ONLY LOVERS LEFT ALIVE
(SOLO LOS AMANTES SOBREVIVEN,
JIM JARMUSCH, 2013)
TE QUERRÉ SIEMPRE
POR MARIEL MANRIQUE
Los vampiros, aristócratas por naturaleza, tienen
todo el tiempo del mundo. Se les concedió la eternidad, con la misma condición
irreversible impuesta a la vida mensurable de los proletarios. Los proletarios
deben procurarse el pan; los vampiros, la sangre. Así, las criaturas ancladas
en los polos del imaginario humano están sujetas, ambas, al imperativo de la
necesidad básica satisfecha. Ambas tienen que salir de casa, ambas están
obligadas a cazar. Este vértice común (el hambre y la sed) nos une tanto al
vampiro como su condición de doble, nómada y nocturno, de nosotros mismos.
El vampiro nace en la Antigüedad y atraviesa sagas y leyendas medievales hasta
consolidarse como figura monstruosa y acechante en el marco del nacimiento de
las grandes metrópolis, al amparo de la Revolución Industrial ;
es contemporáneo del flâneur, que pasea sin rumbo definido
entregado a la observación apasionada de la ciudad moderna (moviéndose en esa
deambulación anónima en la que simultáneamente es parte pero está aparte, como
un “caleidoscopio consciente”, “un cúmulo de energía eléctrica”, según
Baudelaire) y el detective, que ausculta las pistas del crimen en una multitud
urbana en la que cualquiera, incluso el transeúnte que camina a tu lado, puede
ser el asesino.
El flâneur
explora el paisaje, el detective investiga sus rastros de sangre; sobre ambos reina
el vampiro desde el lado de la sombra, desde el submundo irracional del
inconsciente, como la siniestra anomalía que trastoca el “sueño de la razón”
(instrumental) y oficia de contrapunto al racionalismo (iluminista) encarnado
en la figura del científico-religioso, el Dr. Van Helsing armado de su estaca y
su crucifijo, el agua bendita y la impotencia de sus manuales médicos, y su
corriente impiadosa de luz diurna.
Jim Jarmusch irrumpe en el género de la
“vampiria” para provocar una torsión inmensa en sus núcleos duros: los trabaja
y los cincela (como si fuesen los huesos y los pómulos de su pareja protagónica
de amantes, Adam & Eve) para desplazarlos a un S. XXI donde el enemigo ya no
es la ciencia aliada a la religión, la burguesía en ascenso frente a la
aristocracia feudal opresiva y decadente ni una tribu rival (no hay en su
película rastros de Van Helsing, abogados expertos en transacciones comerciales
ni licántropos) sino el desencanto que alimenta el impulso suicida. A la
melancolía que el vampiro lleva como una medalla, en su carácter de huérfano
absoluto y desterrado terminal, ajeno al contrato social y atravesado por el
anhelo del “hogar perdido” (ese que nunca tuvo y se le exhibe brutalmente, por
ejemplo, en el camafeo con la imagen de Mina que Jonathan Harker atesora en el Drácula de Bram Stoker), se suma el
desconsuelo y el hastío ante lo que la humanidad (esa patria de “zombis”, de
“muertos vivientes”) se ha hecho y continúa haciéndose a sí misma.
La propuesta de Jarmusch es elemental: en un
mundo arrasado, solo los amantes sobreviven. Los amantes concebidos como
aquellos capaces de experimentar amor hacia un animal o una planta, un libro o una
partitura musical, un disco de vinilo o un laúd, es decir, los tesoros del
mundo de los zombis. El amor como una sensibilidad cargada de memoria y
compartida, más allá de la presencia física y el sexo; como un antídoto contra
la anhedonia. La anhedonia como un mal que no distingue entre zombis y
vampiros.
