Francesc Llinás
Las doce películas que Juan de Orduña realizó para CIFESA pueden dividirse en dos grupos: el primero comprende las realizaciones entre 1942 y 1944: A mí la legión, El frente de los suspiros (1942), Deliciosamente tontos, La vida empieza a medianoche, Rosas de otoño, Tuvo la culpa Adán (1943) y Ella, él y sus millones (1944). El segundo, las realizadas entre 1948 y 1951: Locura de amor (1948), Pequeñeces, Agustina de Aragón (1950), La leona de Castilla y Alba de América (1951).
Entre 1944 y 1948, realiza Orduña media docena de películas fuera de CIFESA. Esta corte es atribuible, en gran medida, al parón que estos mismos años experimentó la producción de la marca. (1) En este periodo, Orduña trabaja para diversas productoras, aunque sus films más personales están realizados para Colonial AJE -Misión blanca (1945), Serenata española (1947)- o para su propia productora -P.O.F.-, para la que había realizado ya Porque te vi llorar (1941). este film había sido distribuido por CIFESA, al igual que el segundo de los dos otros títulos de P.O.F. -Un drama nuevo (1946) y La Lola se va a los puertos (1947)-. Por otra parte, todo el resto de la producción de Orduña durante los años 50 sería distribuido por la misma marca y cabe suponer que algunas películas (las tres de 1954: Cañas y barro, Zalacaín el aventurero y El padre Pitillo) fueron financiadas igualmente por CIFESA, siguiendo su política de producciónes encubiertas. (2)
1. El lector interesado en detalles puede consultar CIFESA, la antorcha de los éxitos, de Félix Fanés (Valencia, 1961).
2. Desde 1951, Juan de Orduña produce todas sus películas.
Las diferencias entre ambas etapas de la colaboración Orduña-CIFESA no radican en un simple problema cronológico. Los films del primer grupo son todos ellos comedias -exceptuando ¡A mí, la legión!, curiosa mezcla de zarzuela cuartelera, film de intriga y exaltación patriótico-militar, y que parece, sobre todo, un esbozo muy en bruto de los delirios que posteriormente exhibirá el realizador, y El frente de los suspiros, muy mediocre melodrama-. Por el contrario, los cinco títulos posteriores pertenecen a un género, el melodrama histórico, que de algún modo ha acabado constituyéndose, reductoramente, en marca de fábrica, tanto de Orduña como de CIFESA.
Pero las diferencias no son sólo temáticas: los films "históricos" muestran una coherencia, una homogeneidad, difíciles de encontrar en los anteriores. Las comedias oscilan entre la alta comedia, la comedia sentimental, el disparate y el melodrama, sin que, generalmente, la mezcla de diversos "subgéneros" -dicha sea la palabra sin matiz peyorativo alguno- resultó mínimamente ordenada. En ellas Orduña no controla los cambios de tono, descuida los aspectos técnicos -abundan, por ejemplo, los saltos de eje-, se pierde en inútiles digresiones. Parece una etapa de aprendizaje y no sorprende que la película más conseguida sea precisamente Ella, él y sus millones, última de esta primera serie.
Uno de los problemas básicos que plantean las comedias de Orduña y que lastran en buena medida su eficacia radica en problemas externos al propio realizador o imputables directamente a la política de producción de CIFESA en particular y del cine español en general: la ausencia de buenos actores (protagonistas) y un particularmente desdichado diseño de producción.
En los films "contemporáneos" de Orduña todos los actores visten igual: recién salidos de una revista de modas. En unos decorados lujosos, chatos y fríos, las actrices podrían intercambiar sus papeles sin que el espectador se apercibiera de ello. Y no se trata de lamentar que el vestuario o el decorado no respondieran a la triste realidad de la España de los cuarenta -no pedimos peras al olmo-, sino de constatar que para el cine español del momento la espectacularidad -meta primera de CIFESA- parecía reñida con todo posible intento de dotar de expresividad dramática a los elementos que intervienen en la acción. En el caso de Orduña, este deficiente diseño de producción se ve agravado por una fotografía plana -de Goldberger, generalmente; compárese con la excelente de Aguayo o Fraile en los films "históricos"-, que inunda de luz el decorado sin dejar una sola parte del mismo en sombra, no respetando nunca las fuentes "naturales" de luz.
Por otra parte, salvo excepciones -Josita Hernán, Alfredo Mayo, Rafael Durán (a veces), Amparo Rivelles, Raúl Cancio-, la mayor parte de galanes y heroínas del momento resultan acartonados, rígidos e inexpresivos; veáse, como ejemplo, la Marta Santaolalla de La vida empieza a medianoche, con su voz monótona y una gesticulación del todo punto improcedente. En un género como la comedia, que requiere cierta brillantez de los actores, ello resulta especialmente grave.
