EL FRANCOTIRADOR
(AMERICAN SNIPER, CLINT EASTWOOD, 2014)
EL FRANCOTIRADOR EN EL CENTENO
POR MARIEL MANRIQUE
Hay un instante epifánico en The Catcher in the Rye (la novela
publicada en 1951 que J. D. Salinger regaló a Holden Caulfield), en el que
Holden sabe lo que quisiera hacer durante el resto de su vida: ser un catcher in the rye, esto es, un
atrapa-niños que, oculto en un campo de centeno al borde de un precipicio, sale
en auxilio de los niños que se acercan al borde y los recoge para impedir que
caigan, como el catcher que se lanza
a correr para atrapar la pelota en un partido de béisbol. En el estadio del
mundo, Holden no quiere ser un pitcher
(un bateador, el héroe a la vista de la multitud que lanza las pelotas) sino
un modesto catcher atento en su
guarida. Del otro lado del precipicio se alza el mundo adulto, como una máquina
impiadosa que abre sus fauces mecánicas y se come a los niños y devuelve a la
superficie esa cosa insoportable que son los mayores. “Phony”, todo allí es tan
“phony” en la vida de los que han crecido, repite Holden una y otra vez, con
una furia indeclinable que es en realidad una tristeza que no tiene cura; tan
hipócrita, tan falso, tan ridículamente mentiroso.
Ninguna traducción al español puede hacer justicia al título del libro que Salinger ofrendó a Holden, esa
definición perfecta de la vocación imposible de un adolescente en tránsito hacia
un mundo en el que no debiera caer, si tan solo hubiera un catcher oculto en el centeno que pudiera atraparlo en el aire y
ponerlo a salvo. Un catcher no es un
cazador ni es un guardián: es un deportista profesional entrenado en el arte de
recoger pelotas, que en la visión epifánica de Holden se lanza a correr y rescata
niños. Los rescata del martirio de una vida “phony”.
American Sniper, la película que Clint Eastwood regaló a Christopher Scott Kyle, el
legendario Navy Seal que en cuatro
incursiones a Irak rompió el récord de bajas enemigas en calidad de
francotirador, bien podría llamarse The
Sniper in the Rye. Chris Kyle, un niño nacido y criado en Texas, que va de cowboy a marine sin escalas, tiene un don y una tarea auto-impuesta,
conforme la ética paterna simplista e irrefutable que divide el mundo en lobos,
corderos y perros pastores. El don es su infalible puntería de niño cazador que
derrumba un alce sin que le tiemble el pulso. La tarea (que asume el rango de
misión y coloca a Chris en la senda del héroe americano) es ser un perro pastor
que protege a sus corderos. El credo Seal
exige que ningún compañero sea dejado atrás y, para cubrir la espalda de sus
compañeros, Chris carga su rifle, su don, como una cruz. Están tendidas ya las
líneas de la narración clásica, que conduce al héroe investido de su misión y
en ejercicio de su don al sacrificio, en un círculo cerrado y resuelto de
antemano por los dioses.
La guerra, que obsesionó a Salinger
aunque nunca la nombrara y es el bajo continuo de toda su obra (especialmente,
la saga de la familia Glass), es el campo de centeno de Chris Kyle, un campo de
entrenamiento y de combate que es la prolongación natural de su don y su misión
protectora de perro pastor de sus soldados. En un mundo en guerra, un mundo
donde se ha perdido la inocencia y el campo de centeno se tiñó de sangre, la
epifanía irrealizable del catcher que
soñó para sí mismo Holden Caulfield muta en la trayectoria organizada del sniper en el que se convierte Chris Kyle,
perpetuamente condenado (como el catcher
de Holden) a la soledad de su posición horizontal de sigilo. Que en la película
de Eastwood es un Bradley Cooper un poco excedido de peso y bastante corto de
palabras que nunca daría el look de
héroe de póster, un redneck a los
tumbos en la doma de potros y un
desperdicio de talento en los rodeos y los ranchos, que toma cerveza y se
enamora de la chica lista del bar hasta que el 11-S hace que don y misión se
imbriquen y otorguen, a su vida, un sentido, estabilizado, cristalizado y
llevado al límite por la disciplina militar: es el sentido trágico de la
existencia del héroe clásico, que Eastwood ha declinado sin cesar en toda su
filmografía.
El Holden Caulfield de Salinger no
tiene ningún talento en especial excepto una hipersensibilidad que le permite
ver más allá de lo evidente y hacerse preguntas que no tienen respuesta; sabe
que su ambición de catcher es una
“locura” irrealizable y su historia se abre y se cierra en lo que presumimos es
una clínica psiquiátrica. Chris Kyle tiene un talento hiperentrenado en una
institución que al darle un sentido le está dando respuestas, pero perturba y
desajusta progresivamente su sensibilidad, hasta sembrar un infierno en su
cabeza. “Fuimos los sacrificados”, podrían decir ambos, parafraseando el título
de aquel filme de John Ford. Pocas veces se han visto en esta vida dos chicos
americanos tan pero tan tristes. La tristeza de Holden me invadía por oleadas
mientras lo leía; la de Chris es una operación alquímica que Bradley Cooper
derrama en sus ojos; claros, límpidos y tomados, irreversiblemente, por la
conciencia dolorosa de lo que está haciendo, de lo que no puede negarse a
hacer.
Esa conciencia del personaje, bajo
la forma de un ojo pegado a la mira telescópica de un rifle, con el cuerpo
tendido boca abajo, es el núcleo del filme. Kyle no es un adicto a la
adrenalina del disparo, sino un soldado voluntariamente sometido a una
responsabilidad que lo destroza, lo aliena y lo secuestra de su mundo
“doméstico”. Él no inicia la guerra; cuando la guerra estalla, alguien tiene
que proteger a los corderos (el cordero es el resto de su regimiento y, por
extensión, la patria). Alguien tiene que hacer esa tarea. He aquí la
desesperante ambivalencia del cine de Eastwood, que no es oda patriótica ni
panfleto antibélico, o es esas dos cosas al mismo tiempo.
Eastwood lidia de entrada con la
enormidad monstruosa de la tarea del sniper:
implica la eliminación de todo objetivo peligroso, incluidos niños que porten,
por ejemplo, granadas anti-tanques. Un sniper
no solo no recoge y salva niños del mundo adulto (como el catcher de Salinger); los liquida y les proscribe para siempre ese
mundo, según la lógica bélica de su especialidad, anclada (como cualquier
estrategia de guerra) en un “nosotros” y “ellos” en conflicto: “te disparo
desde mi guarida, para que no dispares a quienes debo proteger”. Ya en la
secuencia inicial, Chris está en el último círculo del infierno. Para contar
cómo llegó hasta allí, a Eastwood le basta un falso raccord y un flashback
con la tragedia in nuce: el niño
cazador sometido en la mesa y en la iglesia al mandato del Padre: “cuidarás a
tu hermano menor” (y honrarás la tradición de Texas). En minutos, Eastwood
recorre y disecciona bibliotecas enteras consagradas a la construcción
psicológica y social del individuo. Si las escuelas sirven para algo, en todas
las escuelas debiera haber películas.
¿Para qué sirve una película?, me
pregunto, además de para ahorrarse horas de pedagogía impresa. ¿Qué suma la
ficción al registro documental de lo real? ¿Para qué filma Eastwood la
biografía de Chris Kyle, que el propio Chris ya había dejado (inconclusa) por
escrito? Para sumar, a mi punto de vista, su propio punto de vista y el punto
de mira del rifle de Chris Kyle (un personaje no mira jamás completamente hacia
donde el director decide que mire -algo se rebela, se resiste, se escapa),
mientras mi propia mirada lee y decodifica, atravesada por mi experiencia
personal, esas dos miradas simultáneas. Para aguzar y concentrar mi mirada en
la gesta de un único hombre, desplazando al fuera de campo el ajedrez
geopolítico y el marketing y el comercio de la guerra. Veo a Chris Kyle sin los
hilos de los titiriteros, por quienes es usado y abusado (pero eso no es
materia de este filme, sino del díptico de Eastwood sobre la batalla de Iwo
Jima). Comprendo entonces que, en un marco general podrido desde el minuto
cero, alguien puede darle un sentido, individual, a sus acciones (sostener la
cabeza del compañero agonizante, pedirle que respire, asegurarle que no
morirá). Asumo que comprender me hace más libre y que la libertad debiera
consistir en el rechazo de todo tipo de control (léase: de liderazgo, de
magisterio, de creencia que me obligue a obedecer). Precio de la aventura
(vulgarmente conocida como “emancipación humana”): una aterradora soledad, un
vértigo, una necesidad intermitente de cerrar los ojos. Precio de ver: que lo
visto sea insoportable (importancia, en términos de supervivencia y en dosis
estratégicas, del denominado “cine de evasión”).
Pero ahora estoy a solas con Chris
Kyle en el país de las tormentas de arena, donde le han puesto precio a su
cabeza y es el diablo (el “al-Shaitan”) de Ramadí. La vida en colores se
reduce, los colores se reducen aún en la vida en colores de los regresos
temporarios a casa. Nunca se sale del todo del país de las tormentas de arena.
A solas es un modo decir: a todos nos espera nuestra némesis. A Kyle le brota
Mustafá, ex tirador del equipo olímpico sirio; su doppelgänger, el Kyle del enemigo. Es un cara a cara en el que
jamás se verán las caras, porque continuamente se miden, de azotea a azotea,
entre ropas tendidas en las cuerdas de casas derruidas, a distancias insólitas.
La secuencia del enfrentamiento final entre esa moneda de dos caras separadas
al máximo posible es un prodigio técnico en el que Eastwood traslada el duelo
del western en las calles
polvorientas del Far West al duelo de los tiradores invisibles en las terrazas
de Irak. Todo retorna en el cine, empuja desde abajo y desde atrás, hace fisura
y aflora, desarticula la periodización.
Chris vuelve definitivamente a casa
para ejercer su rol con blancos de metal y mutilados de guerra. Es una forma
desplazada de apuntar, disparar y proteger a los veteranos que ya no pueden
estar de pie. Es la continuidad del don y la misión, reformulada por
recomendación psiquiátrica. “Yo había tenido mi guerra. Yo debería haber sido
el que resultara herido. Yo debería haber sido quien quedara ciego”, escribe
Chris en su biografía. “El recuerdo de perder a mis muchachos arde… Es una
herida tan profunda y tan fresca como si las balas entrasen en mi carne en este
momento”. En la película dirá frente al psiquiatra: “No me duelen aquellos que
maté. Me duelen los que perdí porque no pude protegerlos”. Mientras tanto,
escucha el ruido arrasador de los combates con el televisor apagado y convive
con una pistola, sin haber podido siquiera empezar a convivir con su mujer y
sus hijos (con la vitalidad y la frescura de Taya Kyle, que en el filme es la
de Sienna Miller, con su runrún -¿su mudo ronroneo?- de inquietante lucidez).
La ficción pone en foco lo real y a
veces lo real irrumpe para astillar ese foco y obligar a la ficción a un rápido
reacomodamiento. Para ese desbaratamiento del rodaje que fue la muerte
imprevista de Chris Kyle (en suelo patrio y a manos de un protegido,
desquiciado por el acto de ver), Eastwood eligió la elipsis, el fundido a negro
y el recurso al documental, con un montaje de imágenes de archivo de la
despedida al héroe en el estadio de los
Dallas Cowboys en Arlington, Texas. Esa salida y clausura de guion no podía
ficcionalizarse, no porque la muerte sea irrepresentable ni porque Chris Kyle
hubiera pasado brutalmente al fuera de campo literal, sino porque lo que
importaba ahora era mostrar lo que quedaba. Lo que quedaba del don y la misión,
el héroe y el sacrificio. Quedaban banderas y gente arremolinada al paso del
ataúd y vítores y sollozos y más banderas. Es decir, nada. O todo (la
ambivalencia de Eastwood, ya lo dije, es desesperante). Entiéndase
“ambivalencia” como “riqueza”, o “complejidad”.
Cada vez que volvía a casa, Chris
Kyle viajaba entre ataúdes envueltos en banderas. Esa es una imagen de este
mundo que Holden Caulfield no hubiera podido soportar. Ser un catcher in the rye era una locura,
porque la concreción de esa epifanía era imposible. Ser un sniper in the rye es perfectamente realizable y da un sentido a la
existencia.
Pero es un sentido con el que no se
puede convivir. En el mundo del héroe, la muerte no solo llega más temprano:
hasta que llega, es siempre más grande que la vida.