EL LOBO DE WALL STREET
(THE WOLF OF WALL STREET,
MARTIN SCORSESE, 2013)
AHORA LA JAULA ES DE VIENTO
POR MARIEL MANRIQUE
(Walt Whitman, Leaves of Grass)
La economía
política del capitalismo industrial descripto por Max Weber oprimía al
trabajador en una jaula de hierro. Exigía una organización burocrática rígida
de estructura piramidal, basada en lazos sólidos de asociación. Tal como lo describe
Richard Sennett en La corrosión del carácter, Weber sabía bien que esa
jaula de hierro de la sociedad moderna (definida por Michel Foucault como un
mecanismo de auto-punición) no cumpliría su promesa de justicia social: la
postergación del goce sería infinita, el sacrificio diario no tendría tregua y
la recompensa prometida no llegaría nunca. Pero tendemos a conformarnos con
mucho menos de lo que legítimamente nos correspondería y la jaula de hierro
daba paz: vínculos fuertes de autoridad, un trabajo estable, relaciones
sociales duraderas y un futuro previsible. La ética protestante del S. XVII que
examinó Weber, convertida en el ascetismo mundano del S. XVIII, desembocaba en
el ahorro y la represión del placer. Benjamin Franklin, en la tierra prometida
del otro lado del océano, no gastaba en pipas ni cerveza, acumulaba peniques en
prenda de virtud y gestionaba el tiempo como si fuera oro. Porque el tiempo era
oro y no había que perderlo. El tiempo fue, desde el mundo rural cantado en Los
trabajos y los días o las Geórgicas, el recurso fundamental del
campesino, sujeto al dictum: “no pospondrás”. Procastinar no era una
opción. Hesíodo y Virgilio predicaban el valor de la disciplina auto-impuesta
en la regulación del tiempo, para combatir y controlar tanto el poder
indiferente de la naturaleza como la tentación y el vicio de la anarquía
interior.
La jaula de
hierro ofrecía, como toda prisión en la que en definitiva se permanece por
voluntad propia, algo en que creer. Toda creencia es por definición idólatra:
exige un objeto tangible de adoración. Cruces para el Nazareno, estampitas para
el santo, libros sagrados manchados de sangre, milagros oportunos y bendiciones
papales; esculturas ecuestres y bustos para el líder, manuales y mandamientos
de partido, afiches y pins de campaña electoral; el rostro del que
amamos. El objeto es el símbolo que porta el creyente. En El Lobo del Wall
Street (Martin Scorsese, 2013), Jordan Belfort se nos presenta aspirando
cocaína en el culo de una chica y exhibe sin rodeos su objeto devocional, el
pasaporte directo a los mejores culos femeninos y la cocaína de máxima pureza:
un dólar billete. Belfort es un as de la estafa bursátil, el paradigma del
capitalismo financiero: Belfort vende humo. Bienvenidos al rendimiento rápido,
las exigencias de movilidad y adaptación sobre la marcha, la erosión de la
experiencia acumulada, las empresas dinámicas, los vínculos fugaces y flexibles
y las arenas movedizas del capitalismo impaciente que hace estallar las Bolsas
de Valores y las ventas de ansiolíticos y quema las cabezas de sus operadores.
Belfort es un self-made man que hizo de su creencia una obsesión y la
pasó fantástico hasta que lo pescaron, lo condenaron por estafa y lavado de
dinero, delató a unos cuantos para reducir su pena, jugó al tenis en su prisión
de lujo y salió para contarlo en dos libros de memorias que fueron best-sellers
y en los que Scorsese y su guionista Terence Winter abrevaron para cerrar un
tríptico perfecto con Goodfellas (1990) y Casino (1995), dos
películas clásicas de gangsters y estructura circular, en las que el
“héroe” criminal vuelve a su exacto punto de partida, en un implacable
movimiento de ascenso y caída sin ánimo ni coda de redención.
El primate
Mark Hanna, mentor de Belfort en LF Rothschild, lo instruye para siempre en un
almuerzo a puro martini seco, matizado por el canto delirante de una especie de
mantra tribal. Pone en dos líneas bibliotecas enteras, con un poder de síntesis
que bien quisiéramos para Thomas Piketty: el capitalismo financiero no produce
nada, nadie tiene la menor idea de si las acciones van a bajar o subir y lo
único que importa es que el cliente compre, reinvierta y siga comprando sin
parar; para aguantar y mantener el ritmo, la receta es merca, putas y pajas.
Bienvenidos a la película más desaforada, estruendosa y eléctrica de Scorsese,
una rara avis en la que lo que hay es lo que ves porque la forma de
contar a Belfort es Belfort en estado puro, una bacanal adrenalínica sin pausa
ni moral. Incómoda porque no juzga, problemática porque electrocuta las hojas
de hierba, gloriosa porque no alza el dedito acusador, reveladora porque no
tiene nada, absolutamente nada, que ocultar. Pocas veces se vio tanta orgía,
tanto cuerpo expuesto de cabo a rabo. Tanto espíritu mostrado en su
hiperexcitada planitud, sin moralinas baratas a lo Gordon Gekko. No hay
conspiraciones, trampas ni contubernios. Belfort y sus secuaces (que solo
tienen que “ser jóvenes, imbéciles y hambrientos” para triunfar en el negocio)
no complotan en pasillos oscuros para asestar sus golpes, no se reúnen a urdir
sus desfalcos, no tienen (como el Patrick Bateman de American Psycho)
una doble cara, creen en cuerpo y alma en su credo volátil. Son así las 24 hs.
Así de fascinantes y patéticos. Una mezcla que hace de la película una farsa
con sus tramos de slapstick. La misma farsa de la que habla Sennett
cuando describe el imperativo de velocidad y la consecuente “superficialidad
degradante” del trabajo en equipo en el capitalismo actual.
Esta jaula es
la jaula de viento de la transacción histérica y el consumo constante, con los
mismos barrotes maquillados. De una jaula a otra, con sociedad de redes y
tecnología de la información en el menú, no ha cambiado ni la naturaleza del sistema
de producción ni la organización de la estructura de poder. Lo saben, entre
tantos otros, los integrantes del tendal de víctimas de Belfort, sabiamente
elididos en el filme (¿para qué mostrarlos si la propia operación especulativa
los incluye todo el tiempo, si su potencia deriva precisamente de su borradura
y su breve aparición, como un destello, en la figura del fiscal en el subte,
sujeto a una rutina agobiante y mal remunerada?). Lo sabe el propio Belfort,
que es el líder nato y la autoridad reverenciada como un pastor evangelista en
Stratton Oakmont, por cuyas oficinas desfilan prostitutas, se lanzan enanos al
blanco, se pasean chimpancés en patines y se le afeita en público la cabeza a
una empleada que aceptó ser rapada para ganarse un bonus de diez mil dólares.
Belfort sabe a quién daña y cómo humillar. No hay aquí especializaciones
burocráticas a las que imputarles la “banalidad del mal”, sino sujetos voraces
e imputables. Que no están alienados (el mal del S. XX), porque son plenamente
conscientes de sus actos, ni sufren de anhedonia (la peste del S. XXI), porque
los ponen al palo el dólar y el consumo (de sustancias, de carne femenina como
orificio y cosa, de mansiones, yates y helicópteros).
Que vivan al
palo es una prueba en contra del carácter “flexible” de la nueva ética del
trabajo. Nada más duro, más colocado ni rígido (por ingesta de ludes y
pulsión monocorde por el rendimiento) que estos chicos pegados a un teléfono.
Que Scorsese los filme en plan festín desnudo es hacerles justicia, porque no
dan para otra cosa. Esa carencia es la distancia entre el Jay Gatsby escrito
por Fitzgerald, filmado por Baz Luhrmann y encarnado por DiCaprio, y el Jordan
Belfort que también se carga DiCaprio a sus espaldas (con la espléndida
compañía de Jonah Hill como un Sancho Panza suelto en Manhattan), en un
ejercicio de transmigración. No hay espacio ni interés por el amor en esta
historia (pensemos que el amor debe tener espacio, que la medida del amor es el
espacio, físico y mental, que estamos dispuestos a darle). Por Daisy Buchanan,
Jay Gatsby lo apostaba todo. En Gatsby había épica porque había amor y ese amor
era una luz en el muelle del otro lado de la bahía, un resplandor intermitente
que eclipsaba los fuegos de artificio de las fiestas que Gatsby montaba para
deslumbrar a Daisy (pensemos que la épica del amor anida en un objeto
cotidiano, en un hecho menudo como la luz de una casa frente a la bahía, un
reflejo en el pelo o en los botones de un vestido). Scorsese rueda un filme indoor,
hecho casi exclusivamente en interiores y concentrado en el mundo-Belfort,
donde la pasión es vacua y extra-large y el único contacto con el otro
es transaccional y se mide en metálico (el “hogar” de Belfort es la residencia
de su mujer-trofeo y un bebé invisible, el objetivo de los viajes a Suiza es
salvar el dinero).
Jordan
Belfort es hijo del American Dream y se pasa la bandera americana por el
culo. Es un principio elemental: el capital no tiene ideología. A Scorsese
siempre le gustaron los obsesivos, esos que cruzan el límite de la pasión a la
compulsión. Hasta el último día, Belfort seguirá dando cursos de cómo vender un
boli, con el carisma de los predicadores y la entrega de un bombero voluntario.
Pero a diferencia de Henry Hill o Sam Rothstein, Belfort no tiene códigos (ni
siquiera códigos mafiosos). Es el segundo principio básico: el capital no solo
está fuera de la ley, hace la ley a su medida. Ha creado a su medida hasta sus
propios paraísos (fiscales).
Hay lobos en Wall Street, los habrá donde huelan sangre. Como el
viento de esta jaula enorme, es un tipo de sangre que no se ve, aunque esté por
todas partes. “¿Lobo estás?”, pregunta Caperucita, que se muere de ganas de
morder aunque sea las sobras de la fiesta. “Hombre lobo del hombre”, dijo
Hobbes, pero no era cierto. Era la excusa para un pacto. Se llamó “pacto
social” y fue nuestra primera transacción.