Por el contrario, y como es tradición del cine español, los actores secundarios acaban salvando la función y acaparando las mejores escenas. Desde Freire de Andrade, eterno mayordomo, a José Isbert, pasando por Guadalupe Muñoz Sampedro o Antonio Riquelme, estos secundarios rompen la monotonía de unos guiones escasamente imaginativos y dan la vida a una acción que generalmente resulta desvaída y sin brillo.
Porque mientras Orduña se dedica a la alta comedia, el naufragio parece asegurado. Pero cuando rompe con la contención y deja de jugar a ser un Lubitsch de andar por casa, cuando entra directamente en el reino del disparate, la altura de la película se eleva automáticamente.
Y no es casual la referencia a Lubitsch. Ya en 1943, Orduña declaraba en Primer Plano (3) que era su cineasta favorito. Y en la entrevista realizada por Antonio Castro en El cine español en el banquillo (4), Lubitsch es el único realizador "americano" que nombra Orduña. Ello resulta lógico: en los años cuarenta Lubitsch era quizás el realizador de más prestigio en todo el mundo. Pero los intentos de Orduña de conseguir una cierta sofisticación nunca cuajan. Porque ni la sutileza es su fuerte ni es un cineasta particularmente dotado para construir una acción matemáticamente controlada: Orduña es un realizador "contemplativo", no narrativo.
3. Entrevista por D. Fernández Barreira, Primer plano, nº 133 (2 de mayo de 1943). Orduña señala como sus tres películas favoritas a Rebeca, Ángel y La octava mujer de Barba Azul. Cuando el periodista le pide que nombre a un director, Orduña contesta: "El maestro, el maestro Ernst Lubitsch".
4. Ed. Fernando Torres, Valencia, 1974.
Quizás convenga detenerse un momento en el tema de las influencias detectadas en los films de Orduña. No tanto por erudición cinéfila, como para romper un lugar común: la afirmación -referida no sólo a Orduña, sino también a toda la comedia española de estos años- de que resulta hegemónica la huella del film italiano de "teléfonos blancos". Huella que es evidente, pero que en modo alguno puede ser considerada como única.
Que Orduña conocía a Lubitsch resulta evidente, aunque no significara -lamentablemente- un mayor aprecio por la concisión y lo indirecto. Puede observarse en la importancia concedida al mundo de los criados (Deliciosamente tontos, Ella él y sus millones) como conductores "indirectos" de la acción de sus señores. Pero también la podemos rastrear en otros lugares más sorprendentes: todo el episodio -crucial, porque es el que desencadena el hundimiento definitivo de la protagonista- de la carta delatora y sustituida en Locura de amor parece directamente sacada -como me señalaba en agradable sobremesa Félix Fánes, buen conocedor, como es sabido, del cine CIFESA- de una situación similar en El abanico de Lady Windermere.
Pero, curiosamente, la huella que hoy parece detectarse y que más beneficia las comedias es la de Howard Hawks: tanto en los mejores momentos de Tuvo la culpa Adán -los siete aislados "enanitos" sin Blancanieves recuerdan inevitablemente a los personajes de Bola de fuego (5): en la misma película hay una secuencia "carcelaria" que parece surgida directamente de La fiera de mi niña- como en la casi totalidad de Ella, él y sus millones (y muy especialmente en su primera mitad), film en el que unos diálogos recitados a buena velocidad por unos actores particularmente seguros de sí mismos resaltan las aristas, en lugar de borrarlas. En el camino de lo grotesco, lo desmesurado, con unos actores casi siempre excelentes, pueden destacarse escenas tan conseguidas como aquélla en la que José Isbert, noble arruinado, dicta una conferencia sobre Favila y el oso a una secretaria (María Isbert) que lee una novela, y es periódicamente interrumpido por todos los miembros de su familia que entran a pedirle dinero. Lamentablemente, las comedias de Orduña no siempre siguen este camino.
5. Al realizarse Tuvo la culpa Adán, Bola de fuego no había sido estrenada en España (aunque si La fiera de mi niña). Pero cabe la posibilidad de que Orduña (que menciona, como se señala en la nota 2, como una de sus películas favoritas a Rebeca, en una fecha en que el film de Hitchcock no había sido estrenado aquí) conociera el film de Hawks.
En Tuvo la culpa Adán, la ladrona profesional, que ha ligado con un señor que vino de América en el mismo barco que ella, abandona, en lluviosa noche, el tren, cogiendo la maleta de la inocente protagonista, casualmente idéntica a la suya. Pero al abandonar el tren, abandona también definitivamente la película: el relato no volverá a ocuparse de ella, cuando la estructuración del guión parece exigirlo. Porque antes, es un esforzado y poco convincente montaje paralelo, Orduña ha seguido sus pasos por La Coruña, con una meticulosidad que hacía previsible un posterior desarrollo del personaje.
Este súbito abandono de un personaje viene a poner de manifiesto algunos aspectos importantes del trabajo de Orduña: en primer lugar, una escasa habilidad como guionista, lo que le lleva a abundar en largas escenas explicativas que resultan del todo punto innecesarias. Si la ladrona, por ejemplo, hubiera aparecido directamente en el tren en el mismo vagón que la protagonista y hubiéramos descubierto la verdad más tarde, cuando tras un lamentable accidente la muchacha pierde la memoria y sufre una crisis de identidad, habría aumentado el interés de la anécdota.
Pero, en segundo lugar, esta secuencia ilustra muy bien cómo Orduña es prisionero de un género, el melodrama. Las explicativas secuencias anteriores Innecesarias) sólo vienen a eliminar todo suspense. El espectador, desde el punto de vista de un dios que abarca todo lugar posible, sabe siempre más que los personajes. Pero sus expectativas van en un único sentido. Y esta ausencia de suspense, este saber siempre qué va a pasar, cómo acabará la película, qué situaciones son previsibles, constituye una de las características más peculiares del género.
Sólo la casualidad, el azar, pueden romper estas expectativas. Y el azar es uno de los mecanismos escasamente imaginativos de que abusa Orduña para ordenar sus historias. Los personajes no controlan nunca la situación -excepto quizás en Ella, él y sus millones-, de modo que acaban siendo simples marionetas en manos de un narrador que salva las situaciones comprometidas con apariencias casuales, inesperados parentescos o tediosas reuniones sociales que permiten reagrupar a distintos personajes desperdigados por una anécdota poco controlada.
El azar es uno de los mecanismos básicos de los dos géneros: la comedia y el melodrama. En ambos el equívoco juega un papel importante. Y es importante que el equívoco sea conocido por el espectador, que se ve colocado en una situación siempre superior a la de los personajes. Mientras que en un film de suspense, aún habiendo una expectativa y una diferencia de información entre espectador y personaje, hay un mayor número de variables. El suspense radica en saber qué ocurrirá. En el melodrama, importa él cómo.
Los films "históricos" de Orduña están construidos casi siempre a partir de un flash-back: Locura de amor, Alba de América, Agustina de Aragón. Y en los tres casos el flash-back es aparentemente innecesario. Por una parte, no tiene función dramática alguna: en Alba de América, por ejemplo, uno de los hermanos Pinzones les cuenta la historia de Colón a unos marineros que, hartos de navegar en busca de los Indias, están a punto de amotinarse. Pero los marineros presumiblemente conocen la historia de Colón. Incluso el flash-back les cuenta hechos que ellos mismos protagonizaron. El flash-back subraya manifiestamente que la historia se la cuentan al espectador. Un espectador que, por otra parte, conoce perfectamente la historia que se le está contando (la versión oficial de los acontecimientos). Hay en esta doble redundancia un borrado de todo suspense y la búsqueda de una complicidad con el espectador.
Y que el flash-back se dirige al espectador es algo evidente en Agustina de Aragón. En esta película, la protagonista llega al Palacio de Oriente, donde va a ser recibida y condecorada por Fernando VII -que nos es presentado, obviamente, con todos los pronunciamientos favorables-. Mientras espera, se entretiene recordando los hechos, procedimiento retórico (en el mejor sentido de la palabra) de amplia tradición. Pero lo que interesa subrayar aquí no es que Agustina se cuente a sí misma su propia historia, sino que (se)b cuenta momentos en los cuales no estaba presente y que, por tanto, desconoce. Lo cual, por otra parte, subraya la multiplicidad de puntos de vista presente en el cine de Orduña y que analizaremos con mayor detalle más adelante.
Lo que hace estos films más sugestivos que las comedias (en líneas generales) es precisamente esta insistencia en la complicidad con el espectador. Aunque sipiéramos que el compositor se casaría con la chica en La vida empieza a medianoche o que Rafael Durán acabaría enamorándose de Josita Hernán en Ella, él y sus millones, había todavía un rastro de suspense: siempre podía aparecer una nueva casualidad que modificara el muy previsible rumbo del relato. Pero en Alba de América ningún guionista sería capaz de evitar que Colón acabara descubriendo las Indias. Y este saber, por parte del cineasta, que el espectador conoce la historia que se le cuenta, le da una mayor libertad, permite jugar mejor con este pathos tan grato a Orduña. Da paso a un mayor delirio, a una desmesura teatral que aleja al cineasta del modelo clásico americano.
De este saber el espectador qué va a ocurrir procede la confirmación de los hechos acudiendo a referencias culturales ajenas al cine, casi siempre pictóricas. No es casual que los créditos de Locura de amor aparezcan sobre el famoso cuadro de Francisco Padilla, que los de La leona de Castilla transcurran sobre un paisaje toledano que remite directamente a El Greco o que en Agustina de Aragón se reproduzca, en tableau vivant, un famoso cuadro de Goya. O que antes de los créditos de Agustina de Aragón aparezca la protagonista dándole al cañón, entre humos y contraluces. En todos estos casos, la primera imagen de la película adelanta el momento fuerte de la misma. Mientras que en el modelo clásico de relato suele haber, poco antes del final, una recapitulación que dará paso al desenlace, en Orduña todo el film está reunido al principio, de modo que el interés radicará no en los avatares del relato, sino en la intensidad del mismo. Intensidad favorecida por el tipo de personaje favorito del realizador: la heroína fuerte, la hembra bravía y obstinada, tan del gusto de cierta cultura gay, en la que bien puede inscribirse buena parte de la obra de Orduña, que en algunos casos llega a la pura y simple misoginia: "¿Qué falta hacen las mujeres en el mundo?" se pregunta un personaje en Tuvo la culpa Adán.
No hay en los films de Orduña otro punto de vista distinto al de Dios. Tanto el hipotético narrador (el cineasta desdoblado en la pantalla en un "relator") como el hipotético oyente (el espectador desdoblado en "auditor" del relato) ven todos los hechos desde el mejor ángulo y en posesión, como hemos visto, de la máxima información.
Pero Orduña, tan poco amigo de la sutilezas, tan daño a la obviedad, va aún más allá y explícita -contra el código narrativo clásico (americano)- esta posición del espectador. En La leona de Castilla hay, a este respecto, una secuencia particularmente ejemplar:
María Pacheco, otra brava heroína, recibe a los portavoces del ejercito imperial que ha situado Toledo. Debe decidirse si se mantiene una numantina defensa (y a Orduña le encantan las defensas numantinas) o bien si tienen que rendirse a la evidencia y deponer las armas. El primer encuadre muestra una amplia sala, con un estrado al fondo, en el cual, tras una mesa, se encuentra situada María Pacheco con otros nobles toledanos. Sobre ella, a bastante altura, hay un gran crucifijo, perfectamente (incluso ostentosamente) visible. Cuando entra la embajada, Orduña hace el previsible contraplano. Pero no, como sería de esperar, desde el punto de vista de María, sino, sorprendentemente, desde el punto de vista del crucifijo. A lo largo de toda la secuencia, el punto de vista del personaje central de la misma será sistemáticamente obviado y será asimilado sin ambages al punto de vista de Dios. Y que Orduña es consciente de esta utilización del punto de vista lo demuestra el que, al final de la escena, en el momento en que Amparo Rivelles dice "Pongo a Dios por testigo...", el cineasta vuelve, y no sin brusquedad, al punto de vista del crucifijo.
Porque los personajes "históricos" de Orduña sólo responden ante Dios y ante la Historia. Incluso héroes "populares", como Agustina de Aragón, son recuperados para una concepción caudillista de la historia: aquí, el pueblo actúa en nombre del jefe (Palafox), que califica cínicamente a aquel como "una legión de alucinados". La resistencia popular, en este caso, es manipulada para las necesidades ideológicas del momento: "Así impone Napoleón su libertad a quienes no queremos entenderla".
Y ese "Diós" y la "Historia" son así identificados con el espectador, de modo que éste asuma plenamente la ideología dominante, no a través de un modelo clásico (americano) en el que se la obligue a identificarse con un determinado personaje positivo que encarna plenamente la ideología dominante, sino, rompiendo de alguna manera con el modo de representación habitual, asumiendo su papel de espectador, situándole en el lugar de Dios, aceptando, mediante una particular retórica, que es el centro de la ficción, el creador de la misma, el que ordena el juego. En este sentido, el cine de Orduña, y muy especialmente sus películas históricas con Cifesa, representa un caso insólito en la historia del cine (y no sólo el cine español), en el que aquello que hoy se considera que subvierte el código tradicional sirve precisamente -y de forma distinta a la del modelo Hollywood- los intereses de la clase dominante. Y que Orduña fuera consciente de ello es algo que, hoy por hoy, no nos interesa demasiado.
Entre 1944 y 1948, realiza Orduña media docena de películas fuera de CIFESA. Esta corte es atribuible, en gran medida, al parón que estos mismos años experimentó la producción de la marca. (1) En este periodo, Orduña trabaja para diversas productoras, aunque sus films más personales están realizados para Colonial AJE -Misión blanca (1945), Serenata española (1947)- o para su propia productora -P.O.F.-, para la que había realizado ya Porque te vi llorar (1941). este film había sido distribuido por CIFESA, al igual que el segundo de los dos otros títulos de P.O.F. -Un drama nuevo (1946) y La Lola se va a los puertos (1947)-. Por otra parte, todo el resto de la producción de Orduña durante los años 50 sería distribuido por la misma marca y cabe suponer que algunas películas (las tres de 1954: Cañas y barro, Zalacaín el aventurero y El padre Pitillo) fueron financiadas igualmente por CIFESA, siguiendo su política de producciónes encubiertas. (2)
1. El lector interesado en detalles puede consultar CIFESA, la antorcha de los éxitos, de Félix Fanés (Valencia, 1961).
2. Desde 1951, Juan de Orduña produce todas sus películas.
Las diferencias entre ambas etapas de la colaboración Orduña-CIFESA no radican en un simple problema cronológico. Los films del primer grupo son todos ellos comedias -exceptuando ¡A mí, la legión!, curiosa mezcla de zarzuela cuartelera, film de intriga y exaltación patriótico-militar, y que parece, sobre todo, un esbozo muy en bruto de los delirios que posteriormente exhibirá el realizador, y El frente de los suspiros, muy mediocre melodrama-. Por el contrario, los cinco títulos posteriores pertenecen a un género, el melodrama histórico, que de algún modo ha acabado constituyéndose, reductoramente, en marca de fábrica, tanto de Orduña como de CIFESA.
Pero las diferencias no son sólo temáticas: los films "históricos" muestran una coherencia, una homogeneidad, difíciles de encontrar en los anteriores. Las comedias oscilan entre la alta comedia, la comedia sentimental, el disparate y el melodrama, sin que, generalmente, la mezcla de diversos "subgéneros" -dicha sea la palabra sin matiz peyorativo alguno- resultó mínimamente ordenada. En ellas Orduña no controla los cambios de tono, descuida los aspectos técnicos -abundan, por ejemplo, los saltos de eje-, se pierde en inútiles digresiones. Parece una etapa de aprendizaje y no sorprende que la película más conseguida sea precisamente Ella, él y sus millones, última de esta primera serie.
Uno de los problemas básicos que plantean las comedias de Orduña y que lastran en buena medida su eficacia radica en problemas externos al propio realizador o imputables directamente a la política de producción de CIFESA en particular y del cine español en general: la ausencia de buenos actores (protagonistas) y un particularmente desdichado diseño de producción.
En los films "contemporáneos" de Orduña todos los actores visten igual: recién salidos de una revista de modas. En unos decorados lujosos, chatos y fríos, las actrices podrían intercambiar sus papeles sin que el espectador se apercibiera de ello. Y no se trata de lamentar que el vestuario o el decorado no respondieran a la triste realidad de la España de los cuarenta -no pedimos peras al olmo-, sino de constatar que para el cine español del momento la espectacularidad -meta primera de CIFESA- parecía reñida con todo posible intento de dotar de expresividad dramática a los elementos que intervienen en la acción. En el caso de Orduña, este deficiente diseño de producción se ve agravado por una fotografía plana -de Goldberger, generalmente; compárese con la excelente de Aguayo o Fraile en los films "históricos"-, que inunda de luz el decorado sin dejar una sola parte del mismo en sombra, no respetando nunca las fuentes "naturales" de luz.
Por otra parte, salvo excepciones -Josita Hernán, Alfredo Mayo, Rafael Durán (a veces), Amparo Rivelles, Raúl Cancio-, la mayor parte de galanes y heroínas del momento resultan acartonados, rígidos e inexpresivos; veáse, como ejemplo, la Marta Santaolalla de La vida empieza a medianoche, con su voz monótona y una gesticulación del todo punto improcedente. En un género como la comedia, que requiere cierta brillantez de los actores, ello resulta especialmente grave.
Por el contrario, y como es tradición del cine español, los actores secundarios acaban salvando la función y acaparando las mejores escenas. Desde Freire de Andrade, eterno mayordomo, a José Isbert, pasando por Guadalupe Muñoz Sampedro o Antonio Riquelme, estos secundarios rompen la monotonía de unos guiones escasamente imaginativos y dan la vida a una acción que generalmente resulta desvaída y sin brillo.
Porque mientras Orduña se dedica a la alta comedia, el naufragio parece asegurado. Pero cuando rompe con la contención y deja de jugar a ser un Lubitsch de andar por casa, cuando entra directamente en el reino del disparate, la altura de la película se eleva automáticamente.
Y no es casual la referencia a Lubitsch. Ya en 1943, Orduña declaraba en Primer Plano (3) que era su cineasta favorito. Y en la entrevista realizada por Antonio Castro en El cine español en el banquillo (4), Lubitsch es el único realizador "americano" que nombra Orduña. Ello resulta lógico: en los años cuarenta Lubitsch era quizás el realizador de más prestigio en todo el mundo. Pero los intentos de Orduña de conseguir una cierta sofisticación nunca cuajan. Porque ni la sutileza es su fuerte ni es un cineasta particularmente dotado para construir una acción matemáticamente controlada: Orduña es un realizador "contemplativo", no narrativo.
3. Entrevista por D. Fernández Barreira, Primer plano, nº 133 (2 de mayo de 1943). Orduña señala como sus tres películas favoritas a Rebeca, Ángel y La octava mujer de Barba Azul. Cuando el periodista le pide que nombre a un director, Orduña contesta: "El maestro, el maestro Ernst Lubitsch".
4. Ed. Fernando Torres, Valencia, 1974.
Quizás convenga detenerse un momento en el tema de las influencias detectadas en los films de Orduña. No tanto por erudición cinéfila, como para romper un lugar común: la afirmación -referida no sólo a Orduña, sino también a toda la comedia española de estos años- de que resulta hegemónica la huella del film italiano de "teléfonos blancos". Huella que es evidente, pero que en modo alguno puede ser considerada como única.
Que Orduña conocía a Lubitsch resulta evidente, aunque no significara -lamentablemente- un mayor aprecio por la concisión y lo indirecto. Puede observarse en la importancia concedida al mundo de los criados (Deliciosamente tontos, Ella él y sus millones) como conductores "indirectos" de la acción de sus señores. Pero también la podemos rastrear en otros lugares más sorprendentes: todo el episodio -crucial, porque es el que desencadena el hundimiento definitivo de la protagonista- de la carta delatora y sustituida en Locura de amor parece directamente sacada -como me señalaba en agradable sobremesa Félix Fánes, buen conocedor, como es sabido, del cine CIFESA- de una situación similar en El abanico de Lady Windermere.
Pero, curiosamente, la huella que hoy parece detectarse y que más beneficia las comedias es la de Howard Hawks: tanto en los mejores momentos de Tuvo la culpa Adán -los siete aislados "enanitos" sin Blancanieves recuerdan inevitablemente a los personajes de Bola de fuego (5): en la misma película hay una secuencia "carcelaria" que parece surgida directamente de La fiera de mi niña- como en la casi totalidad de Ella, él y sus millones (y muy especialmente en su primera mitad), film en el que unos diálogos recitados a buena velocidad por unos actores particularmente seguros de sí mismos resaltan las aristas, en lugar de borrarlas. En el camino de lo grotesco, lo desmesurado, con unos actores casi siempre excelentes, pueden destacarse escenas tan conseguidas como aquélla en la que José Isbert, noble arruinado, dicta una conferencia sobre Favila y el oso a una secretaria (María Isbert) que lee una novela, y es periódicamente interrumpido por todos los miembros de su familia que entran a pedirle dinero. Lamentablemente, las comedias de Orduña no siempre siguen este camino.
5. Al realizarse Tuvo la culpa Adán, Bola de fuego no había sido estrenada en España (aunque si La fiera de mi niña). Pero cabe la posibilidad de que Orduña (que menciona, como se señala en la nota 2, como una de sus películas favoritas a Rebeca, en una fecha en que el film de Hitchcock no había sido estrenado aquí) conociera el film de Hawks.
En Tuvo la culpa Adán, la ladrona profesional, que ha ligado con un señor que vino de América en el mismo barco que ella, abandona, en lluviosa noche, el tren, cogiendo la maleta de la inocente protagonista, casualmente idéntica a la suya. Pero al abandonar el tren, abandona también definitivamente la película: el relato no volverá a ocuparse de ella, cuando la estructuración del guión parece exigirlo. Porque antes, es un esforzado y poco convincente montaje paralelo, Orduña ha seguido sus pasos por La Coruña, con una meticulosidad que hacía previsible un posterior desarrollo del personaje.
Este súbito abandono de un personaje viene a poner de manifiesto algunos aspectos importantes del trabajo de Orduña: en primer lugar, una escasa habilidad como guionista, lo que le lleva a abundar en largas escenas explicativas que resultan del todo punto innecesarias. Si la ladrona, por ejemplo, hubiera aparecido directamente en el tren en el mismo vagón que la protagonista y hubiéramos descubierto la verdad más tarde, cuando tras un lamentable accidente la muchacha pierde la memoria y sufre una crisis de identidad, habría aumentado el interés de la anécdota.
Pero, en segundo lugar, esta secuencia ilustra muy bien cómo Orduña es prisionero de un género, el melodrama. Las explicativas secuencias anteriores Innecesarias) sólo vienen a eliminar todo suspense. El espectador, desde el punto de vista de un dios que abarca todo lugar posible, sabe siempre más que los personajes. Pero sus expectativas van en un único sentido. Y esta ausencia de suspense, este saber siempre qué va a pasar, cómo acabará la película, qué situaciones son previsibles, constituye una de las características más peculiares del género.
Sólo la casualidad, el azar, pueden romper estas expectativas. Y el azar es uno de los mecanismos escasamente imaginativos de que abusa Orduña para ordenar sus historias. Los personajes no controlan nunca la situación -excepto quizás en Ella, él y sus millones-, de modo que acaban siendo simples marionetas en manos de un narrador que salva las situaciones comprometidas con apariencias casuales, inesperados parentescos o tediosas reuniones sociales que permiten reagrupar a distintos personajes desperdigados por una anécdota poco controlada.
El azar es uno de los mecanismos básicos de los dos géneros: la comedia y el melodrama. En ambos el equívoco juega un papel importante. Y es importante que el equívoco sea conocido por el espectador, que se ve colocado en una situación siempre superior a la de los personajes. Mientras que en un film de suspense, aún habiendo una expectativa y una diferencia de información entre espectador y personaje, hay un mayor número de variables. El suspense radica en saber qué ocurrirá. En el melodrama, importa él cómo.
Los films "históricos" de Orduña están construidos casi siempre a partir de un flash-back: Locura de amor, Alba de América, Agustina de Aragón. Y en los tres casos el flash-back es aparentemente innecesario. Por una parte, no tiene función dramática alguna: en Alba de América, por ejemplo, uno de los hermanos Pinzones les cuenta la historia de Colón a unos marineros que, hartos de navegar en busca de los Indias, están a punto de amotinarse. Pero los marineros presumiblemente conocen la historia de Colón. Incluso el flash-back les cuenta hechos que ellos mismos protagonizaron. El flash-back subraya manifiestamente que la historia se la cuentan al espectador. Un espectador que, por otra parte, conoce perfectamente la historia que se le está contando (la versión oficial de los acontecimientos). Hay en esta doble redundancia un borrado de todo suspense y la búsqueda de una complicidad con el espectador.
Y que el flash-back se dirige al espectador es algo evidente en Agustina de Aragón. En esta película, la protagonista llega al Palacio de Oriente, donde va a ser recibida y condecorada por Fernando VII -que nos es presentado, obviamente, con todos los pronunciamientos favorables-. Mientras espera, se entretiene recordando los hechos, procedimiento retórico (en el mejor sentido de la palabra) de amplia tradición. Pero lo que interesa subrayar aquí no es que Agustina se cuente a sí misma su propia historia, sino que (se)b cuenta momentos en los cuales no estaba presente y que, por tanto, desconoce. Lo cual, por otra parte, subraya la multiplicidad de puntos de vista presente en el cine de Orduña y que analizaremos con mayor detalle más adelante.
Lo que hace estos films más sugestivos que las comedias (en líneas generales) es precisamente esta insistencia en la complicidad con el espectador. Aunque sipiéramos que el compositor se casaría con la chica en La vida empieza a medianoche o que Rafael Durán acabaría enamorándose de Josita Hernán en Ella, él y sus millones, había todavía un rastro de suspense: siempre podía aparecer una nueva casualidad que modificara el muy previsible rumbo del relato. Pero en Alba de América ningún guionista sería capaz de evitar que Colón acabara descubriendo las Indias. Y este saber, por parte del cineasta, que el espectador conoce la historia que se le cuenta, le da una mayor libertad, permite jugar mejor con este pathos tan grato a Orduña. Da paso a un mayor delirio, a una desmesura teatral que aleja al cineasta del modelo clásico americano.
De este saber el espectador qué va a ocurrir procede la confirmación de los hechos acudiendo a referencias culturales ajenas al cine, casi siempre pictóricas. No es casual que los créditos de Locura de amor aparezcan sobre el famoso cuadro de Francisco Padilla, que los de La leona de Castilla transcurran sobre un paisaje toledano que remite directamente a El Greco o que en Agustina de Aragón se reproduzca, en tableau vivant, un famoso cuadro de Goya. O que antes de los créditos de Agustina de Aragón aparezca la protagonista dándole al cañón, entre humos y contraluces. En todos estos casos, la primera imagen de la película adelanta el momento fuerte de la misma. Mientras que en el modelo clásico de relato suele haber, poco antes del final, una recapitulación que dará paso al desenlace, en Orduña todo el film está reunido al principio, de modo que el interés radicará no en los avatares del relato, sino en la intensidad del mismo. Intensidad favorecida por el tipo de personaje favorito del realizador: la heroína fuerte, la hembra bravía y obstinada, tan del gusto de cierta cultura gay, en la que bien puede inscribirse buena parte de la obra de Orduña, que en algunos casos llega a la pura y simple misoginia: "¿Qué falta hacen las mujeres en el mundo?" se pregunta un personaje en Tuvo la culpa Adán.
No hay en los films de Orduña otro punto de vista distinto al de Dios. Tanto el hipotético narrador (el cineasta desdoblado en la pantalla en un "relator") como el hipotético oyente (el espectador desdoblado en "auditor" del relato) ven todos los hechos desde el mejor ángulo y en posesión, como hemos visto, de la máxima información.
Pero Orduña, tan poco amigo de la sutilezas, tan daño a la obviedad, va aún más allá y explícita -contra el código narrativo clásico (americano)- esta posición del espectador. En La leona de Castilla hay, a este respecto, una secuencia particularmente ejemplar:
María Pacheco, otra brava heroína, recibe a los portavoces del ejercito imperial que ha situado Toledo. Debe decidirse si se mantiene una numantina defensa (y a Orduña le encantan las defensas numantinas) o bien si tienen que rendirse a la evidencia y deponer las armas. El primer encuadre muestra una amplia sala, con un estrado al fondo, en el cual, tras una mesa, se encuentra situada María Pacheco con otros nobles toledanos. Sobre ella, a bastante altura, hay un gran crucifijo, perfectamente (incluso ostentosamente) visible. Cuando entra la embajada, Orduña hace el previsible contraplano. Pero no, como sería de esperar, desde el punto de vista de María, sino, sorprendentemente, desde el punto de vista del crucifijo. A lo largo de toda la secuencia, el punto de vista del personaje central de la misma será sistemáticamente obviado y será asimilado sin ambages al punto de vista de Dios. Y que Orduña es consciente de esta utilización del punto de vista lo demuestra el que, al final de la escena, en el momento en que Amparo Rivelles dice "Pongo a Dios por testigo...", el cineasta vuelve, y no sin brusquedad, al punto de vista del crucifijo.
Porque los personajes "históricos" de Orduña sólo responden ante Dios y ante la Historia. Incluso héroes "populares", como Agustina de Aragón, son recuperados para una concepción caudillista de la historia: aquí, el pueblo actúa en nombre del jefe (Palafox), que califica cínicamente a aquel como "una legión de alucinados". La resistencia popular, en este caso, es manipulada para las necesidades ideológicas del momento: "Así impone Napoleón su libertad a quienes no queremos entenderla".
Y ese "Diós" y la "Historia" son así identificados con el espectador, de modo que éste asuma plenamente la ideología dominante, no a través de un modelo clásico (americano) en el que se la obligue a identificarse con un determinado personaje positivo que encarna plenamente la ideología dominante, sino, rompiendo de alguna manera con el modo de representación habitual, asumiendo su papel de espectador, situándole en el lugar de Dios, aceptando, mediante una particular retórica, que es el centro de la ficción, el creador de la misma, el que ordena el juego. En este sentido, el cine de Orduña, y muy especialmente sus películas históricas con Cifesa, representa un caso insólito en la historia del cine (y no sólo el cine español), en el que aquello que hoy se considera que subvierte el código tradicional sirve precisamente -y de forma distinta a la del modelo Hollywood- los intereses de la clase dominante. Y que Orduña fuera consciente de ello es algo que, hoy por hoy, no nos interesa demasiado.
* Texto publicado en la revista de cine
Contracampo nº 34, invierno 1984
Agustina de Aragón, Juan de Orduña, 1951