Le silence de la mer, Jean-Pierre Melville, 1947
Los trece largometrajes más un cortometraje primerizo que Jean-Pierre Melville dirigió a lo largo de su carrera delimitan un trayecto creativo que importa un creciente aislamiento formal, un imparable proceso de ensimismamiento que llega casi a lo autárquico, una paulatina especialización y un repliegue de progresiva densidad en sus obsesiones. Todo ello determinó que el director francés anduviera, de distintos modos, y en función del período de que se trate, desde la marginalidad casi total, tanto en términos de producción como creativos, de su primer largometraje, Le silence de la mer, hasta la obra algo más integrada —aunque en el fondo igualmente independiente— en la industria cinematográfica de la época, pero aún más profundamente idiosincrásica en términos estilísticos, de la etapa final de su carrera, por unos derroteros bastante desmarcados del cine de su época, por una senda aparentemente independiente de movimientos y escuelas, apenas con relaciones creativas, más allá de las meramente superficiales, con otros directores de su época —a pesar de ser Melville un cineasta muy al corriente tanto del cine que le precedió como, incluso, del realizado en su época—. Acaso esto explique, también, que su lugar en la historiografía contemporánea sea, aunque conservando siempre el encanto de la extravagancia, un tanto orillado por analistas y estudiosos cinematográficos, como ha podido ocurrir también en los casos parecidamente extravagantes de Jacques Tati, Jacques Becker o Georges Franju, por citar otros directores coetáneos y compatriotas suyos.
Por mucho que en muy buena medida la obra de Melville discurriera afinando y ahondando un estilo muy exclusivo, parece conveniente precisar desde el principio que todos estos cineastas a que nos acabamos de referir, incluido por supuesto el protagonista de este libro, nunca han hecho su camino absolutamente al margen: los autores que transitan los senderos tangenciales no se abstraen de las inquietudes predominantes en su época, sino que las elaboran de forma más soterrada que la de otros cineastas, por lo que resultaría un error ver la obra de cada uno de ellos como producto exclusivo del genio de su creador, asépticamente libre de influencias exteriores. El carácter indudablemente idiosincrásico, por ejemplo, de los policíacos de Melville, la construcción narrativa y formal de un universo que parece alimentarse a sí mismo, en el que sus elementos referenciales, aunque tomados en préstamo de la construcción clásica del género, se integran en un sistema que pertenece en exclusiva a su autor, sin apenas anclajes tanto con la realidad como con sus antecedentes genéricos, más allá de esos aspectos más epidérmicos, y tampoco con el cine policíaco coetáneo, puede llevar a menospreciar los vasos comunicantes que la obra negra de Melville establece con otras muestras del género. Que Melville las reformule de manera tan sui generis no importa, desde luego, que no existan influencias y, en algunos casos, mayores afinidades de lo que pueda parecer en un principio.
Este gradual ensimismamiento del que hablamos —aunque siempre parcial, insistimos— tiene como una de sus consecuencias más relevantes que la obra de Melville, y cada vez en mayor medida según avanzamos en su filmografía, no pueda ser leída pertinentemente sino desde el (...)
"Silencios y soledades", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái