Ghost Dog, Jim Jarmusch, 1999
En una escena de Deux hommes dans Manhattan los dos periodistas que la protagonizan acuden al camerino de una bailarina de variedades que mantuvo relaciones con el diplomático que están buscando. Pronto descubrimos que se trata de una mujer cínica y desencantada —como seguramente lo esté también el mismo Delmas—, una bailarina cuya carrera patentemente nada ha tenido que ver con ese sueño al que seguro un día aspirara, una mujer condenada a compartir su trabajo con el hecho de ser la protegida de un hombre poderoso. En un determinado momento, Melville muestra en un lado del plano, en primer término, una fotografía muy glamourosa de Elisabeth Taylor y en segundo plano la imagen reflejada en el espejo de la desengañada bailarina. Encontramos sintetizada en este fugaz plano la distancia entre los sueños y la realidad a ambos lados de la cámara, y además por partida triple: a aquel lado, la bailarina cuya vida no ha sido lo que ella soñaba, el reflejo desengañado de esa imagen glamourosa en que algún día cifrara sus sueños de éxito; detrás de ella, fuera de campo, el fotógrafo que no cesa de hacerle fotos y a cuya amargura probablemente no es ajeno todo lo que ha tenido que ver a través del objetivo de su cámara, un fotógrafo que poco después tratará de articular con sus fotografías un relato, intento vano, como comprobaremos al final, pues se trata de unas imágenes que solo llevan a un relato hueco, a uno que acaba en las alcantarillas; y, aún más allá, en nuestro fuera de campo, el propio director, que filma ese paisaje de desolación, y que en el momento de articular él también una historia se enfrentará a una frustración parangonable a la que probablemente acompaña a las aspiraciones de la bailarina que ahora tiene ante sus ojos, un cineasta que en esta película se acerca directamente por primera vez a unos EE.UU. en los que el modo de entender el cine que ha constituido su educación sentimental no puede sino constatarse como ya irrecuperable. Como de hecho la modernidad narrativa y formal de la propia película, su estilo errabundo y tono desencantado, que en realidad la acercan más a los filmes de la Escuela de Nueva York que por esas fechas están llegando a las pantallas —ese mismo año de 1959 John Cassavetes está rodando también en las calles de esta misma ciudad la seminal Shadows— que al cine que alimentó la pasión cinéfila de Melville, se encargaron de corroborar (...)
"Epílogo. Herencia Melville", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái