Botonera

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1.4.15

BI(T)IBLIOGRAFÍA - "LAS HORAS BELLAS. ESCRITOS SOBRE CINE", ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO, Madrid: Abada Editores, 2015.





Las horas bellas
Escritos sobre cine
Alberto Ruiz de Samaniego
Abada Editores, Madrid, 2015

(1)
VOLVER A MIRAR
Aarón Rodríguez Serrano




Hace cosa de un par de años, fumándonos el pitillo del descanso entre mesas congresuales bajo la lluvia bilbaína, varios de los cómplices de la AEHC andábamos revolucionados por unas declaraciones de Zunzunegui a propósito de la necesidad de dejarse de tanta hibridación, tanta metodología mixta y tanto ir tocando de oídas los distintos palos del análisis textual. Así, los psicoanalistas hablaban de la necesidad de asumir la castración, los semióticos de delimitar las barreras del texto y los postestructuralistas de desvelar las rugosidades culturales. Fumamos mucho allí el cigarrillo metodológico de maestrillos inspirados y nos llevamos mucho la contraria sobre si se puede, se debe o se recomienda ir picoteando de distintos aparatajes metodológicos varios para ir desbrozando la cosa del cine. Huelga decir que no hemos llegado a ninguna conclusión desde entonces.

A todo esto, hubiera estado bien haber tenido Las horas bellas encima de aquella mesa congresual para ir defendiendo, desde lo concreto, que es posible hacer una síntesis (comedida, humilde e inteligente) entre distintos rasgos del decir cinematográfico. No se trata, como podría parecer, de servir ese aguado y deprimente café para todos que escancian los maestrillos pobres de nadie cuando se tiran el farol citando de refilón a Foucault o a Deleuze y rezan en silencio para que nadie note que no se los han leído. Lo peor de las relaciones entre filosofía y cine, qué vamos a hacerle, es que citar a Nietzsche da siempre el empaque de ser un autor leído, pelín transgresor, algo así como un digno portador de ese bigote salvaje y aristocrático que el alemán lucía en los atardeceres de Basilea. Nada de esto tiene que ver con el libro de Alberto Ruiz de Samaniego, que muy a la contra, nos devuelve la fe en un posible diálogo entre filosofía y análisis cinematográfico en el que ambas disciplinas pueden mirarse a los ojos, discutir y encontrarse en la calma, con la calma, hacia lo íntimo de verdaderos problemas. No se trata de realizar fuegos de artificio para pasear una nómina de referentes apresuradamente almacenados, sino antes bien, comprender que cada autor, cada película, cada trazado temático requiere un enfoque filosófico preciso. Y, vale la pena decirlo, un enfoque que no es necesariamente deudor de los lugares comunes de la reflexión estética, sino que puede admitir con mayor o menor frontalidad distintos atravesamientos de la hermenéutica, la fenomenología o, en algunos lugares, la biopolítica.

Las horas bellas, en cierto sentido, podría considerarse como una personalísima Historia del Cine escrita en los márgenes de un diario filosófico. Sin embargo, la apuesta –necesariamente subjetiva- no teme configurarse más allá de lo canónico, de los sentidos tutores y de todo aquello que un expertillo apresurado consideraría “necesario”. No se trata, gracias a Dios, de un libro para estudiar Historia del Cine, sino antes bien, para ver cómo hay distintas historias que se anudan y se retuercen en distintos cines. Tampoco se trata de deslumbrar con el exotismo y la novedad de los objetos de estudio: antes bien, lo que Ruiz de Samaniego propone puede encontrarse con relativa facilidad en la estantería de cualquier cinéfilo más o menos informado.

Así, por ejemplo, resulta llamativa la ausencia casi en bloque de todo lo referente al cine clásico. Si bien encontramos fragmentos destinados puntualmente a ciertos pioneros del Modo de Representación Primitivo o de los orígenes de la animación –hay un texto de Meliès con bruja mefistofélica exquisitamente estimulante-, no volveremos a encontrar aquí el repaso por los Fords, Hawks y McCareys habituales. En su lugar, el autor parece sentirse mucho más cómodo mirando hacia ese paréntesis que se establece entre los latidos de un cierto manierismo (con manifestaciones generalmente tan poco pensadas como las connotaciones plástico-filosóficas de la obra de Saul Bass), y que acaba desembocando en lo más grande de la modernidad europea.

Y es que, seamos claros, no hay que dejarse vencer frente a esa postalita de pensamiento que parece apartarnos de volver a pensar a Fellini, a Bergman o a Tarkovsky. De hecho, uno intuye –y los textos de Ruiz de Samaniego así lo demuestran- que siempre quedan cosas por decir y que es en su obra precisamente donde la posibilidad del encuentro metodológico plural encuentra un mayor sentido. El problema, por supuesto, es hasta dónde puede tirarse de un aparataje, pongamos por caso, estrictamente lacaniano (el autor se vale en varios momentos de la tramoya de pensamiento del francés) consiguiendo que la idea propuesta siga siendo accesible para el público en general y no aplanar, a la contra, el rigor y la complejidad de la herramienta en sí misma.

Y aquí nos sentimos obligados a realizar, por cierto, la única advertencia al lector desprevenido: que no espere una colección de textos fáciles –de esos que se alardean de ser divulgativos y acaban convirtiendo las películas en repugnante pasta wikipedica-, ni tampoco un estilo dado a la contención. Ruiz de Samaniego no teme demostrar una potencia expresiva riquísima que en ocasiones puede dejar exhausto al más pintiparado. Sus textos son un juego de prestidigitación y sinonimia que exige un alto nivel de concentración para poder ir disfrutando de los núcleos principales de su pensamiento. No habrá resúmenes explicativos ni senderos fáciles para seguir al autor. Sin embargo, esto no debe confundirse con pedantería gratuita ni con una erudición de baratillo: detrás de cada construcción barroca hay un cierto atravesamiento y una cierta invitación a la mirada sobre el texto original que merece la pena ser perseguida y tomada muy en serio. Es el libro de un pensador que ama el cine para cinéfilos que aman pensar. Escapar de esos parámetros es torcer la letra y condenar todo el trabajo a un desierto lamentable.

(Adenda: De entre todos los capítulos, uno de ellos en concreto –Pasiones tristes: Notas cinematográficas sobre la enfermedad- que me atrevería a decir claramente que es de los mejores conjuntos de páginas sobre cine que he leído en los últimos años. La referencia a Foucault hace unos párrafos no era baladí: creo que toda la fuerza del libro se encuentra colapsada ahí, en esa reflexión entre ojo, mirada, enfermedad y ascensión hacia la posibilidad de encontrar la psicopatología íntima y la ajena al trasluz de una pantalla. Otros momentos del libro hacen una apasionante defensa de la belleza y se relajan dibujando un cine bien diferente, pero creo que Ruiz de Samaniego encaja a la perfección la altura de su propia escritura y de la problemática que radiografía y, en ese espacio difuso, escribe. Se trata, por lo tanto, de un capítulo preciso y precioso, humano y de gran altura filosófica. Uno de los mejores ejemplos de, como intentaba defender frente a mis colegas de la AEHC bajo la lluvia bilbaína, es posible pensar con varias cartas en la mano si se piensa bien, con humildad, con rigor, pero sobre todo, con cuidado y profesionalidad. Ruiz de Samaniego demuestra que no se trata tanto de hacer tratados de intelectualidad impostada, sino antes bien, de volver a mirar. Desde una posición compleja, rica, posible. Pero, sobre todo, volver a mirar).



Fanny y Alexander, Ingmar Bergman, 1982



(2)
UNA ONTOLOGÍA DE LA IMAGEN
Alberto Sucasas





Con Las horas bellas prosigue Alberto Ruiz de Samaniego una personal indagación sobre la naturaleza de lo imaginario. En esa medida, el nuevo libro es continuación natural de propuestas contenidas en textos anteriores y, muy en particular, en su inmediato predecesor, Ser y no ser, publicado en 2013 y consagrado, como proclamaba el subtítulo, a explorar figuras en el dominio de lo espectral. Bien cabría caracterizar la inquietud de fondo, común a ambas recopilaciones ensayísticas, como el intento de categorizar el ser, ambivalente y escurridizo, de lo icónico; de elaborar, pues, una ontología de la imagen. A sabiendas de que esta en modo alguno puede constituir un capítulo, entre otros varios, de la ontología convencional, cuya meta es elucidar el ser de lo real (eso que habitualmente llamamos mundo). Erraría quien viese en las imágenes un mero sector de existentes intramundanos. No: encarnan una realidad aparte, irreductible al mundo y sus leyes, y, en consecuencia, su tematización no puede desembocar en una nueva ontología regional. Obliga más bien a transitar espacios donde la legalidad ontológica, el orden de lo mundano, ha perdido vigencia; donde se impone otra ley. El paso de la percepción de la montaña a su plasmación paisajística, o del rostro contemplado a la efigie retratística, o del árbol admirado en el jardín a su doble fotográfico, suponen cierto abandono del mundo, de lo real, y el ingreso en una dimensión nueva, como si la presencia de la imagen implicase de suyo el ausentarse del mundo. Imponiendo un mentís a su pretensión de verdad, la imagen inaugura un ámbito presidido por una exigencia, infinita e inagotable, de alteridad. Basta con que, en la noche de la sala de proyección, los ojos acojan el espectáculo proyectado en la pantalla para que, abolido el sistema de lo diurno, se instituya otra escena: «Cuando asistimos a la proyección de una película, nuestro tiempo se convierte en el tiempo de otro(s), y en otro tiempo» (p. 5).

