EL GRAN HOTEL BUDAPEST
(THE GRAND BUDAPEST HOTEL, WES ANDERSON, 2014)
LA CEREMONIA DEL ADIÓS
POR MARIEL MANRIQUE
Al Grand Budapest Hotel se accede en funicular porque está suspendido
entre las montañas nevadas (como una Mitteleuropa anclada entre dos guerras) de
la ciudad de Lutz, capital de la imaginaria República de Zubrowka. Al pie de su
fachada de cuento de hadas se abren inmensos túneles, que guardan los hornos de
carbón que ponen el hotel en movimiento. El hotel es una maqueta en la que,
como escribe Stefan Zweig en El mundo de ayer,
todo tiene su norma, su medida y su peso. Su refinada y decadente lentitud, su
persistente cortesía. “Leí ese libro de Zweig antes de filmar esta película”,
declaró Wes Anderson como quien pasa una contraseña.
Es el estilo-Anderson lo que hace la trama, es la forma la que teje el fondo. Nunca podrías “contar” un filme de Anderson, en el sentido irrelevante y banal de la sinopsis. El antinaturalismo sale a jugar su juego: Anderson te hace reír, mientras te vienen las ganas de llorar. Pero no hay lágrimas. Ni, por ende, épica. The Grand Budapest Hotel posiblemente sea su película más cómica, y también la más triste. Es una elegía a la amabilidad, como virtud en la que puede fundarse y sostenerse una civilización. Parece el postulado de un idiota pero es un credo. El credo de Gustave H., tan arraigado y capital como para repetirlo dos veces en la historia, como una declaración de voluntad o una plegaria: “verás, hay todavía débiles destellos de civilización en este matadero salvaje que alguna vez fue la humanidad”. No habla de la moral y las buenas costumbres, los códigos del protocolo y el ceremonial, las reglas de etiqueta. Habla de ser amable en un contexto de barbarie y no apartarse un milímetro de esa cualidad que lo hace levemente ridículo y, al final del día, casi al final del filme que vira a blanco y negro en el último viaje en tren que compartirá con Zero, tan heroico.
En nuestra monarquía
austríaca casi milenaria… todo tenía su norma, su medida y su peso determinado…
Por mi vida galoparon todos los corceles amarillentos del Apocalipsis: la
revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la
emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes
ideologías de masas… y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el
nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea.
Stefan Zweig, El mundo de ayer (1939-1941)
¿Cuándo
empieza un final? Ya sea que las cosas terminen por anticipado o a su debido
tiempo, ¿en qué momento empiezan a terminarse, hasta que ya no queda nada de
las cosas que eran y no están en el mundo y ya no hay pistas ni huellas que
conduzcan a sus módicos restos o a sus tumbas? Hablo de la eficacia de la
desaparición y el democrático esófago del olvido. Todo aquello que viste, ya no
lo verás. Tu juguete, tus pies, la forma que tenía de entrecerrar los ojos, sus
ojos, el rojo del esmalte con el que se pintaba las uñas de los pies. La
habitación adentro de la casa adentro del país adentro del imperio adentro de
un mapa que se prende fuego. ¿Cuándo se empieza a arder?
Guardamos
las cosas en cajas (zapatos o sombreros, anillos o lámparas) para que no se
ensucien ni se arruinen. La caja es un escudo que se opone al deterioro y la
disolución. La cinematografía de Wes Anderson es un tributo a la caja, bajo la
forma de películas que son en sí mismas una caja y guardan, como muñecas rusas,
otras cajas dentro; el núcleo de esas películas-caja es la conciencia de la
pérdida. The Grand Budapest Hotel
(Wes Anderson, 2014) es la historia de un mundo perdido, guardado en un hotel
que es una caja llamada Grand Budapest Hotel. El paso del tiempo se inscribirá
en el cuerpo de ese hotel para mostrar sus marcas en tres momentos claves,
colocados por las manos del flashback
en las tres cajas de sus formatos respectivos: el ratio clásico de pantalla 1.33 (caja casi cuadrada), para 1932; el scope a 2.35, con su gran-angular-ojo-de-pez,
para 1968; y el 1.85 analógico para 1985 (a cada época, a cada estrato
temporal, su inventario de imágenes y su manera de mirar). El ratio de la “tapa” de la caja, una
supuesta actualidad que se muestra dos veces, al inicio y al cierre del filme,
es un 1.85 digital.
Stefan
Zweig, hijo de una familia judía acomodada, había nacido en la Viena aristocrática del
Imperio Austro-Húngaro, había creído en una sociedad trasnacional de ciudadanos
ejemplares, había explorado las vidas de María Antonieta, Napoleón, Freud,
Erasmo y Magallanes, había escrito, durante veinte años, un libro sobre catorce
momentos estelares de la humanidad (el descubrimiento del Océano Pacífico, la
conquista de Bizancio, la expedición del capitán Scott al Polo Sur…) y había
visto, finalmente, cómo empezaban a quemarse libros en horrendas piras
funerarias en la Ringstrasse. Un
editor le comentó que la cruz esvástica ya ondeaba sobre la Torre Eiffel y lo miró y luego
dijo haber visto a un hombre destrozado. Cuando la Alemania nazi anexó
Austria en marzo de 1938, a
Zweig se le acabó la patria: Austria había dejado de existir y él, más que un
escritor popular, un defensor de desvalidos, un anfitrión impecable, un donjuán
ocasional que se comía con los ojos a los hombres, un depresivo y un dandi
(como relata George Prochnik en su biografía El exilio imposible), era un judío en Alemania.
Pasó
del goce del cosmopolita a la melancolía del apátrida y peregrinó por Londres,
Bath, el hotel Wyndham de Manhattan y una casa de campo en las afuera de New
York, hasta llegar a Brasil y encerrarse con su última esposa en un cuarto en
Petrópolis. Sus últimos actos habían sido pagar el alquiler, donar sus libros y
dejar a su perro Bluchy a buen resguardo. Además de terminar su último libro, El mundo de ayer. El 22 de febrero de
1942, Zweig tomó con Charlotte la dosis pactada de Veronal y se tendieron en la
cama a esperar la muerte para olvidarse de una buena vez de un mundo que habían
amado con todas sus fuerzas y consideraban, ya, perdido. No llegaron a ver las
humaredas saliendo de las chimeneas de los campos de concentración. En la
mesita de noche había un vaso vacío, una caja de cerillas y tres monedas.
Monsieur
Gustave H., el conserje de aristocráticas maneras del Grand Budapest Hotel, el
capitán de un transatlántico condenado a estrellarse contra el fascismo, es tan
parecido a Zweig que por momentos estremece. Ralph Fiennes comprendió, aun sin
saberlo expresamente, qué se lloraba en aquel cuarto de suicidas en Petrópolis.
En su historia no hay suicidio sino resistencia amable, ejercitada con
delectación en sus múltiples fugas: de la policía, de la cárcel, de un heredero
inescrupuloso y voraz, del matón impiadoso y personal del heredero, de los
soldados de uniforme gris que aceleradamente presagian el horror. No hay
horror, tampoco, en la historia de Gustave H., porque está dentro de una
película-caja de Wes Anderson: el horror se presagia o se adivina en off y la tristeza es una nostalgia
prematura y punzante, con música orquestal de balalaikas rusas y aroma a agua de colonia. Gustave H. estará allí donde veas un frasco de L’Air de Panache (exactamente ese y ningún otro).
Anderson
les da a sus personajes un mapa-mundi de objetos privados y rasgos de estilo,
que los definirían en su ausencia y componen su legado. “Heredarás todo lo que
tengo”, confía Gustave H. a “su” lobby-boy,
Zero Moustafa, su discípulo de ojos azorados y falso bigotito trazado con
pincel, refugiado de guerra en busca de un oficio al que se entrega con la
dedicación de un cachorro abandonado: una pequeña biblioteca de poesía
romántica y un puñado de cepillos con mango de marfil. El derrotero compartido
incluirá un tesoro pictórico renacentista y el mismísimo Grand Budapest Hotel,
que Zero vivirá para custodiar como un buque naufragado o un palacio en ruinas,
el recinto sagrado y polvoriento donde experimentó un amor cuya historia cuenta
de soslayo, en su vejez, al escritor intrigado por ese silencioso propietario
de hotel que elige dormir en un exiguo cuarto de servicio. Porque en Anderson
el amor es pudoroso y oblicuo. Y el relato es un hilo en el que se engarzan
miniaturas, los signos de una atmósfera, las señas de un estilo (o un ramo de
estigmas) que no prevalece sobre la sustancia sino que es, por obra y gracia
del arte de la puntería en diagonal, la sustancia misma. Toda la vida de
Agatha, la pastelera de Mendl’s amada por Zero cuyo pasado ignoramos y de cuyo
futuro apenas conoceremos el dato de su muerte en plena juventud, está en un
rostro marcado por una mancha con la forma del golfo de México.
En
Anderson, el peso dramático (constantemente ilocalizable y, en todos los casos,
descentrado) es el resultado directo de una invención formal. La técnica de la
caja, que atesora los “equipos de identidad” de personajes salidos del cine
mudo y salidos también, por desterrados, de la circulación de las rutas
principales o, directamente, salidos de la lógica de la circulación -de los
discursos y los cuerpos- y puestos a recitar sus parlamentos en los bordes o la
periferia del sentido. Ex-céntricos que, en su excentricidad, revelan por
contraste la catástrofe de las economías centrales. El desastre está fuera de
campo y, aunque finalmente -también fuera de campo- la historia los destroce o
les dispare (como a Gustave H.), los excéntricos habrán salido indemnes,
muertos pero aún raros y hermosos como las cosas atesoradas en las cajas.
The Grand Budapest Hotel bebe
confesamente del cine de Lubitsch que confronta el nazismo con la ironía y el charme, exorcizándolo. En Anderson, el
arma es en definitiva el carácter disfuncional de sus criaturas. No encajan en
este mundo; si encajaran, no podrían explicarlo. Lo explican por oposición y
oblicuidad. Por eso Anderson les crea un mundo propio a base de maquetas. La Europa de entreguerras de
los 16 personajes de este filme es tan real como la Rushmore Academy , la 375th Street Y o la Pescespada Island de Rushmore (1998), The Royal
Tenembaums (2001) y The Life Aquatic
with Steve Zissou (2004). El nombre “Pescespada
Island” salió de un plato del menú del restaurante donde el equipo de
filmación solía reunirse - del mismo modo que Mario Romagnoli, de la mano de
Fellini, recita como si fuera poesía latina el menú completo de su restaurante,
en la escena del banquete de Trimalción en Fellini
Satyricon (la contigüidad y trasvasamiento del mundo “fellinesco” en las
“cajas” de Anderson es deleite puro). No basta que nos gusten esas cajas, hay
que amarlas, hay que enamorarse de ellas como se enamoró Anderson de su troupe de actores, a los que convoca,
como un fan, para cada aventura. Una troupe como un puzle humano.
En las “cajas”
de Anderson laten las del autodidacta Joseph Cornell, no por las
características de los objetos que se guardan en ellas, sino por el objetivo
compartido del gesto: preservar lo que fue hermoso alguna vez. En tiendas de
segunda mano o mercados de pulgas de New York, Cornell salía al encuentro de
cosas cotidianas y ajenas, que luego montaba en las cajas de madera (algunas
interactivas o manipulables) que armaba en la casa (también de madera) del
37-08 Utopia Parkway, a la que llegó en 1929 y en la que pasó sus días a cargo
del cuidado de su madre y su hermano menor (aislado él también en su propia
caja, la de una parálisis cerebral). Los objets
trouvés de Cornell son aves disecadas, cuerdas, espejos y postales,
fotografías de bailarinas clásicas y cantantes de ópera, objetos de vidrio
rotos, muñecas, grabados y canicas, mapas de las constelaciones celestes.
Recuerdan los bric-à-brac
victorianos, esos compendios en vitrinas de tacitas de té, estatuillas y
plumas. No son deshechos, piezas de arte
povera: son el montaje físico de un sistema nervioso, la traducción
tangible, con un alfabeto ajeno y una caligrafía propia, de un estado mental.
Así como Gustave H. es en The Grand
Budapest Hotel un frasco de agua de colonia L’Air
de Panache, un cepillo con mango de marfil y un poema romántico memorizado,
Cornell es sus cajas con
compartimentos interiores poblados de una memorabilia
absurda e infantil. La infancia es el paraíso antes de la manzana envenenada y
después del veneno, con el recuerdo del árbol del que colgaban las manzanas.
Joseph Cornell, Untitled (Penny Arcade Portrait of Lauren Bacall), 1945-1946 |
Joseph Cornell, Cassiopeia 1, c. 1960 |
Hay
también, en las “cajas” de Anderson, mucho de las Time Capsules de Andy Warhol, esas cajas estándar de cartón marrón
que, para sus conocidos, tenían solo “las cosas de Andy” y cuyo potencial
evocativo fue un descubrimiento póstumo. Desde la mudanza de la Factory
en 1974 del 33 Union Square West hasta el 860 Broadway en Manhattan, Warhol
acumuló hasta su muerte, en 1987, 612 cajas selladas y fechadas, repletas de
objetos personales. Tarjetas de presentación y libretas de apuntes, pelucas y
adornos de Navidad, billetes de avión y una colección de libros infantiles,
ropa de su mamá, cubertería de líneas aéreas y un vestido de terciopelo de Jean
Harlow, ilustraciones de tapas de discos y facturas de restaurantes, zapatos de
Clark Gable y piedras preciosas, dibujos y un trozo (obviamente descompuesto
cuando se abrió la caja) de la torta nupcial de Caroline Kennedy. Las “cosas de
Andy” puestas en esas cajas no funcionan como crónica de época o jaulas de la
memoria. Son un memento hominem, la
captura mensual de la experiencia, un “seize
the month” - Warhol cerraba una caja por mes, tal como recomienda en su
propio “manual” de filosofía (The Philosophy
of Andy Warhol: From A to B and Back Again).
Andy Warhol, Time Capsule 13, 1966-1968 |
Andy Warhol, Time Capsule 23, c. 1983 |
Las
cápsulas del tiempo warholianas desobedecen el destino clásico de su especie:
ser enterradas y exhumadas miles de siglos después, como las cápsulas de Westinghouse Electric & Manufacturing
Company diseñadas para las Exposiciones Universales de New York de 1939 y
1964 en calidad de mensajes lanzados a la posteridad, donde conviven telas,
metales y semillas, microfilmes, diccionarios y almanaques, paquetes de
cigarros y un dólar en monedas. “Las cosas de Andy” no fueron embaladas en
sobres de cristal hermético dentro de cápsulas inmunes a la corrosión sino en vulgares
cajas de cartón, frágiles e inestables, fáciles de transportar y también de
perder, como la memoria. Todo en ellas, como en las cajas de Cornell, remite a
la fugacidad de la experiencia y al carácter testimonial de los objetos que
“alguna vez estuvieron allí”. ¿Qué hay más evanescente que el agua de colonia o
más provisorio que el sabor de los diminutos pasteles cortesanos que jalonan la
historia del Grand Budapest Hotel?
El
reino de Anderson es antinatural por excelencia. Son antinaturales sus
escenarios de casa de muñecas, con su composición geométrica y abigarrada, sus
planos estáticos de colores saturados, su división en capítulos con primorosos
intertítulos de novela y su profundidad
de campo vacía, a la que no le interesa trabajar “otros” planos ni provocar una
“ilusión de realidad”. Las maquetas del hotel pasan de un rosa chicle de torta nupcial
(un rosa de promesa inverosímil) a los ocres del fascismo, que arrasa y desaloja
los viejos esplendores.
Las
técnicas de las secuencias de acción en exteriores remiten a la infancia del
cine, con sus pequeñas maquetas y su tríada de pinturas matte con paisajes inspirados en Caspar David Friedrich,
retro-proyección y animación de miniaturas en stop-motion, lejos del hocus-pocus
digital. Son antinaturales las criaturas de Anderson, tan dislocadas como
Stefan Zweig, con sus pantalones demasiados cortos, sus zapatos demasiado
grandes y su ropa que pareciera prestada o heredada, salida de esa usina de
vestuarios de fábula que es Milena Canonero. Son antinaturales las relaciones
que entablan entre sí, atravesadas por el gag burlesco y el slapstick de los Hermanos Marx, que
parecen destilar ligereza y poner la trama a distancia emocional cuando, en
realidad, irradian nostalgia. Nostalgia de un tiempo o un padre perdido (“la
edad dorada de la seguridad”, diría Zweig). Como la mítica Kakania descripta
por Robert Musil en El hombre sin
atributos (aquel “Estado que se limitaba a seguir igual”), los personajes
de Anderson son simultáneamente kaiserlich
y königlich, imperiales y reales
al mismo tiempo, como los “Royal” Tenembaums del filme homónimo. Desviados y
geniales, llevan sus taras como una corona. “Sí, a pesar de todo lo que se diga
en contra, Kakania era un país de genios, y probablemente esta fue la causa de
su ruina”, escribe Musil.
