HOLY MOTORS.
Notas a partir de Holy Motors de Léos Carax*
Un texto de Alberto Ruiz de Samaniego
Hacemos películas para los muertos,
pero se las mostramos a los vivos.
pero se las mostramos a los vivos.
Léos Carax
No es fácil decir en qué consiste Holy Motors. Si fuese música –y a veces no está demasiado lejos de ello, el cine de Carax nunca lo está; es como si el modelo musical actuase, a lo largo de toda su dislocada carrera, como una aspiración o una promesa regulativa– sería una rapsodia: una amalgama de fragmentos inconexos cercanos a la impetuosidad de la libre fantasía. Etimológicamente una rapsodia significa, justamente, eso: una canción ensamblada. Visto así, el modelo constructivo del filme bien podría ser lo que se llamaba –con poca fortuna– álbum conceptual, que desde los Beatles en adelante proliferó en la música rock. Hasta cuajar en los primeros 70 con los discos de Scott Walker, el Ziggy Stardust de Bowie o en el Berlín y el Transformer de Lou Reed; esta última obra, por cierto, producida por el propio Bowie –el cantante camaleónico, intérprete mutante de las mil caras– a quien hubiese querido el director para componer la música de Holy Motors. (1) Al igual que sucedía con esas rapsodias algo extravagantes y teatrales del glam-rock, sueños o pesadillas cansadas de individuos sumidos en su propia ensoñación marginal, melancólica y destructiva, Holy Motors comienza en el medio de la confusión y el torpor de un sueño. Para, a continuación, desplegar una particular inmersión en el infierno íntimo del propio Carax-Oscar corte por corte, como un disco: su melodía se desenvuelve a lo largo de una serie de bloques narrativos independientes que sólo unifica la presencia del protagonista. De esta forma, cada secuencia abre la posibilidad de un mundo y un tono diferente, hasta el descenso final a ese territorio de los fantasmas y los maniquíes arruinados que habitan los antiguos almacenes de La Samaritaine. El punto de no retorno y de máxima condensación de temperatura emocional de la narración; como quien dice, la pièce de résistance de la rapsodia, interpretada aquí por la cantante Kylie Minogue. Un mismo motivo, además, recorre a menudo estos discos que gustan a Carax y su película: el extrañamiento, la pérdida o el derrumbe de un mundo propio. La imposibilidad, para un sujeto desvalido, de retornar a lo natal, a un hogar, a los brazos piadosos con que Eva Mendes, por ejemplo, protege, dentro la cueva uterina, a un nuevo Quasimodo.
1. En el momento más intenso de Mauvais sang –que se vuelve a invocar en Holy Motors– Carax ya empleaba como fondo una canción de Bowie, y el gran Scott Walker –tan admirado por Bowie– es el compositor de la banda sonora del filme anterior de Carax: Pola X. Debo estas sugerencias, y esta específica posibilidad de lectura musical del filme –a través del glam-rock–, a la perspicacia y erudición de José Luis Torrelavega.
Pero
Holy Motors tampoco es con certeza sólo
una rapsodia, es algo más y distinto. Por ejemplo, y para empezar, diríamos que
se trata, más bien, de una rapsodia agonística
y, en buena medida agónica. Pues el sufrido –e incierto– Monsieur
Oscar no para de morir y revivir, de mutar para renovar su extraña existencia.
De luchar y asumir o, aún más: de metabolizar –en una dimensión verdaderamente
fáustica– un destino ajeno –y, a menudo, aciago– que se (le) impone y al que debe obedecer y cumplir con la
mayor exactitud, finura, celeridad y pasión posibles. Más que una historia, lo
que el filme narra es, verdaderamente, la creación y bifurcación de un mito
semejante al de Proteo. Lo podríamos denominar como los trabajos de Oscar, igual que se habla de los trabajos de Hércules, o de los trabajos
de Persiles –y, ciertamente, el relato de Carax adquiere tonalidades y
pliegues y ensamblajes semejantes a los de la alambicada novela bizantina, tal
como la practicó Cervantes.
Monsieur Oscar entrega –casi diríamos: sacrifica– su cuerpo entero, todo su
saber y su persona a este destino impuesto. Ha de soportarlo en todo el sentido
del término, como los viejos y fatídicos héroes de la Antigüedad sufrían,
revelaban y testimoniaban en sus carnes la imposición y el mandato de una severa
e ignota trascendencia. No obstante, no podemos saber realmente quien es Oscar,
cual es el fondo de su identidad sufriente. Nunca conoceremos el sustrato
último de su peculiar intensidad vital. Pues Oscar –como todo héroe, o incluso
como todos nosotros– porta una máscara. Él es un actor, alguien que, por
condición –y por convicción, como se nos confirma a la mitad del relato– vive
en el continuo vaciamiento, el transformismo y la simulación. Por la belleza del gesto, como él mismo
confiesa a su mentor, un demiurgo inquietante que parece descreer de su esforzado
trabajo con cierto sadismo cínico, poco indulgente. En calidad de intérprete de
múltiples dramas y personajes por jornada, Oscar vive en la persistente pérdida
de sí. Para acceder a una circunstancia vital –en cierta medida diabólica y al
tiempo trágica– que lo compromete de forma inexorable con la alteridad. Se
trata de algo todavía más inquietante que una, ya de por sí compleja, identidad
centrífuga. Aquí, la figura del comediante –como la marioneta de Kleist– encarna tal vez la radicalidad más alta de la ambigüedad humana. También la
precariedad, la artificialidad y la dificultad con que nos topamos para definir
o determinar lo humano mismo. Pues, realmente, desconocemos el rostro auténtico,
o último, de Oscar. Tan sólo vemos a alguien que circula por París bajo la
plenitud de una mutación perpetua. Puede que repose aquí una profunda intuición
heraclitiana –y acaso un signo de
nuestro tiempo furtivo, saturado de transfiguraciones y escamoteos, bizantino: out of joint– que podríamos determinar
así, no sin cierta turbación: ¿y si el hombre alcanzase esta su plenitud justamente
en la máscara?
Puede
que el disfraz o el embozo constituyan la forma de nuestro tortuoso
reconocimiento. Pensemos, por ejemplo, en alguien descontento de sí mismo,
alguien que quiere cambiar de naturaleza, a través de la posibilidad de
experimentar diversas vidas en una, como hace un actor, o quien, simplemente,
en el ciberespacio usa un avatar. O,
de manera más profunda: alguien que percibe que toda forma concreta y singular
de existencia traiciona y desnaturaliza la complejidad de la vida. Para tratar
de vivir con la mayor autenticidad, procura, pues, asumir un máximo de
incompatibilidades, se encarniza en el placer y en el dolor, adopta los matices
de uno y otro, rechaza toda sensación permanente, toda figura o estado. Buen
tema para el tandem Poe-Baudelaire,
si concebimos la metrópolis como el lugar donde se impone el anonimato y la
máscara; en donde toda identidad se abisma en el secreto y el vértigo, en la
orgía dionisíaca del número. En cierto modo, en este filme culmina una relación
con la ciudad que inauguró el tiempo de esos autores, que es también el de Hugo
o Balzac, todos tan presentes en el subtexto de la película. Ahora el hombre de
la multitud, el paseante urbano, el rôdeur
parisien –así quiso titular
Baudelaire su conjunto, otra rapsodia, de pequeños poemas en prosa sobre París– esconde su propio rostro en lo que no se reitera jamás, en lo que permanentemente
fluye, como el Sena o la masa anónima de los ciudadanos. Como un resto flotante
de humanidad. Un impreciso Monsieur Oscar, en verdad: nadie en persona. Otro
Odiseo: viajero eterno de sí mismo, incapaz de parar y ser yo. Su indefinición
es la de aquello que no puede fijarse en un concepto, ni siquiera un rostro, y
se diversifica infinitamente por París, volviéndose por ello inapresable, tal
un nuevo Fantomas. Lo que ondula o
marcha, protegido en el interior de un coche enorme, blanco e impoluto –espectral y sinuoso como la ballena de Melville– que circula sin pausa por la
ciudad. Ese coche es una limousina, y
un camerino rodante digno de Raymond Roussel, tras cuyas ventanas tintadas se
esconde un actor: un ser, pues, doblemente en fuga, por perpetuo desdoblamiento
y en calidad de pasajero sin meta. La limousina
representa, sin duda, otra máscara: mónada y carroza –más fúnebre desde luego
que nupcial– conducida por un hada comme
il faut: Edith Scob. Encerrada en la cabina del coche, calla y espera,
después de haber lanzado a Oscar, un avatar quizás de su propio yo, a las
quimeras procelosas de la ficción. De alguna manera, ella encarna también otro
ideal: la serenidad finalmente alcanzada, incluso la sabiduría post-festum. Pues Edith Scob es también,
para el cine, la mujer sin rostro, la
máscara arquetípica atrapada para siempre en el sueño órfico de Franju. Ella
también se pondrá su careta, cuando, al final de la jornada, haya de retornar
al mundo ¿real?
La
máscara –señaló alguna vez Lezama– es la permanencia del orden sobrenatural en
los seres efímeros, una forma del Ave Fénix, “renace –escribió– como rostros
multiplicados en torno a las hogueras”. Pero, ¿hasta donde puede un cuerpo
soportar esta ignición sin clausura? En esta voluntad de radical permuta, en la
aceptación sin tregua de la simulación y el perderse hay algo muy próximo a la
vía ascética. Como aquellos atletas de la vida que comprometían su vida entera
en un combate cuerpo a cuerpo con los enemigos del alma, Oscar vive instalado
en la separación atroz –y hasta en la antitesis– entre el ser y la existencia.
Hay algo nietzscheano en Oscar, algo
más que humano, como una transvaloración de todos los valores, por superación.
Hay algo ingente y monumental en este Lon Chaney del siglo XXI, este hombre
capaz de mostrar o soportar la infinitud del mundo por medio de su asombroso transformismo.
Algo incomparable en este ser que recomienza cada día su destino para ir
acomodando después todos sus movimientos y la modulación de cada uno de sus
gestos a una nueva piel de mutación desencadenada, verdaderamente fatigosa,
insoportable. Oscar, auténtico hombre mutante, ha alcanzado el misterio de su yo aniquilado o vaciado
o separado de todo y, acaso, como decimos, superior. Pero, por ello mismo,
tremendamente desolado, abandonado y único: sujeto melancólico de una especie
aparte. Alguien, si queremos, posthumano:
como un hombre en un planeta de simios. ¿No es ese, al cabo, el plano final con
que –casi– se cierra el filme y con el que debería, por cierto, cerrarse?
Monsieur Oscar es mucho más que un alter-ego de Léos Carax, es una proyección, en todo
el sentido de la palabra. Como cuando hablamos de la proyección por ejemplo de
una curva: el personaje estira y agiliza, vuelve nervioso, leve y aéreo –proyectado, pues: eyectado– el cuerpo mortal, torpe y perezoso –no del todo en
vigilia– de Léos Carax, tal como nos
lo presenta, sin ir más lejos, el inicio del filme. Oscar, por el contrario, es
un cuerpo insomne, absolutamente activo y lúcido; alguien que no puede bajar
jamás la guardia. Pero esta misión es lo que, evidentemente, se halla por
encima de sus fuerzas. Es en este sentido que el destino de Oscar constituye la
forma suprema de heroísmo. Pero se trata de una lucha perdida de antemano, pues
la vida sólo es posible gracias al olvido y no a una lucidez perpetua,
semejante en esto a un terrible insomnio. Vivir permanentemente en la consciencia,
o en la consciencia de estar actuando, nos aleja de toda comunidad –empezando
por la de nuestro propio yo. Nos condena a entrar en conflicto con el resto de
los hombres, que pasa y vive casi siempre en la inconsciencia, en el sueño de
su vida, que es su vida. Oscar podría haber desarrollado, a la manera por
ejemplo de Cioran, un orgullo luciferino, demente: el de los que creen que su
destino es distinto, si no distinguido, por lucidez, precisamente; por conocer
la experiencia de la vigilia ininterrumpida. Sin embargo, en él triunfa, por
sobre el orgullo lúcido del separado, el agotamiento y la nostalgia del
marginal. ¿No hay algo de Baudelaire y luego de Rimbaud en todo esto?
Confirmamos
por ello en Oscar una creciente pulsión de muerte. Esto se aprecia en toda la
segunda parte de la historia, tras ese intermedio musical en que parecería que el
personaje ensaya, dentro de una iglesia, su propia liberación. Como si
asistiésemos a una especie de vibrante funeral-descarga
del tipo de los que se celebran en Nueva Orleáns. Ciertamente, la escena del
concierto de acordeón dentro la iglesia es central, en todos los aspectos.
Siendo, aparentemente, la más enigmática y marginal en relación con la trama,
es este estatuto, precisamente, el que le concede la capacidad metonímica de
condensar todo el espíritu del filme. Y es que de espíritus, efectivamente, se
trata. Pues esta escena muestra, antes que nada, una gozosa velada fúnebre, un wake,
a la manera irlandesa, por ejemplo, del renombrado velatorio de Finnegans
que canta la canción. Aquél que se volvía un despertar gracias al inmoderado
trasiego de alcohol. Así, el whisky
que a Finnegans mató le devolvió también la vida –no ha de ser casualidad que
la palabra whisky venga de la expresión irlandesa uisce beata,
que significa agua de la vida. En todo caso, la canción, como el
texto de Joyce o el filme de Carax, alude al ciclo de la vida en tanto que una
continua resurrección: morir, resucitar, levantarse de nuevo… Vemos en la
escena, pues, una descarga funeraria tan crepuscular como
resurreccional. Diríamos incluso, con Derrida, “re-insurreccional” (Espectros
de Marx). Se trata del espíritu del cine –o del último actor, el último
hombre, en definitiva– celebrando una suerte de doble momento: su fin o su
muerte y, a la vez, su promoción, una promoción en la muerte, por la muerte
misma.
Dotado así del mismo espíritu filosófico que le conceden Blanchot o Derrida a
este juego espectral, vemos al actor ir visiblemente en cabeza en el preciso
momento de celebrar su desaparición y su entierro, presidiendo –como una
magnífica y poderosa estantigua– la procesión musical de sus propios funerales.
Y lo vemos elevarse, exaltarse en el transcurso de esta marcha hasta alcanzar
la gozosa –y gloriosa– resurrección.
Anuncio de entierro. Inminencia y deseo de resurrección. Incluso gloria. Espera
y exaltación en medio de la desaparición y un cierto final. El filme de Carax se
halla –como el cine mismo– en el gozne de esta experiencia aguda de crisis y
contradicción, de negatividad. Sólo que Carax la ha llevado ahora hasta el
extremo, para saber, quizás, qué es lo que de ella, o en ella, resistirá.
Pero
la entrada en el interior del templo no es distinta del peregrinaje a bordo de
la limousina. Constituye más bien su
culminación alegórica: la del proceso de centramiento mortal del héroe y su
renovación periódica. El cuerpo físico del protagonista debe dejar de existir,
transitoriamente. Incluso ha de ser –si seguimos una vieja tradición mítica– descuartizado,
desmembrado y esparcido para que la transformación se haga posible. De hecho, a
veces Oscar llega en condiciones lamentables, medio muerto o muerto entero a su
camerino rodante, para salir de él casi inmediatamente renacido. En este
sentido, la limousina es como el vientre
de la ballena o la canasta de Moisés: un sarcófago-útero que ha de posibilitar
la regeneración periódica de la vida. En ello subyace una idea –barroca– de la
muerte como un parto que encontramos ya en El Greco, en El entierro del Conde Orgaz, por ejemplo. De modo que esta pulsión
tanática diríamos que se halla fundamentalmente motivada por la propia
estructura mítica del relato, encargado de enunciar las inconstancias y la
mortal fragilidad del sujeto. “De la vaporización a la centralización del yo.
Todo está ahí”, dejó escrito Baudelaire, al final de sus días.
Lo
que la pulsión de muerte de Oscar manifiesta crecientemente es la urgencia, el
agotamiento y la necesidad de poner término a la representación. Por el desgaste
y la fatiga extremos a que ha llegado. Lo trágico, además, de la situación
parece ser la imposibilidad, acaso, de poner fin a esta mascarada. Y, en el
límite, la resistencia propia, tal vez irracional, a hacerlo, allí donde ni
siquiera es ya seguro que existan espectadores. Pues, ¿para quién, al fin, se
realiza toda esta función? Los antiguos, al menos, sabían que para el
divertimento de los dioses inmortales. Los modernos, como Kant, Baudelaire y
compañía –los dandies y hasta el
propio Oscar–, por la belleza intrínseca del gesto –finalidad sin fin
autoconsumada en su propia y absoluta soberanía formal. ¿Pero ahora, en que
todos nos hemos vuelto también banalmente inmortales, meras imágenes o cromos intercambiables
para un espectáculo que tal vez funciona aun –y ya– sin público? ¿Para qué actores,
si han desaparecido las fronteras entre la representación y la realidad misma?
Queja sintomática de Oscar, en tanto que intérprete –coincidente con la de
Carax como director–: ya no vemos ni sentimos las cámaras. Podemos ser
observados –de hecho lo somos– en todo momento de nuestras vidas por todo tipo
de tramas e intereses pérfidos u ocultos, o simplemente inanes y ridículos, que
nada al fin trasciende ni permanece. Nada alcanza intensidad ni altura
suficientes para revelarse como un acto significante por encima de la esclerosis
narcotizada y la ceguera de la hipervisualidad contemporánea. Vivimos en un
mundo tomado –en todo el sentido de la palabra– por máquinas que ya no se
sienten. Máquinas silenciosas, sinuosas e inquietantes como el ordenador,
máquinas que no tienen motor y trabajan solas. Si la posibilidad de la belleza
está en la mirada del que observa, ¿qué quedará cuando no haya nadie para
mirar? ¿Hay, de hecho, alguien que –todavía– mire? ¿O están todos los públicos
dormidos o catatonizados como aquéllos del sueño de Carax con que se inicia la
película? ¿Cómo actuar, además, en medio de esa condición persistentemente delegada,
diferida, reconvertida en una escena expandida planetariamente pero achatada,
desinflada y prosaica hasta lo insignificante? ¿Dónde, en este universo de
doblez y dobles, está el otro, mi público, mi semejante o rival que al menos me
devuelva la mirada?
Mundo
devenido fábula y pasión inútil. Congregación de espectros y seres furtivos
enredados quizás en una nimia sucesión de textos o escenas para nada, al modo desesperanzado
de Beckett. Ya no quedan, efectivamente, cuerpos-motores. La vieja carne, la
acción vital que se inflamó justamente con el (nacimiento del) cine, y con que
se inflamó el cine mismo. Cuerpos a motor que manchen y chirríen, que se fundan
en una fiesta pánica de ruido, éxtasis y furia, de poleas, grúas y volantes, a
la manera sexualizada, por ejemplo, de Álvaro de Campos/Pessoa. Máquinas
solteras como proyectores y modelos de cine que nos engullan cual diosas
seductoras y monumentales. O que simplemente nos arrullen dentro de sus
mecanismos y traqueteos maternales. El desierto aséptico, distanciado e
imperturbable de lo virtual/visual no deja de crecer, afectando al propio
protagonista, tal como comprobamos en una secuencia –significativa– en que la
conductora comenta a su pasajero la belleza nocturna de Paris. Pero Oscar no ve
directamente la ciudad; él sólo mira la calle a través de una pantalla digital,
que a veces –como ahora– altera la imagen en el modo de visión nocturna, un cromatismo verde, artificial. “¿Todavía
queremos acción?”, pregunta él mismo fascinado ante este simulacro de mundo.
Precesión vampírica, pues, de los simulacros; con toda su fingida pasión,
además: histerizada, patética, como la recreación –grotesca y macarra– en
imágenes de síntesis de algo casi sagrado: la danza perturbadoramente erótica
de los cuerpos de Oscar y una mujer en la secuencia que sucede dentro de un
edificio como de Alphaville, en la
desolada periferia tecnológica de París. No es extraño, entonces, que la
atracción hacia la desaparición y el silencio, típica de Rimbaud, asome cada
vez con más intensidad a medida que se va desarrollando este filme hondamente
elegíaco. Por momentos, la rapsodia parece volverse un tombeau: la sensación de culpa y exilio, una estoica desesperación
y la llamada de ultratumba marcan el tono afligido de esta canción del tiempo
del nihilismo cumplido.
Una
suprema libertad –muy convulsa, a la vez interior y exterior, casi
suicida– de un cuerpo ligero,
inestable, nervioso, que vive a la deriva y al margen de todo condicionamiento
social, habría de ser, pues, el ideal –en esto se nota la huella de Jean Vigo
o Renoir, pero también del funambulismo y la commedia dell’arte, o del teatro de calle– que siempre ha seguido
Léos Carax, a veces para su mal. Amor
fati nietzscheano. El imaginario del director francés –tan adolescente,
tan rimbaudiano– construye siempre un universo de
integridad, sensibilidad, pasión y pureza muy exigente; a menudo tiránico y
obsesivo, por veces desesperado. Estos seres al margen que gustan a Carax no
están exentos, por lo demás, de una particular distinción. Una especie de areté o de aristocracia interior donde
la belleza, la verdad, la pureza y el amor son uno y un solo afecto que
únicamente puede realizarse, a su vez, en el trayecto trazado estrictamente por
dos seres humanos. A su alrededor, el resto del mundo parece, en comparación,
una pasión pequeña y circunstancial. En este sentido, el compromiso de Carax
con la existencia siempre se ha conjugado con una serie de valores de libertad
individual en grado sumo, entre los cuales se sitúa en primer lugar el amor.
Amor como compromiso esencial y supremo y la posibilidad de más alta
realización de la libertad; en la medida, precisamente, en que nos compromete
con otro ser. Pero, de nuevo, la narración abre aquí otro interrogante: ¿es
esto todavía posible? El canto de amor parece haberse transformado ahora en un
ejercicio de duelo, una revisitación de viejos fantasmas (los del cine amado,
los de la propia obra de Carax) a la que no es ajena tampoco la propia
biografía del director. (2) Casi diríamos que el mismo Carax es un fantasma, un revenant, en todos los sentidos: alguien que –desde las tinieblas
del olvido– ha vuelto al cine, tal como en la secuencia inicial se hace
evidente: el director ha resurgido de su prolongado letargo. Por una puerta
enigmática y kafkiana –también algo lynchiana– retorna directamente a una sala cinematográfica.
2. La película está dedicada a Katerina Golubeva, la mujer de Carax, muerta poco antes de iniciarse el rodaje. La hija de ésta es la niña que, en el filme, despide a Monsieur Oscar, al inicio de su jornada, tal como en la vida real hará con Carax.
2. La película está dedicada a Katerina Golubeva, la mujer de Carax, muerta poco antes de iniciarse el rodaje. La hija de ésta es la niña que, en el filme, despide a Monsieur Oscar, al inicio de su jornada, tal como en la vida real hará con Carax.
