Jean-Pierre Melville y sus dos hermanos mayores, Jacques y Janine
Cortesía de Laurent Grousset
Cortesía de Laurent Grousset
¿En qué medida el conocer, con mayor o menor profundidad, las circunstancias vitales de un autor nos ilumina acerca de su obra? ¿Habla esta por sí sola de forma suficientemente elocuente? Aunque estas preguntas no tienen una respuesta sencilla, desde luego, lo que parece evidente es que si la biografía de cualquier artista puede guiar la lectura de la realidad tangible de una obra, esta última orienta igualmente la lectura de la invención que es una vida reconstruida retrospectivamente, de cualquier muestra de ese género de ficción que es la biografía. Aún más, la biografía no deja de ser siempre la ficción de otra ficción, pues al fin y al cabo, como escribe Ernst Mach, fiel a David Hume, y aun más atrás a Heráclito, también “los conceptos de cosa y Yo son ficciones provisorias que no existen en forma aislada. Lo que llamamos yo no es sino un complejo de sensaciones”.
Como pensaba Hans Vaihinger, lo que no es experiencia es ficción y la biografía es la ficción de la experiencia de una vida. Es en este sentido que, para el estudioso, las circunstancias vitales a que se dirige su examen no dejan de ser, en definitiva, un texto más, y probablemente el más difuso. Si Borges decía que Kafka creó a sus precursores, del mismo modo podemos decir nosotros que cualquier creador, con la obra que deja tras de sí, y contando con la inveterada necesidad narrativa del ser humano, crea su propia biografía artística, el relato vital de los antecedentes que llevan a la materialización de su obra: el Quijote como autor de Cervantes; la biografía como teleología.
En fin, si siguiendo las tesis de Danto “en el mundo empírico todos sabemos que las causas preceden a los efectos, [pero en] el mundo de la historia no es seguro que las causas precedan a los efectos”, es necesario tener en cuenta, por tanto, esa necesidad —o esa condena— que persigue al historiador de reescribir el pasado —lo que no deja de parecerse mucho, en el género biográfico, a dar vida a un fantasma, pero a partir siempre de un simulacro ridículo del mismo, de un torpe imitador que solo restituye una caricatura—, esa obligación de seleccionar —acto eminentemente narrativo— en cualquier trayecto biográfico los datos considerados relevantes y marginar otros, tal vez más trascendentes, pues no es descartable que las “claves” de cualquier recorrido vital estén sobre todo en sus aspectos más recónditos, en las zonas oscuras y silenciosas del mismo. Y más en un cineasta como Melville —alguien que definió su oficio como el de “un maestro de ceremonias de las sombras, que trabaja en la oscuridad”—, de cuya obra una de las enseñanzas más trascendentales que podemos extraer reside en la constatación de que no siempre coinciden los datos más narrativos con los más relevantes, que con frecuencia lo que más ilumina sobre un personaje son los detalles que en primer término no significan nada, los tiempos vacíos de su existencia, sus silencios antes que sus palabras.
Ahora, la biografía de Melville —como la de cualquiera— es apenas una serie más o menos cuantiosa de datos que acaso solo tengan una relación incidental con la persona real “llamada” Jean-Pierre Melville (...)
"Entre la permeabilidad y el ensimismamiento.
Jean-Pierre Melville y su tiempo", Fragmento de
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Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái