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23.2.15

XV. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




La torre de los siete jorobados, Edgar Neville, 1944



EL ESTILO CINEMATOGRÁFICO
DE EDGAR NEVILLE*



Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo.
Los que buscan bajo la superficie, lo hacen
a su propio riesgo. Los que intentan descifrar el
símbolo, lo hacen también a su propio riesgo.

Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray


La condición de “autor” del cineasta Edgar Neville nunca ha sido puesta en entredicho. Durante la República, el madrileño gozó de un creciente prestigio, que le situaba como uno de los cineastas más prometedores de su generación. En la posguerra, en cambio, tanto la crítica como, sobre todo, los órganos censores tendían a infravalorar la componente formal de sus películas, aunque le reconocían como un sólido guionista y un brillante argumentista, y percibían en su obra cinematográfica ciertos elementos singulares.

Paradójicamente, fue en esos años en los que Neville alcanzó su madurez como cineasta. Tras el retorno de su segunda estancia en Italia, se aprecia en las películas del madrileño una fusión armónica de elementos aprehendidos en las distintas etapas de su formación, configurando un estilo propio, definible y cualificable, que se aprecia ya en el mediometraje Verbena. Un estilo que se antoja también inconquistable, toda vez que Neville fue capaz de realizar una serie de obras muy personales sin más cortapisas que las impuestas por los organismos censores, los cuales fueron, en cierta medida, los que permitieron al cineasta desarrollar sus proyectos sin someterse a la dictadura del éxito en taquilla.

Esta circunstancia no puede explicarse sin tener en cuenta la peculiar legislación de fomento y control del cine que implantó el estado franquista. Más interesado en domeñar un medio de expresión que podría minar sus frágiles bases ideológicas que en potenciar una disciplina artística que había devenido en espectáculo de masas, el régimen articuló toda una estructura normativa encaminada a encorsetar la creatividad y a dirigir la distribución y exhibición de las películas. Todo este entramado comenzaba y terminaba en los órganos censores, que no sólo debían dar el visto bueno al rodaje de las películas, sino que eran los encargados de calificar las obras una vez concluidas, permitiendo además a los productores, en virtud de que obtuviesen mejor o peor “nota”, hacerse con un número mayor o menor de permisos de importación, y a partir de 1947, de doblaje.

En realidad, estos permisos eran los que determinaban el beneficio económico de los productores. Con buena parte de las películas sufragadas gracias a los créditos sindicales, y ante el desolador panorama de un parque de pantallas virtualmente colonizado por Hollywood, por mor del doblaje obligatorio, la obtención de esos permisos se convirtió en la mayor parte de las ocasiones en el auténtico objetivo de las producciones españolas. En estas circunstancias, los órganos censores usurparon el papel destinado al público en los países democráticos: las películas no se hacían para sacar réditos en taquilla, sino para agradar a los poderes fácticos del régimen, representados por los distintos vocales que ejercían la censura, que eran quienes determinaban el éxito o el fracaso de una producción con su calificación.

En medio de este panorama legislativo y empresarial, Neville, recién llegado de Italia y una vez purgado su pasado como funcionario republicano merced a un proceso de depuración, trató en un primer momento de retomar su carrera profesional siguiendo la misma línea que le había permitido asentarse exitosamente en la industria cinematográfica de antes de la guerra, donde sus películas, que mimetizaban los modelos del cine de Hollywood, le habían granjeado una posición de privilegio.

Es en ese momento cuando el madrileño recibió la propuesta de Saturnino Ulargui para participar en la serie de cortometrajes Canciones, con la adaptación al cine de un argumento basado en La Parrala, de Xandro Valerio, León y Quiroga. Pero en el marco de este proyecto, Neville logró que Ulargui produjese además Verbena, un mediometraje basado en un relato propio, “Stella Matutina. Cabeza”, en el que se aprecia ya en todo su esplendor un estilo cinematográfico consolidado, y marcado por una fuerte personalidad.

En Verbena, una película que marca el punto de inicio de la etapa de madurez del autor, se aprecia ya la fusión de los distintos elementos que definen la obra cinematográfica de Neville. Unos fundamentos que el madrileño adquiere a través de tres vías de influencia diferenciadas, cada una de ellas bien definida en su biografía e incluso circunscribible a sendos espacios geográficos diferenciados: el costumbrismo de raíz popular con el que entra en contacto en el Madrid de su infancia y adolescencia, la vanguardia literaria y artística a la que se suma en ese otro Madrid urbano y cosmopolita del período de entreguerras, y el cine de Hollywood, donde reside durante dos largos períodos entre 1928 y 1931, llegando a trabajar como dialoguista.

Como se apuntaba, esas tres vías de influencia ya están presentes en Verbena, en la que Neville elude los elementos fantásticos del relato original para centrarse en la historia de amor entre dos artistas de circo. En ese marco, que desprende un innegable aroma a La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning 1932), el madrileño crea toda una serie de personajes revestidos con el hálito desmitificador propio de las vanguardias, como se percibe en su condición de farsantes y charlatanes, de “feriantes” en suma, en una trama marcada por un desarrollo cercano al sainete o el entremés, incluyendo los imprescindibles números musicales.

Pero este estilo no tuvo continuidad en los años posteriores. Su siguiente película fue un melodrama de ambientación histórica, Correo de Indias, con una marcada vinculación al cine norteamericano, especialmente a la obra de King Vidor (1894-1982), cuya influencia también se aprecia en el final original de Frente de Madrid. Y acto seguido, el madrileño escribió y dirigió Café de París, una comedia de influjo “Lubitschiano” y ambientada en la capital de Francia.

Entre medias, además, Neville tuvo un serio encontronazo con la censura, que ya le tenía en el punto de mira por el final de Frente de Madrid, debido a la publicación de “Fin”, un relato de 1931 que reeditó en el semanario Si, sin caer en la cuenta de que las fábulas sobre el fin del mundo que se podían plantear en el marco liberal de la II República estaban vetadas en la “Nueva España” de Franco. El resultado fue una importante multa económica y una sanción de varios meses para realizar cualquier tipo de actividad creativa que el madrileño sorteó con ayuda de José Martín.

Con sus antecedentes y en estas circunstancias, no resulta extraño que Neville se mantuviese dentro de las pautas marcadas por el Régimen y optase por un cine ligado estrechamente a los esquemas hollywoodienses. Pero fue curiosamente a raíz de su participación en un proyecto basado en un guión ajeno, algo poco usual en el conjunto de su filmografía, cuando Neville se decidió a desarrollar su estilo y hacer un cine más personal. Esa película fue La torre de los siete jorobados.

En este proyecto concurrieron dos circunstancias que permitieron a Neville reflexionar sobre el devenir de la industria cinematográfica y sobre sus propias relaciones con los organismos oficiales. Por un lado, el madrileño se encontró con un guión original de José Santugini que requería de una revisión para dotarlo de un ritmo más cinematográfico. Esto le dio pie a introducir elementos costumbristas en la trama, al abrigo de la firma de Santugini, y le obligó a mantener un diálogo inédito hasta la fecha con los organismos censores, lo que le permitió a la vez comprender los límites hasta los que podía llegar en sus guiones y argumentos. Por otro, Neville fue víctima de un impago por parte de la productora, lo que le decidió a asentarse como productor independiente.

A partir de ese momento, el madrileño retomó la línea insinuada con Verbena, usando su propia productora como plataforma para impulsar sus proyectos más personales, aunque en ocasiones, como sucedió con El crimen de la calle de Bordadores, hubiese de asociarse con otras casas para poder rodarlos. En todo caso, esa comprensión de los entresijos de los organismos de control le permitió sacar adelante sus películas sin mayores contratiempos y sin renunciar a un estilo muy personal, logrando además que fueran rentables, merced a una ajustada política de reducción de costes y a la especulación con los permisos de importación primero, y de doblaje después.

En otras palabras, Neville hacía el cine que quería hacer, a sabiendas de que sus películas dejarían beneficios sólo con recibir la aprobación por parte de los organismos censores. Para ello, el madrileño ajustaba los presupuestos, aprovechando su triple condición de productor, guionista y director, así como el hecho de que en buena parte de las producciones el papel principal lo interpretaba su amante, Conchita Montes. Asimismo, su preferencia por trabajar con un equipo muy definido que iba repitiendo de película en película, según el modelo de trabajo de las Majors norteamericanas, y su predilección por utilizar prioritariamente unos estudios determinados, los CEA de la Ciudad Lineal, facilitaban que el madrileño lograse, por norma general, reducir los plazos de sus rodajes, lo que también redundaba en un notable ahorro.

Este ajustado presupuesto, unido a las bondades de los créditos sindicales, y su pericia como cineasta, asentada además en su prestigio como escritor y dialoguista, permitía al madrileño realizar un cine de calidad a bajo coste, cuya rentabilidad dejó de depender del éxito de público, ya que únicamente necesitaba de la aprobación de los organismos censores, lo que le garantizaba uno o varios permisos de importación y/o doblaje.

Pero el madrileño, en vez de aprovechar la coyuntura para lucrarse económicamente, que también, utilizó el sistema para ahondar en una filmografía de una marcada personalidad, con películas que, sin renunciar a su condición de espectáculo popular, no necesitaban del éxito de público para que el cineasta pudiese insistir en sus pretensiones creativas. En palabras del propio Neville: 

Estados Unidos y algunas naciones de la Europa occidental gozan de unas minorías tan numerosas que respaldan todo movimiento artístico no dirigido a lo que se conoce por “las masas”. Si De Mille [sic] tiene su público, también lo tiene Wilder, Stahl, Capra y Cukor.
Pero el “cine” es una industria cara, y, si no a “la masa”, ha de ser destinado a un gran público, a una minoría sólo si es muy numerosa, y esto en España es difícil. Esa minoría para la que se trabaja con gusto tiene cierta importancia en las más grandes capitales, pero va perdiendo vigor rápidamente, conforme se va acercando al campo, y es frecuente que no alcance su suma el gran desembolso de una película. 
Esto lo han visto bien los más certeros productores españoles, y por eso, después de tantos preliminares, se han lanzado a hacer un “cine” mucho más aparatoso, en tono mayor y con gran lujo, pues es el que ha dado verdaderamente un magnífico resultado económico. Se puede decir que las únicas películas españolas que han producido mucho dinero son aquellas que costaron varios millones. Sería equivocado creer que es fácil hacer este “cine”; no lo es, ni mucho menos; aparte de sus dificultades técnicas, precisan un temperamento especial en todos los que lo realizan, y por eso no está al alcance de todos, ni mucho menos.
El problema planteado no es, pues, sencillo. Por un lado queremos hacer el “cine” de nuestra época, sabemos que hay muchísima gente que lo espera y que lo prefiere, para muchos artistas de todos los órdenes españoles este es el “cine” que proyecta su temperamento, su paladar, su sensibilidad, y, sin embargo, hoy por hoy el camino de la fortuna es el otro. ¿Por cuál iremos? Mi opinión es que seguiremos los dos, el temperamento de cada cual le indicará su ruta y, al final, le aguardará más o menos gente, pero esperemos que en cualquiera de los casos sea la suficiente para compensar con su gratitud el esfuerzo del viaje.

Así, Edgar Neville logró realizar, especialmente a partir de 1945, un cine marcadamente personal, ajeno a los imperativos económicos propios de industrias cinematográficas más desarrolladas e independiente del gusto del público mayoritario, pese a su vocación eminentemente popular y a su pretendida españolidad. Un cine, por otro lado, perfectamente cualificable si se bucea en las fuentes que definen el estilo de su autor, ya apuntadas anteriormente: el gusto por el costumbrismo ligado a las enseñanzas de Ortega, el contacto con las vanguardias y la formación en el seno de la industria de Hollywood.

Vayamos por partes (...)




*Se han suprimido en la publicación on-line de este fragmento del libro las notas que sí aparecen a pie de página.