Así
pues, el mito de Holy Motors nos
habla, con la forma característica con que hablan los mitos –esto es: con sus
caprichos y sus pliegues, con sus rituales sinuosos, sus ambivalencias y sus
escamoteos del sentido– de la experiencia última de ser hombre. De lo que en
ella, en el fondo –¿pero hay fondo?– sea. Permanece, en este sentido, una
eticidad esencial en el filme –como en toda la obra del director. Consiste en
estar precisamente del lado de la vida. Pues, como dejara dicho Henry James –en su prólogo a Las alas de la paloma–,
otro autor cuyo espíritu sobrevuela la narración de Carax, lo que al final distingue al poeta es estar a favor de la vida. Es lo que el protagonista resume con la idea de
la belleza del gesto y aun con la final aceptación, a pesar de todo –a pesar
incluso del suicidio de su antigua amante–, de su extraño destino de mutación
reiterada. Esta misma voluntad afirmativa y loca –contra toda razón, contra
toda esperanza– es lo que el director nos desea transmitir, ya con la inclusión
de los planos iniciáticos de los
cuerpos registrados por Étienne-Jules Marey. Imágenes de belleza convulsa,
cuerpos y músculos que se mueven premiosos, casi con rabia, poderosos en el
ímpetu de su insurgencia –otro ideal originario y regulativo, el de Muybridge
o Marey, de una dinámica específica que se hará cinematográfica, y que es la
que, de siempre, ha interesado a Carax. Esta obsesión se condensa, pues, en el
motivo soberano de un cuerpo que resplandece en su agon, frente a todo peligro, en toda su tensión, en la amplitud de
todo su periplo carnal y poético. Aquí la vida no es otra cosa que una lucha
contra el mal o, aún más: contra su tentación, cuando el mal es no-ser, esto es: no aceptar la ventura y
los compromisos, la potencia o los sacrificios –a veces extremos– a que obliga
la propia condición humana. El no-ser
habría de consistir en un cuerpo agotado, rendido, pasivo, pesado: incapaz de
danzar o de correr, y de pasar al acto.
(Recordemos aquí –y como de pasada– que el acto del cine se iniciaba con algunas
palabras que funcionaban como una contraseña para iniciados, incluso como una
liturgia: cámaras, motor, luces, acción.)
Por
lo mismo, todo el filme de Carax posee el ritmo y el despliegue circense de los
viejos seriales mudos, los de Feuillade que Franju revisitó, o incluso los de Lang.
Comparte con ellos la habilidad de transformación del protagonista y la afición
común por las tramas rocambolescas y motorizadas. También su capacidad para
circular y radiografiar el espacio social, desde los bajos fondos a los salones
más suntuosos –con la paranoia de una etérea conspiración como motivo
sintomático, en la estela de Rivette. La capacidad, en fin, del morir como
ficción y máscara suprema que retroalimenta –en su dimensión originaria– la
narración misma.
De
este modo, cada simulacro de muerte conlleva una vuelta al grado cero del
relato. Si la muerte –aun falsa o fingida– delimita el lugar del (re)inicio,
se convierte también en el modelo angustiante de la espera y del suspense, de
lo transitorio de por vida: es, sin duda, el lugar obsesivo. Como en la
concepción desmesurada del eremita ascético, se transforma la muerte en un modo
paradójico de no morir. Hay algo ansioso y superyoico
en la estructura discursiva de Holy
Motors. Algo tremendamente imperioso que obliga al personaje a cambiar
continuamente de naturaleza, a vivir muchas vidas en una. Como sucede por ejemplo
en los sueños o, todavía más, en los videojuegos en que uno debe pasar de pantalla
a riesgo de desaparecer o caer fulminado. En calidad de producto de esa despótica
estructura, los personajes de Lavant se definen por su carácter ciertamente
lábil, por su evanescencia y ligereza, por una existencia frágil y difusa que
bascula permanentemente entre ser y no ser. ¿Cómo extrañarnos de que Oscar
aspire por momentos a una muerte cumplida que lo sitúe al fin por encima de
este sortilegio o condena de la alienación/variación continua?
Quien
lo diría: a través del mito, Carax nos plantea el problema más viejo de la
historia. Como narratividad, y de la historia, particular y humana, en tanto
que relato o interpretación. Y ése no es otro que el de la identidad: qué es
ser uno, uno mismo y solo, que es ser… y no más bien nada. Pues el acto de
contar o interpretar constituye, efectivamente, la forma fundadora de toda
conciencia. Pero nos plantea también, al modo de la primera narración moderna,
la de Cervantes precisamente, el cansancio y el hartazgo y el dolor y la lucidez
extraña(da) que ello provoca y exige. Porque, en definitiva, ser algo y no nada
implica indudablemente un compromiso eficaz y atroz con la existencia misma.