Los ensayos reunidos en Las horas bellas constituyen sendas aportaciones a esa ontología (con igual justicia se podría hablar de meontología, pues aquí, lejos de contradecirse o excluirse, ser y no-ser traman entre sí múltiples complicidades) de lo imaginario. En una vasta travesía cuyo arco temporal se confunde con la propia historia del cinematógrafo: si los dos primeros ensayos abordan momentos fundacionales del séptimo arte (los orígenes de la animación; la producción de Méliès), el volumen se cierra con unas páginas, breves pero de notable intensidad, sobre quien acaso represente hoy, ejemplarmente, la capacidad inherente a la imagen fílmica de reinventarse periódicamente (Béla Tarr, el cineasta húngaro, ofrece en sus creaciones un atisbo o anticipación de lo que bien podría ser el mejor cine futuro). Entre ambos extremos, un siglo de creación audiovisual del que Ruiz de Samaniego, con una mirada a la vez apasionadamente cinéfila y rigurosamente analítica, entresaca algunos momentos mayores. En unos casos, se abre paso una consideración de conjunto que reconstruye la estilística de todo un corpus fílmico (Méliès; Lang; Hitchcock; Saul Bass; Fellini; Svankmajer; Marker). Sin que prime la erudición historiográfica: mediante una prosa magnífica (su belleza sabe celebrar la de las obras que comenta), la escritura de Las horas bellas, presuponiendo en su lector una familiaridad con los filmes analizados, pretende, ante todo, atrapar la singularidad de una mirada, su peculiar trabajo sobre la imagen. En otros casos, Ruiz de Samaniego opta por desentrañar, en minuciosos ejercicios de lectura, la poética de creaciones concretas; surgen, así, estudios monográficos sobre piezas de referencia de Tarkovski (La infancia de Iván y Andrei Rubliev), Kubrick (2001), Bergman (Fanny y Alexander), Duras (Il dialogo di Roma), Sokurov (El arca rusa) o Carax (Holy Motors) o, también, acerca de creaciones relativamente marginales dentro de los corpus respectivos (es el caso del ensayo sobre los Appunti pasolinianos o, con mayor razón aún, del que aborda la creación pictórica del Antonioni de Las montañas encantadas).

Así, en vista panorámica, el volumen, sin por ello pretenderse una historia del cine, sí ofrece al lector un selecto recorrido por la evolución del arte fílmico; contribuye a ello la ordenación cronológica de los capítulos. Para decirlo en términos cinematográficos: Las horas bellas constituiría una obra plural donde una multiplicidad de secuencias conforman, en virtud de su seriación, una pieza unitaria. Pero la arquitectónica subyacente al libro, de la que se hacía eco el párrafo inicial de esta reseña, sugiere una lectura alternativa, de acuerdo con la cual no estaríamos tanto ante el despliegue secuencial de ensayos autónomos cuanto ante un único plano-secuencia discursivo cuyo referente es en mayor medida el ser de la imagen (y todo el repertorio categorial, signado por la negatividad, que aquel arrastra consigo: ausencia, muerte, noche, ruina, laberinto, espectralidad, fantasma, vacío…) que los nombres propios —de creadores o creaciones concretos— invocados para elucidarlo. No se trata de plantear una alternativa, pues el texto es ambas cosas: recopilación de trabajos monográficos sobre cine y reflexión, de amplio vuelo teórico, sobre la ontología (o meontología) de la imagen. Ambas modalidades de lectura son, pues, legítimas. Constituye un gesto de pensamiento y escritura la decisión de no emprender separadamente las dos tareas (por un lado, establecer una teoría de lo imaginario; por otro, ponerla a prueba en el examen de productos fílmicos), sino entrelazarlas en un trabajo ensayístico donde lo universal (esfuerzo teorizador; plano del concepto) y lo singular (creaciones fílmicas), hermanándose, se potencian recíprocamente.

Si nos atenemos a la dimensión categorial que atraviesa, transversalmente, todos los capítulos del libro, se impone reconocer que convoca, a la vez, una reflexión antropológico-fundamental (lo imaginario se cuenta entre las determinaciones fundamentales de lo humano —homo pictor— y su explicación insta a revisitar nuestros más ancestrales orígenes como especie) y un diagnóstico epocal (la proliferación icónica de nuestro tiempo, en la que florece «la esclerosis narcotizada y la ceguera de la hipervisualidad» [p. 315], señala una mutación histórica, de consecuencias todavía incalculables, en la que el creciente, tecnológicamente desbocado, devenir-mundo de la imagen se traduce en verificación histórica del sombrío anuncio nietzscheano: «El desierto aséptico, distanciado e imperturbable de lo virtual/visual no deja de crecer» [p. 316]). Ambos enfoques gravitan sobre las páginas de Las horas bellas.

En lo que a lo primero respecta, se traduce en una meditación sobre el nexo, indisoluble y atávico, entre imagen y muerte. Dando por descontada la evidencia antropológica de que la genealogía de la imagen remite al culto a los muertos, Ruiz de Samaniego sugiere, con sistemática insistencia, que la imagen, en su esplendor icónico, vela o amortaja una figura cadavérica (recordemos que, etimológicamente, imago designa la mascarilla de cera que reproducía los rasgos del difunto) y que, en consecuencia, la presencia de la imagen no es sino anuncio, en el modo del encubrimiento, de la radical ausencia de la muerte. Desvelarla equivale a restaurar su revés o trasfondo siniestro. Y, por tanto, a proclamar la hemorragia icónica de una constante pérdida de mundo: Fiat imago, pereat mundus. Tal sería la verdad transmitida por la intrínseca falsedad de la imagen: la inconsistencia última de un ser, o mundo, condenados a la extinción. Justamente allí donde más prolifera la producción imaginaria (fantástico de Méliès; apoteosis felliniana de lo espectacular; teatralidad de la Praga mágica de Svankmajer) con mayor vigor se abre paso la evidencia de que en su fondo no hay sino muerte y ausencia. Aunque con mayor contención y austeridad, proclaman lo mismo otros cineastas: así, Marguerite Duras (Il dialogo di Roma) cuando cifra la realidad de Roma, la Ciudad eterna, en la ruina que la constituye, o Tarkovski al poblar La infancia de Iván de seudo-presencias fantasmales donde ya no cabe decir si los protagonistas son vivos o muertos. De ahí proviene, asimismo, el trabajo de lo negativo que induce a algunos creadores, como Bass o Antonioni, a erosionar la imagen, a someterla a una operación de borrado o desmantelamiento, de volatilización. En su voluntad de presencia, la imagen audiovisual no es sino transmisión cifrada de la ausencia: «Pues la pantalla es, verdaderamente, como un presagio de mortaja donde todo se cubre y se vuelve opacidad y polvo, si no sombra» (p. 238).

Pero esa tanatología de lo icónico se sobredimensiona en cuanto transitamos de la imagen pre-moderna al frenesí de la iconosfera contemporánea. Entonces la reflexión de Ruiz de Samaniego incorpora un designio epocal crítico para con nuestro presente. Sobre él inciden, esencialmente, dos instancias: por un lado, las consecuencias de un proceso secularizador —nietzscheana muerte de Dios— que desemboca en la catástrofe nihilista; por otro, los efectos devastadores de la producción tecnológica de imágenes, desde los dispositivos fotográfico y cinematográfico hasta Internet y la realidad virtual. En ese escenario, la imagen no solo prolonga una milenaria vocación de muerte y ausencia, sino que transforma su potencial destructivo en sistema de administración audiovisual de cuerpos y conciencias, de vida alienada en lo icónico. Al tiempo que creadores de imágenes, los grandes cineastas —Pasolini o Kubrick son invocados con justicia al respecto— son develadores de la colonización audiovisual, hasta su liquidación, de las existencias. En ese sentido, Lang habrá sido el gran prefigurador de nuestra tragedia: la voz descorporeizada, acusmática, de Mabuse domina soberanamente, en una suerte de teología política perversa, una ciudad espectral; confirma, asimismo, el control panóptico de una mirada que, omnipresente a través de las técnicas reproductivas, consagra «el espionaje, ya no como una actividad marginal sino como fenómeno que sostiene todo el cuerpo social» (p. 68). La imagen es poder; poder soberano sobre la vida y la muerte. Y nada indica que podamos liberarnos de la jaula de hierro (virtual, pero no por ello menos eficaz como instancia carcelaria) cuyo laberinto nos atrapa.

Tal es la lección, desoladora, que este magnífico libro suministra. Por un lado, la inversión, perversa, de la lógica operante en las cosmogonías tradicionales: «De manera que, si en el principio fue el Verbo, en el final bien podemos acreditar que se hallará la Imagen» (p. 337). Por otro, la constatación del nihilismo consumado, fruto, a partes iguales, de barbarie desatada y banalidad mediática: «Desde luego, es difícil salir impune —o esperanzado— de las dos grandes haches del siglo: Hitler y Hollywood» (p. 76).


La infancia de Iván, Andrei Tarkovski, 1962