I. Las largas noches de Tánger y
Detroit
Para Jarmusch, una ciudad entera equivale al
castillo del vampiro, lo extiende y lo transforma. No estamos ante la “morada
negra” enclavada en lo alto de una montaña, con sus torres y sus murallas
defensivas y su laberinto subterráneo de bóvedas, pasadizos, criptas y
corredores. Estamos en Tánger con Eve y, con Adam, en Detroit. De estos
espacios urbanos históricamente mortales para los vampiros, los amantes de
Jarmusch han hecho sus comarcas, porque ellas reciben, procesan y devuelven,
por irradiación, sus ADN.
Eve no “vive”, exactamente, en Tánger: es el
sensualismo marroquí encarnado, inscripto en sus túnicas estampadas, sus kimonos,
sus livianas pashminas, el mosquitero
tembloroso de su cama, las sábanas y los cojines coloridos de su cuarto. Textura.
Eve porta como una corona una mata de cabello albino, Eve podría ser de arena.
Táctil y luminosa, su cuerpo es un radar en la patria del exilio voluntario de
los beatniks. Ha vivido siglos sin
dejar de sorprenderse, entregándose a la concentración y el estremecimiento ante
cada fenómeno natural (hongos y perros designados en su nomenclatura latina,
estrellas enanas que emiten el sonido de un gigantesco gong) y la experiencia
cultural de cada época (su mentor es Christopher Marlowe devenido vampiro,
lamentándose aún por el hecho de haber sido el escritor fantasma de William
Shakespeare; Eve se asoma como una niña a la ventanilla del viejo Jaguar que
conduce Adam por una Detroit en ruinas, para mirar la casa de infancia de Jack
White).
Por mandato fisiológico, en su vida la rutina
diaria está invertida: se vive de noche y se duerme de día. Eve se duerme
rodeada de fetiches personales: los libros polvorientos de su desordenada e
interminable biblioteca. Posee el don de lenguas, traduce mentalmente palabras
como pájaros mientras roza las páginas con las yemas pudorosas de sus dedos,
como una ciega que ejecuta el braille o una purísima conciencia atemporal,
duplicada por la conciencia de la cámara que la capta tendida en su lecho, como
un barco en un mar de libros, en plano cenital (el plano de los satélites o los
helicópteros, o el último peldaño de las escaleras) para fundirla siempre en
ese plano cenital con Adam, en su estudio en penumbras de Detroit. El fundido
es circular y gira al compás de un disco de pasta a 45 rpm, mientras Wanda
Jackson canta Funnel of Love (“my head is spinning around and around”).
Adam es un coleccionista de instrumentos y
equipos musicales antiguos, desde violines a guitarras de rock, que puede datar
al tacto. Enamorado de los excéntricos inventos de Nikola Tesla, el inventor
condenado al ostracismo por ser el más “delirante” de su tiempo, Adam ha
equipado eléctricamente su refugio según sus fórmulas. La música es la cuerda
que lo vincula al mundo, frente al que ha construido sus altares: la pared de
su estudio es un mural tapizado con fotografías de sus faros (Mark Twain,
Thelonious Monk, Billie Holiday o Buster Keaton). Su depresión creciente se
anuda a la ansiedad de un doble movimiento contradictorio: poner su música en
el mundo, retirarse del mundo y persistir en su invisibilidad. El mundo es
Detroit, en quiebra y abandonada, con su Michigan
Theatre convertido en garaje, su
utopía automotriz y musical hecha pedazos y su arquitectura de “París del Medio
Oeste” degradada y vuelta un parque temático de ruinas. “Esta ciudad renacerá”,
susurra Eve, “vendrán a buscar el agua”.
El fundido circular es la marca de estilo de un
amor poblado de citas a íconos culturales, que no obstante resiste como
contracultura. Adam & Eve están confinados al encierro circular del paria o
el freak y gozan, al mismo tiempo, de
un círculo invencible: el aro sensible de su relación telepática, que hace del
círculo condenado del confinamiento el círculo prometido del reencuentro y que
solo podría extinguirse por sed no saciada, si fracasara el delivery de plasma premium, o un disparo auto-infligido en el pecho, con una bala de
madera que diga “basta”.
Jarmusch ancla a Adam & Eve en Tánger y
Detroit e invierte el tópico vampírico del nomadismo, con Drácula que viaja, de
los Cárpatos a Bremen o de Whitby a Londres, con la cabeza inmóvil y atrapada
en una obsesión ambulatoria. No solo los ancla sino que los suelta en la ciudad,
emancipados de otros tópicos clásicos del género: el agua como una constante en
el itinerario nómade, símbolo del líquido amniótico y clave de bóveda de una
meteorología blanca, signada por la presencia de la nieve, la humedad, los
puertos y el frío; y el ataúd al que irse a dormir como un útero-cuna, envuelto
en capas de tierra como un animal, en la profundidad de un sótano. Adam &
Eve recorren las ciudades donde habitan (o que los habitan). No se desplazan
sino para auxiliarse ni descienden más que para sostenerse. Son transeúntes
nocturnos que constatan, una y otra vez, la topografía urbana.
El movimiento físicamente descendente del
vampiro está abolido en el filme. Y la horizontalidad maldita que lo consagró
nuestro doble, “lo otro de sí” que no quiere verse, lo censurado y reprimido,
está presente (porque Adam & Eve son vampiros al fin y el éxtasis de la
sangre es inevitable) pero desplazado y elidido. La extranjería de Adam &
Eve deriva no tanto de los siglos a su disposición y el karma de los colmillos
afilados sino de la lentitud delicada de sus movimientos y el uso preciso y
punzante del lenguaje.
Adam & Eve no son hipsters lánguidos sino lo que siempre han sido los vampiros:
dandis ilustrados y sin descendencia, sin urgencias ni imperativos de mercado.
Aun así, su lentitud en la película es inherente al eje de sus pasiones: Eve se
demora al leer, Adam se pierde en un bosque sin relojes cuando compone música.
Eve podría perderse en las callejuelas laberínticas y los cafés de Tánger, si
no salieran a su paso pobres desconocidos dispuestos a ofrecerle lo que no
necesita; Adam conduce a paso lento su automóvil en la oscuridad, para indagar
y confirmar el estado fantasmal de Detroit. El lenguaje corporal de Adam &
Eve es lento, a contra corriente de la velocidad del tiempo que esta vez les
toca vivir. Pueden treparse a aviones o contactarse vía Skype con sus teléfonos móviles
pero sus actos son una ceremonia (íntima)
en los que cada palabra, y pronuncian muy pocas, arropa una idea. Son los
archivistas de la historia y los termómetros del tiempo.
Aquí, descender es despeñarse en el amor al
verbo que hace texto y al sonido que hace partitura. Es una inmersión en
profundidad, como la de los buzos entrenados en la apnea, que no toleraría la
hiperkinesis, la consumición rápida y epidérmica ni el zapping. Que no tolera la intromisión en ese vínculo de Ava, la
salvaje e incontrolable hermanita de Eve que arrebata y sacude las guitarras de
Adam, asalta YouTube y bebe
vorazmente las raciones de sangre, venida sin previa invitación desde Los
Angeles (la fábrica frenética de sueños destripada por David Cronenberg en Maps to the Stars, que conduce al
personaje de Mia Wasikowska, aquí en la piel de Ava, a un pacto suicida).
Ava no tiene memoria, no tiene (como Adam) un
friso de ángeles guardianes elegidos entre los nombres de la historia, no tiene
(como Eve) una biblioteca que pueda enhebrar el tiempo para dotarlo de un
sentido. No tiene otra historia que la de su presente inmediato. ¿Es más libre,
es más frágil? ¿Es demasiado joven todavía y no necesita talismanes
protectores? ¿Es irremediablemente tonta?
Unidos por el “spooky entanglement” que Einstein imaginó en el campo de la física
cuántica, esa conexión fantasmagórica a distancia según la cual dos partículas
están entrelazadas y se afectan mutuamente sin importar su posición relativa,
Adam & Eve se intuyen y se asisten a través de los siglos (una
multiplicación exponencial del tiempo conferido a una pareja cualquiera),
renuevan sus votos matrimoniales a la vuelta de las décadas y no viven bajo el
mismo techo, si por techo se entiende el de una casa y no la noche estrellada
con la que se abre el filme.
Si Adam & Eve comparten la cultura de toda
la humanidad (“háblame de Byron”, “fue esa pieza la que compuse para Schubert”)
-ella con un entusiasmo que no cesa, él con un desencanto progresivo- lo hacen
en el sentido natural en el que Jesse & Céline discurren “culturalmente” en
la trilogía de Linklater. La cultura no es algo que esté allí, arriba y afuera,
algo a lo que se entre por un rato para llevarse citas al paso, bombas de
oxígeno o credenciales simbólicas; está presente en todas partes, imbricada en
cada experiencia cotidiana; no es un recurso ni una impostación, no nos rodea.
Nos hace mientras la moldeamos. El que carece de un nombre puede tenerlos todos
y así Adam & Eve se registran y se identifican, lúdica y naturalmente, como
Dr. Fausto, Dr. Strangelove, Dr. Caligari, Fibonacci, Stephen Dedalus o Daisy
Buchanan. Los han visto a todos y nadie los ha visto, podrían jugar a ser
cualquiera de ellos. De hecho, el juego es uno de los rasgos de su relación.
Esa comunión espontánea es un estado, no un
relato. Así sucede, en general, en las películas de Jarmusch; no se pueden
contar, no tienen un plot. Funcionan
como los diarios personales, esos apuntes que son, en definitiva, atmósferas,
más que sucesiones cronológicas de hechos. La cronología es un intento de
ordenar el caos de la experiencia, con el corsé de la periodización y la
recolección ordenada de datos empíricos. Una arbitrariedad supuestamente tranquilizadora.
El vampiro es el testigo secular de esa constante tarea pedagógica, esa tara
que necesita su presencia anómala para electrificarse y corto-circuitar y
recordarnos que somos más-que-eso. Por eso el cine, esa máquina irracional y
onírica, se agenció prontamente los vampiros. Y la fotografía hizo de la
atmósfera su legado y su objeto de deseo.
Tánger y Detroit, el halo dorado y desértico de
Eve y el aura desangelada y post-industrial de Adam, salen de la cámara de Yorick Le Saux, que entendió
que Tilda Swinton es lo suficientemente atemporal como para encarnar un
concepto y la fotografió también encarnando el amor -no haciendo sus gestos ni
declamando sus discursos sino manifestándolo como un fenómeno- en Io sono l’amore (Luca Guadagnino, 2008).
Otro tanto hizo Alexei Rodionov al fotografiar Orlando (Sally Potter, 1933), un filme en el que Tilda no solo
atraviesa océanos de tiempo (tal como lo escribió Virginia Woolf y lo hacen los
vampiros) sino que es, de algún modo, el tiempo mismo, si por él entendemos los
cuerpos sucesivos en los que, indiferente e impiadoso, inscribe su paso, como
si esos cuerpos fueran un tapiz, un cuaderno o un mapa. Sin ellos, el tiempo no
podría medirse, no alumbraría potencias ni tersuras ni provocaría estragos. El
tiempo son los cuerpos que el tiempo atraviesa para hacerse visible, para dejar
su marca, su evidencia. Orlando murmura a la hierba: “Naturaleza, soy tu novia,
tómame”. ¿Qué es un vampiro, sino la novia de la naturaleza?
Esa capacidad de Tilda de ser un sustantivo o una corriente eléctrica hizo que fuera convocada por el Musée Galliera de París para recorrer la historia de la moda guardada en sus colecciones. Chalecos napoleónicos y vestidos victorianos, diseños de Fortuny, Balenciaga y Schiapparelli fueron retirados de sus gabinetes de vidrio, junto a sombreros, zapatos y guantes custodiados en maletas y cajas. Las piezas eran demasiado frágiles para llevarlas puestas. Entonces Tilda las hizo desfilar entre sus manos enguantadas (tan enguantadas como las de Eve) con una delicadeza extrema, y las dotó de una vida propia y evocó, al no poner su cuerpo para cada pieza en singular como una clásica modelo de pasarela sino retirándolo para que el aire circulara entre esas piezas, todos los cuerpos posibles y ausentes. Olió las prendas, palpó sus pliegues, las enfrentó a un espejo, las desplegó sobre un bastidor como si fueran cuadros; revivió la ropa de los muertos. Tilda como origen y como vehículo, como principio causal y cinta transmisora. Tilda, básicamente, como una caretaker de artefactos del pasado, una “cuidadora” de material sensible - así, como si Adam fuera un par de antiquísimos zapatos infantiles o un abanico de otra época, Eve lo alza y lo protege en la película de Jarmusch. La presentación de la colección del Musée Galliera se bautizó, adecuadamente, The Impossible Wardrobe (“El guardarropas imposible”, Palais de Tokyo, curaduría de Philippe Saillard, 2005).
II. Porque el sexo no basta
Otro tópico de género que Jarmusch disuelve sin
dudar es la noche del vampiro como zona de caza de una bestia erótica y la
caracterización del vampiro como una criatura hipersexual, excitada y
martirizada por cuellos expuestos a la profanación. Si bien tendrán que salir a
cazar para sobrevivir y hay claramente un trance orgásmico en el trago de
sangre, el sexo entre Adam & Eve
es sexo de Adam & Eve: un dominio
de carne entrelazada, la prolongación física de ese “entanglement” que, en cada encuentro personal, deja de ser “spooky”. No se perforan, no se penetran,
no hay colmillos ni estacas con reminiscencias fálicas pero tampoco sexo
explícito y en movimiento. Adam & Eve están más allá del sexo genital. Lo
suyo es tacto por contacto, no solo de las manos (como instrumentos de alta
fragilidad protegidos por guantes) sino del cuerpo íntegro. El reencuentro se
sella con un beso en un umbral de Detroit, un beso urgente que es el reverso
exacto del mordisco letal asociado a Drácula. Ese beso no dice “tengo sed,
necesito morderte”, dice simplemente “te extrañé”. El sexo genital son
fotogramas del después en estado de reposo, pares escultóricos en los que los
cuerpos se inclinan, se curvan y se rozan, se dicen en silencio “aquí estoy”. En
el vuelo a Tánger parecen acunarse.
Jarmusch deja muy atrás el topos romántico de las recámaras prohibidas, con su lirismo del horror, tanto como el vampirismo orgiástico y brutal del slasher o el porno trash, con sus harenes de ninfómanas de pechos inverosímiles y vampiras lésbicas descontroladas. La relación de Adam & Eve es la de dos sobrevivientes solitarios cuya complicidad se muestra por contacto: se abrazan al descuido, pegan sus hombros, reclinan su cabeza en el pecho del otro. ¿Habrá llegado el momento de decir que en el cine el sexo duro ya fue, que ya lo vimos, que ha sido derrotado por el porno amateur? O un paso más allá, aun, que el sexo (duro o blando) ya ha pasado de moda y nos hastía en su versión tradicional de roles, por más lábiles que esos roles se supongan - para no hablar de la inocua involución conservadora de los vampiros domesticados de la saga teen que se inició con Twilight. En general, hastío de los roles. De las “escenas de sexo”. De las “escenas de”. Derrame del sexo en todas las superficies de las cosas, el cuerpo como una lámina anatómica de dedos, una constelación de terminales nerviosas.
En tiempos de ansiedad y depresión alternadas, Jarmusch
traza una relación fundada en la ternura, esto es, en el arte de hacerse
compañía: leer, escuchar música, hacer helados de sangre con palito, jugar al
ajedrez y, quizá en el punto más sabio de ese arte, bailar. “Self-obsession is a waste of living.
It could be spent on
surviving things, appreciating nature, nurturing kindness and friendship and
dancing” (“la auto-obsesión es una pérdida de tiempo,
tiempo que podría pasarse sobreviviendo a las cosas, apreciando la naturaleza,
alimentando la amabilidad y la amistad y bailando”), declara Eve, como un
credo. Eve invita a bailar a Adam. Bailar muy tontamente Trapped by a thing called love cantada por Denise Lasalle, bailar
para ahuyentar la tentación de la bala de madera.
Ante la imposibilidad de conseguir sangre pura,
demacrados y débiles, la primera reacción de Eve es pedirle todos sus ahorros a
Adam para hacerle un regalo, el regalo que pueda mantenerlo en pie. Antes de
salir a morder, Eve sale en busca de un laúd y vuelve con el laúd y se lo
entrega a Adam en la calle, como si fuera un ramo de cuellos palpitantes. Un
regalo es la apuesta que se lleva todos los billetes que les quedan. Un regalo
es un acto de ternura. Hagamos una “lista de regalos perfectos en la historia
del cine”. Pongamos, sin dudar, este laúd.
Ciertamente, es Eve la que custodia y apuntala
a Adam y lo lleva de la mano, como si le insuflara su energía. Porque es él a
quien el mundo se le ha tornado insoportable. Y porque, admitámoslo de una vez
por todas, junto a la novia de Corinto de Goethe, la inquietante Carmilla de Sheridan Le Fanu, las
doncellitas depravadas de Ann Radcliffe, Eli, la niña vampira de Låt Den Rätte Komma In (Déjala entrar, Tomas Alfredsson, 2008),
que acompaña y protege al pequeño Oskar, tímido, solitario y burlado hasta el
golpe en un suburbio de Estocolmo y, como un sol negro, la hipnótica y demente
Erzsébet Báthory de La condesa sangrienta,
relatada por Valentine Penrose y desencadenada por Alejandra Pizarnik para
ilustrar cuánta belleza puede haber en las manchas de sangre que salpican un
vestido blanco: el vampiro, con su luna y su sangre, su ataúd y sus barcos como
cunas, su simbiosis con la tierra y el agua, es del orden de lo femenino. Aun,
y especialmente, con el porte refinado de Bela Lugosi o Christopher Lee, la
máscara animal del Nosferatu de Max
Schreck y Klaus Kinski o el peinado imposible y la bata púrpura de seda de Gary
Oldman, el vampiro es una reina desquiciada. El vampiro es mujer.
III. Volver a morder, para sobrevivir
A cierta altura de la historia, queda una
última petaca de sangre pura, vacía. Jarmusch también dinamita el mito del
mordisco seguro que sacia la sed. Ahora, la sangre humana está contaminada y
los vampiros dependen del mercado negro, en el que dealers con o sin delantal médico les proveen sangre de buena
calidad en transacciones nocturnas al margen de la ley. La amenaza ya no es el
vampiro sino la sangre impura que podría beber. La especie humana es una
especie autodestruida; su sangre es un riesgo y te puede matar. Ya no se teme el
arsenal de los cazadores de vampiros sino la calidad sanguínea de los mortales.
A nuestros eternos compañeros de ruta, ya no
podemos ofrecerles nada bueno. Los vampiros huyen de nosotros. Los vampiros,
hijos de una modernidad cargada de utopías, han venido a decirnos que el tiempo
de las utopías se acabó, porque estamos enfermos. El corazón bombea enfermedad,
que circula como alquitrán por las arterias.
Los vampiros tienen que volver a morder. Es
correr el riesgo o morir. Tienen que volver a arrancar la libra de carne, la
misma que los mortales solemos tributar. Un trauma especular que nos
hermana.
Es hora, Eve, de que salgas de ronda. Diana cazadora se apresta a merodear de madrugada y a elegir a los más tiernos a la vista. Un par de enamorados se besa en una terraza de Tánger. “Son tan hermosos”, dice Eve, dice Diana, mientras se acerca a ellos junto a Adam, y se presenta en un francés exquisito: “Excusez-moi”. El resto es historia conocida en un fuera de cuadro, historia que retorna porque no estuvimos a la altura de las circunstancias. Ni siquiera a la altura de los vampiros, una de nuestras creaciones más hermosas, que bien podríamos atesorar en una maleta plateada, junto a ciertos libros y ciertas partituras, batas artesanales y violines, vinilos y apuntes olvidados de Nikola Tesla.