Es el estilo-Anderson lo que hace la trama, es la forma la que teje el fondo. Nunca podrías “contar” un filme de Anderson, en el sentido irrelevante y banal de la sinopsis. El antinaturalismo sale a jugar su juego: Anderson te hace reír, mientras te vienen las ganas de llorar. Pero no hay lágrimas. Ni, por ende, épica. The Grand Budapest Hotel posiblemente sea su película más cómica, y también la más triste. Es una elegía a la amabilidad, como virtud en la que puede fundarse y sostenerse una civilización. Parece el postulado de un idiota pero es un credo. El credo de Gustave H., tan arraigado y capital como para repetirlo dos veces en la historia, como una declaración de voluntad o una plegaria: “verás, hay todavía débiles destellos de civilización en este matadero salvaje que alguna vez fue la humanidad”. No habla de la moral y las buenas costumbres, los códigos del protocolo y el ceremonial, las reglas de etiqueta. Habla de ser amable en un contexto de barbarie y no apartarse un milímetro de esa cualidad que lo hace levemente ridículo y, al final del día, casi al final del filme que vira a blanco y negro en el último viaje en tren que compartirá con Zero, tan heroico.
Es
preciso recordar el credo, mientras las irrupciones en el vagón de tren, con su
ominoso in crescendo de violencia, lo
ponen a prueba. No sé si Stefan Zweig pudo ver, como su contemporáneo Walter
Benjamin, bajo qué débiles cimientos se alzaba Kakania, cómo gestaba su propia
destrucción, en fábricas y colonias, en minas de carbón como las que alimentan
el engranaje del Grand Budapest Hotel. Pero Gustave H. sabe, desde el primer momento,
que su mundo se acaba, que quizá ya acabó cuando él entra en escena. Como dirá
quien lo narre, años después: “sostuvo con gracia sorprendente la ilusión de un
mundo que había dejado de existir posiblemente antes de que él naciera”. Para
Gustave H., los auténticos momentos estelares de la humanidad son aquellos
momentos en los que somos amables. Debemos saborear esos momentos, demorarnos
en ellos, porque siempre es posible la crueldad, después. Es el imperativo que
talló Jenny Holzer en un banco de mármol blanco, colocado en el año 2003 en la
entrada de la
Colección Peggy Guggenheim, en Venecia.
Jenny Holzer, Survival: Savor Kindness Because Cruelty is Always Possible Later, Peggy Guggenheim Collection, 2003 |
Toda
la película, con sus persecuciones alocadas y sus giros insólitos, su sexo con
octogenarias y sus venganzas diabólicas con dedos amputados, es una ceremonia
del adiós. Sencillamente, queremos que dure, un poquito más y aunque nos
mintamos a conciencia, lo que tuvimos y amamos y está a punto de desaparecer.
Queremos una dosis extra, un bonus-track,
un ilusorio tiempo suplementario; una última Navidad de enfermos terminales, en
cuya mesa serviremos, o sencillamente inventaremos, nuestros últimos restos de
salud y alzaremos la copa, como si todavía tuviéramos un futuro.
El
futuro no es un lugar donde se exhuman las cápsulas del tiempo. Lo que sucedió
alguna vez, solo puede resucitar al ser narrado y ser leído, como si se tratara
de un intercambio epistolar. Escribir es enviar una carta, leer es recibirla y
completarla. The Grand Budapest Hotel
empieza y termina con la visita de una niña a la tumba helada de un autor.
Lleva en sus manos un libro, que es la única evidencia irrefutable de que el
“Autor” no ha muerto, al menos el autor de ese libro que tanto se parece a un
pastel embalado y envuelto en cintas de seda, o a un frasco de agua de colonia. The Grand Budapest Hotel es, finalmente,
un libro. Troquelado, pródigo en imágenes, lleva un dibujo rosa en su portada.
Es la fachada de un hotel que jamás existió. Es el Grand Budapest Hotel. Los
borceguíes de la niña están hundidos en la nieve. Bajo la nieve duermen, como
bellas durmientes congeladas, los hoteles perdidos.