zuckerberg, un paria universitario, a construir Facebook. Se trata, en el extremo opuesto, de definir a Facebook, en su origen, como un instrumento netamente "conservador", un puzzle cuyas piezas andaban sueltas por ahí (en el algoritmo de su amigo Edoardo Savarin y en la idea de los gemelos Wincklevoss) y que Zuckerberg tuvo la clarividencia de encastrar (o, si se prefiere, robar) para salir del anonimato y devolver, en forma, el daño que ese anonimato le infligió.


Si por “revolución” se entiende la puesta en marcha de un proceso de cambios radicales en los modos de vida de las sociedades capitalistas avanzadas, la “creación” de Zuckerberg no pertenece en absoluto a dicho proceso. Se trata, por el contrario, de un nuevo medio de comunicación en el que circulan viejas formas de interacción social determinadas por las clases sociales.

Más allá del trillado y previsible abordaje de Facebook desde la perspectiva de la incomunicación y la soledad individual (tomando como epítome al adolescente fletado por la novia al inicio del filme, que agoniza esperando que ella confirme, en la vocación circular de la última escena, su "solicitud de amistad"), debiera quedar claro que Facebook no es un “punto de partida” que permite establecer relaciones con nuevos “amigos” sino, muy por el contrario, un “punto de llegada” de sus “usuarios”, previamente tamizado por un conjunto de instituciones socio-culturales y fuertemente condicionado por el lugar asignado en la distribución social de la riqueza.

Los “gustos” e “intereses” formadores de los “perfiles” de los usuarios de Facebook ya fueron escritos. Estos usuarios solo completan un multiple choice establecido “desde arriba”. Nada más ilusorio, como advirtiera Freud, que la creencia en la autonomía individual a partir de lo que uno “cree” que es.

La creencia en esa supuesta autodeterminación es intrínsecamente conservadora del statu quo. No solo porque los “perfiles” reproducen lo que ya es valorado socialmente (los “usuarios” saben perfectamente qué es lo que se valora y cómo repercutirá virtualmente su elección) sino porque la propia “creencia” genera el espejismo de la autonomía individual.

Se trata de un espejismo de “máxima”. A diferencia de los gestos de distinción social comunes a una sociedad de consumo condicionada por el dinero, ahora el espejismo es ilimitado: en la creación de los “perfiles” no hay límites (incluyendo la mentira). Todo puede ser incluido y todo puede ser mezclado para seducir, potencialmente, a todo el mundo. Podemos crear nuestro doppelgänger perfecto. Nos mostramos como queremos que el mundo nos vea y ocultamos en los álbumes personales las peores fotos.

En este sentido, Facebook podría aparecer como la máxima expresión de la individualidad y la igualdad. Lo que ni las religiones ni los regímenes políticos modernos han podido crear, habría sido creado por la “atmósfera” Facebook. Sorteado el límite de la electricidad, la computadora propia y el acceso a Internet, las nuevas redes sociales se presentan como una república democrática virtual.


Una vez puestos a “navegar”, el mundo virtual es simplemente uno e indiviso, sin clases sociales ni modos de opresión o represión a revertir. Lo único que existen son distinciones personales, determinadas por “gustos” e “intereses”. Y nada hay más democrático que el culto a las distinciones: lo que define (distingue) a los usuarios es sencillamente lo que eligen, ya sea una serie televisiva, un equipo de fútbol o una marca de comida rápida.

Claro que esta república es falsa. Es un pasatiempo en un mundo atroz y, aun en el juego de “lo virtual”, ofrece a sus ciudadanos escasas libertades. Las plantillas en las que volcamos nuestros “gustos” e “intereses” ya están establecidas y no permiten sutilezas ni ambigüedades. Las expresiones “me gusta” / “no me gusta” se presentan como alternativas binarias radicales, matizadas por el breve “comentario” personal. Facebook permite inventarse una identidad y, como ese golem gigantesco y evasivo bautizado Wikipedia, actuar con la impunidad de los avatares. Facebook, con su formato de formulario burocrático y su convocatoria a la diversión y el bienestar personal, ha sustituido el antiguo diario íntimo guardado bajo llave, ese cuya lectura por un extraño se consideraba un ultraje y en el que se volcaba la desesperanza y la pena.  
Un insumo de la “república virtual” es el look de su propio mentor, un chico “común y corriente” que aparenta ser “uno de nosotros”. Será por ello que la palabra “billonario” asociada a Zuckerberg no genera espanto, náuseas ni pudor. Quizá no genere escándalo que un chico de apenas 26 años sea billonario y esto también es muy poco revolucionario en la vida de Zuckerberg. Es más bien una evidencia, como creían los viejos calvinistas, de la recompensa al esfuerzo y la creatividad individual.


Conforme a esta retórica puritana, podremos alcanzar nuestras “metas” si nos esforzamos lo suficiente. Esta es la faceta emprendedora de Zuckerberg, el geek que ofrenda su vida al monitor para “hacerse a sí mismo”. De ahí a afirmar que quien fracasa en la consecución de sus metas es porque no se ha esforzado “lo suficiente”, hay un paso. “El futuro está en mis manos” no es solo una vulgar sentencia del burgués emprendedor sino la utopía del individualista.

Bajo esa pastoral del esfuerzo se esconde ni más ni menos que una lucha encarnizada por el éxito, motorizada por una inicial intoxicación de resentimiento y una progresiva avaricia emocional sin tapujos. 


El daño propinado al  Zuckerberg "invisible" se encarna en los destinatarios básicos del sopapo creativo que lo catapultará a los espacios VIP, convirtiéndolo en una suerte de estrella pop: los gemelos Wincklevoss, rubios líderes de la manada, expertos remeros y principitos de Harvard, representantes de los "viejos millonarios" que Zuckerberg (el judío "en guerra" con los WASP) humillará con sus billones, en la cadena progresiva de "nuevos ricos" tan cara al capitalismo duro y puro. 


Los Wincklevoss reinan con su carisma en los clubes universitarios donde se los entrena para el éxito a toda costa y se simula socializar mientras se revisa la agenda. Zuckerberg ingresará a esos clubes no para destruirlos sino para perpetuar, bajo nuevas formas, el cálculo y la hipocresía de sus cimientos.  


En una escena agudísima de Red Social, Fincher muestra el perfil difuso de un asistente a la tradicional Henley Royal Regatta, la competencia de remo disputada en el Támesis en la ciudad de Henley, Inglaterra, desde 1839. La escena, con su panorámica de exteriores desmarcada del resto del filme, es estrictamente tributaria de la estética del S. XIX. Los remeros Wincklevoss pierden por muy poco. Apenas un poco más y hubieran triunfado. Apenas un poco más y hubieran sido los Wincklevoss, y no Zuckerberg, quienes inventaran Facebook. La escena denota cómo, por tanto y por tan poco, cambian los nombres en el ranking de fortunas del S. XIX al S. XX.




Los inversores eligen las manos en las que depositarán sus capitales. Su ley es la acumulación y la garantía del cumplimiento de esa ley, la reproducción del orden existente.

Quizá Zuckerberg desee cambiar su reino por un caballo. O un Rosebud. Pero no sabe cómo hacerlo y ha hecho todo lo posible por no saber, por no tener un Rosebud, por olvidarlo si lo ha tenido o por hacerlo pedazos.

Mientras tanto, cada uno podrá hacer con Facebook lo que quiera. Ignorarlo o intentar expandir los límites de su conservadurismo, agitando, desde adentro, los casilleros de sus formularios.