Botonera

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1.3.15

EL FANTASCOPIO: "EL FRANCOTIRADOR" ("AMERICAN SNIPER", CLINT EASTWOOD, 2014)



EL FRANCOTIRADOR 
(AMERICAN SNIPER, CLINT EASTWOOD, 2014)

EL FRANCOTIRADOR EN EL CENTENO


POR MARIEL MANRIQUE



Hay un instante epifánico en The Catcher in the Rye (la novela publicada en 1951 que J. D. Salinger regaló a Holden Caulfield), en el que Holden sabe lo que quisiera hacer durante el resto de su vida: ser un catcher in the rye, esto es, un atrapa-niños que, oculto en un campo de centeno al borde de un precipicio, sale en auxilio de los niños que se acercan al borde y los recoge para impedir que caigan, como el catcher que se lanza a correr para atrapar la pelota en un partido de béisbol. En el estadio del mundo, Holden no quiere ser un pitcher (un bateador, el héroe a la vista de la multitud que lanza las pelotas) sino un modesto catcher atento en su guarida. Del otro lado del precipicio se alza el mundo adulto, como una máquina impiadosa que abre sus fauces mecánicas y se come a los niños y devuelve a la superficie esa cosa insoportable que son los mayores. “Phony”, todo allí es tan “phony” en la vida de los que han crecido, repite Holden una y otra vez, con una furia indeclinable que es en realidad una tristeza que no tiene cura; tan hipócrita, tan falso, tan ridículamente mentiroso.

Ninguna traducción al español puede hacer justicia al título del libro que Salinger ofrendó a Holden, esa definición perfecta de la vocación imposible de un adolescente en tránsito hacia un mundo en el que no debiera caer, si tan solo hubiera un catcher oculto en el centeno que pudiera atraparlo en el aire y ponerlo a salvo. Un catcher no es un cazador ni es un guardián: es un deportista profesional entrenado en el arte de recoger pelotas, que en la visión epifánica de Holden se lanza a correr y rescata niños. Los rescata del martirio de una vida “phony”.

American Sniper, la película que Clint Eastwood regaló a Christopher Scott Kyle, el legendario Navy Seal que en cuatro incursiones a Irak rompió el récord de bajas enemigas en calidad de francotirador, bien podría llamarse The Sniper in the Rye. Chris Kyle, un niño nacido y criado en Texas, que va de cowboy a marine sin escalas, tiene un don y una tarea auto-impuesta, conforme la ética paterna simplista e irrefutable que divide el mundo en lobos, corderos y perros pastores. El don es su infalible puntería de niño cazador que derrumba un alce sin que le tiemble el pulso. La tarea (que asume el rango de misión y coloca a Chris en la senda del héroe americano) es ser un perro pastor que protege a sus corderos. El credo Seal exige que ningún compañero sea dejado atrás y, para cubrir la espalda de sus compañeros, Chris carga su rifle, su don, como una cruz. Están tendidas ya las líneas de la narración clásica, que conduce al héroe investido de su misión y en ejercicio de su don al sacrificio, en un círculo cerrado y resuelto de antemano por los dioses.

La guerra, que obsesionó a Salinger aunque nunca la nombrara y es el bajo continuo de toda su obra (especialmente, la saga de la familia Glass), es el campo de centeno de Chris Kyle, un campo de entrenamiento y de combate que es la prolongación natural de su don y su misión protectora de perro pastor de sus soldados. En un mundo en guerra, un mundo donde se ha perdido la inocencia y el campo de centeno se tiñó de sangre, la epifanía irrealizable del catcher que soñó para sí mismo Holden Caulfield muta en la trayectoria organizada del sniper en el que se convierte Chris Kyle, perpetuamente condenado (como el catcher de Holden) a la soledad de su posición horizontal de sigilo. Que en la película de Eastwood es un Bradley Cooper un poco excedido de peso y bastante corto de palabras que nunca daría el look de héroe de póster, un redneck a los tumbos en la doma de potros y un desperdicio de talento en los rodeos y los ranchos, que toma cerveza y se enamora de la chica lista del bar hasta que el 11-S hace que don y misión se imbriquen y otorguen, a su vida, un sentido, estabilizado, cristalizado y llevado al límite por la disciplina militar: es el sentido trágico de la existencia del héroe clásico, que Eastwood ha declinado sin cesar en toda su filmografía. 


El Holden Caulfield de Salinger no tiene ningún talento en especial excepto una hipersensibilidad que le permite ver más allá de lo evidente y hacerse preguntas que no tienen respuesta; sabe que su ambición de catcher es una “locura” irrealizable y su historia se abre y se cierra en lo que presumimos es una clínica psiquiátrica. Chris Kyle tiene un talento hiperentrenado en una institución que al darle un sentido le está dando respuestas, pero perturba y desajusta progresivamente su sensibilidad, hasta sembrar un infierno en su cabeza. “Fuimos los sacrificados”, podrían decir ambos, parafraseando el título de aquel filme de John Ford. Pocas veces se han visto en esta vida dos chicos americanos tan pero tan tristes. La tristeza de Holden me invadía por oleadas mientras lo leía; la de Chris es una operación alquímica que Bradley Cooper derrama en sus ojos; claros, límpidos y tomados, irreversiblemente, por la conciencia dolorosa de lo que está haciendo, de lo que no puede negarse a hacer.  

Esa conciencia del personaje, bajo la forma de un ojo pegado a la mira telescópica de un rifle, con el cuerpo tendido boca abajo, es el núcleo del filme. Kyle no es un adicto a la adrenalina del disparo, sino un soldado voluntariamente sometido a una responsabilidad que lo destroza, lo aliena y lo secuestra de su mundo “doméstico”. Él no inicia la guerra; cuando la guerra estalla, alguien tiene que proteger a los corderos (el cordero es el resto de su regimiento y, por extensión, la patria). Alguien tiene que hacer esa tarea. He aquí la desesperante ambivalencia del cine de Eastwood, que no es oda patriótica ni panfleto antibélico, o es esas dos cosas al mismo tiempo.

Eastwood lidia de entrada con la enormidad monstruosa de la tarea del sniper: implica la eliminación de todo objetivo peligroso, incluidos niños que porten, por ejemplo, granadas anti-tanques. Un sniper no solo no recoge y salva niños del mundo adulto (como el catcher de Salinger); los liquida y les proscribe para siempre ese mundo, según la lógica bélica de su especialidad, anclada (como cualquier estrategia de guerra) en un “nosotros” y “ellos” en conflicto: “te disparo desde mi guarida, para que no dispares a quienes debo proteger”. Ya en la secuencia inicial, Chris está en el último círculo del infierno. Para contar cómo llegó hasta allí, a Eastwood le basta un falso raccord y un flashback con la tragedia in nuce: el niño cazador sometido en la mesa y en la iglesia al mandato del Padre: “cuidarás a tu hermano menor” (y honrarás la tradición de Texas). En minutos, Eastwood recorre y disecciona bibliotecas enteras consagradas a la construcción psicológica y social del individuo. Si las escuelas sirven para algo, en todas las escuelas debiera haber películas.




¿Para qué sirve una película?, me pregunto, además de para ahorrarse horas de pedagogía impresa. ¿Qué suma la ficción al registro documental de lo real? ¿Para qué filma Eastwood la biografía de Chris Kyle, que el propio Chris ya había dejado (inconclusa) por escrito? Para sumar, a mi punto de vista, su propio punto de vista y el punto de mira del rifle de Chris Kyle (un personaje no mira jamás completamente hacia donde el director decide que mire -algo se rebela, se resiste, se escapa), mientras mi propia mirada lee y decodifica, atravesada por mi experiencia personal, esas dos miradas simultáneas. Para aguzar y concentrar mi mirada en la gesta de un único hombre, desplazando al fuera de campo el ajedrez geopolítico y el marketing y el comercio de la guerra. Veo a Chris Kyle sin los hilos de los titiriteros, por quienes es usado y abusado (pero eso no es materia de este filme, sino del díptico de Eastwood sobre la batalla de Iwo Jima). Comprendo entonces que, en un marco general podrido desde el minuto cero, alguien puede darle un sentido, individual, a sus acciones (sostener la cabeza del compañero agonizante, pedirle que respire, asegurarle que no morirá). Asumo que comprender me hace más libre y que la libertad debiera consistir en el rechazo de todo tipo de control (léase: de liderazgo, de magisterio, de creencia que me obligue a obedecer). Precio de la aventura (vulgarmente conocida como “emancipación humana”): una aterradora soledad, un vértigo, una necesidad intermitente de cerrar los ojos. Precio de ver: que lo visto sea insoportable (importancia, en términos de supervivencia y en dosis estratégicas, del denominado “cine de evasión”).


Pero ahora estoy a solas con Chris Kyle en el país de las tormentas de arena, donde le han puesto precio a su cabeza y es el diablo (el “al-Shaitan”) de Ramadí. La vida en colores se reduce, los colores se reducen aún en la vida en colores de los regresos temporarios a casa. Nunca se sale del todo del país de las tormentas de arena. A solas es un modo decir: a todos nos espera nuestra némesis. A Kyle le brota Mustafá, ex tirador del equipo olímpico sirio; su doppelgänger, el Kyle del enemigo. Es un cara a cara en el que jamás se verán las caras, porque continuamente se miden, de azotea a azotea, entre ropas tendidas en las cuerdas de casas derruidas, a distancias insólitas. La secuencia del enfrentamiento final entre esa moneda de dos caras separadas al máximo posible es un prodigio técnico en el que Eastwood traslada el duelo del western en las calles polvorientas del Far West al duelo de los tiradores invisibles en las terrazas de Irak. Todo retorna en el cine, empuja desde abajo y desde atrás, hace fisura y aflora, desarticula la periodización. 


Chris vuelve definitivamente a casa para ejercer su rol con blancos de metal y mutilados de guerra. Es una forma desplazada de apuntar, disparar y proteger a los veteranos que ya no pueden estar de pie. Es la continuidad del don y la misión, reformulada por recomendación psiquiátrica. “Yo había tenido mi guerra. Yo debería haber sido el que resultara herido. Yo debería haber sido quien quedara ciego”, escribe Chris en su biografía. “El recuerdo de perder a mis muchachos arde… Es una herida tan profunda y tan fresca como si las balas entrasen en mi carne en este momento”. En la película dirá frente al psiquiatra: “No me duelen aquellos que maté. Me duelen los que perdí porque no pude protegerlos”. Mientras tanto, escucha el ruido arrasador de los combates con el televisor apagado y convive con una pistola, sin haber podido siquiera empezar a convivir con su mujer y sus hijos (con la vitalidad y la frescura de Taya Kyle, que en el filme es la de Sienna Miller, con su runrún -¿su mudo ronroneo?- de inquietante lucidez).

La ficción pone en foco lo real y a veces lo real irrumpe para astillar ese foco y obligar a la ficción a un rápido reacomodamiento. Para ese desbaratamiento del rodaje que fue la muerte imprevista de Chris Kyle (en suelo patrio y a manos de un protegido, desquiciado por el acto de ver), Eastwood eligió la elipsis, el fundido a negro y el recurso al documental, con un montaje de imágenes de archivo de la despedida al héroe en el estadio de los Dallas Cowboys en Arlington, Texas. Esa salida y clausura de guion no podía ficcionalizarse, no porque la muerte sea irrepresentable ni porque Chris Kyle hubiera pasado brutalmente al fuera de campo literal, sino porque lo que importaba ahora era mostrar lo que quedaba. Lo que quedaba del don y la misión, el héroe y el sacrificio. Quedaban banderas y gente arremolinada al paso del ataúd y vítores y sollozos y más banderas. Es decir, nada. O todo (la ambivalencia de Eastwood, ya lo dije, es desesperante). Entiéndase “ambivalencia” como “riqueza”, o “complejidad”.  

Cada vez que volvía a casa, Chris Kyle viajaba entre ataúdes envueltos en banderas. Esa es una imagen de este mundo que Holden Caulfield no hubiera podido soportar. Ser un catcher in the rye era una locura, porque la concreción de esa epifanía era imposible. Ser un sniper in the rye es perfectamente realizable y da un sentido a la existencia.

Pero es un sentido con el que no se puede convivir. En el mundo del héroe, la muerte no solo llega más temprano: hasta que llega, es siempre más grande que la vida.