Diríamos que por encima del fantastique
y de cualquier onirismo aparentemente solipsista, caprichoso o
autocondescendiente, el cine de Léos Carax se halla profundamente comprometido
con la cuestión kantiana de ¿qué debo hacer? Toda su obra rodea esta pregunta, la
formula insistentemente, tratando de resolverla una vez tras otra. Aquí, por
ejemplo, la figura del actor funciona como trasunto que amplifica –hasta
dimensiones que, como decíamos, adquieren relieve mítico– la condición y el
destino del hombre contemporáneo, sometido sin tregua a todo tipo de conformaciones,
mandatos externos y alienaciones. Pues sucede como si el espacio social hubiese
quedado ahora en manos de los oligopolios del espectáculo y de su
neutralización escenificada de la vida, quienes se encargan de gestionar la
administración de esa misma realidad de atrezzo.
La propia condición absolutamente mediada
de lo real se ha, además, escamoteado. Fingiendo borrarse o camuflándose en
cada instante de la vida común y cotidiana. He ahí la forma excelsa de
imposición en el corazón mismo del momento. Universo virtual y al tiempo viral
donde lo dado –el gesto de Oscar– se
escurre en un sin fondo anónimo y replicante; donde todo se vuelve inasible y
ya nadie es responsable de la situación. Pero, igualmente, si la realidad y sus
formas de manipularla son, por tanto, inseparables de estructuras discursivas e
iconográficas previas, la posibilidad de distinguir entre lo ficticio y lo real
ciertamente se desvanece. Entonces asistimos al declinar de ambas categorías –y
al desvanecimiento de cualquier polaridad entre ellas, o de la ficción como
algo opuesto a lo empírico– en favor de una nueva y difusa dimensión de la realidad-como-representación totalizada.
O lo que es lo mismo: un mundo en que todo resulta al tiempo ficcional y, por
decir así, fáctico. El auge actual de eso que Truman Capote bautizó como la novela de no-ficción, de los falsos documentales
o de los docudramas ficticios – para los que en ocasiones parece trabajar
Oscar– así lo acredita. La propia y entera actividad, el ser de Oscar –si
puede decirse esto–, así lo acreditan.
En
respuesta, en cierto modo, a ese laberinto imaginal y epistemológico, a sus
continuas bifurcaciones e incertidumbres de todo tipo –antropológicas,
estéticas, económicas, sociopolíticas–, ha realizado su filme Carax. Lo que le
ha obligado a plantear un relato que, al tiempo que cuestiona o pone en crisis
los procesos clásicos de identificación del espectador con la trama, los
contenidos y la imagen, le ha conducido a la gestación de un género heteróclito
y digresivo, en buena medida inédito. Es cierto también: contradictorio, caprichoso
y confuso. Confesional y ficcional, autorial y de género. Una meta-forma hecha,
en fin, de todo tipo de amalgamas, imposibilidades diegéticas, giros y
rupturas. De hecho, parece como si Carax, al igual que Oscar, fuese transitando
con el personaje de una forma narrativa a otra, hasta un grado en que el
conjunto va gestando una especie de poema en prosa elástico y musical, tal como
lo concibiera –y describe– Baudelaire,
precisamente, a la hora de presentar los textos que configuran el Spleen de París: “¿Quién no ha soñado en
sus días de mayor ambición con una milagrosa prosa poética, musical pero sin
ritmo ni rima, lo bastante flexible y brusca como para adaptarse a los impulsos
líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación, a los sobresaltos de la
conciencia? Este ideal obsesivo nace sobre todo de la vida en las enormes
ciudades, del cruce de sus innumerables relaciones.”
Pero,
a la vez, Holy Motors también destila,
utilizando de nuevo una expresión de Baudelaire, todo un esplendoroso elogio del maquillaje. Carax no se cansa
de hacer evidente que es esto y sólo esto lo que hace aparecer ante nuestros
ojos al personaje. Como si la verdadera –y paradójica– posibilidad de salvación
de lo real reposase, baudelerianamente,
tan sólo en el artificio. Así, el
filme acaba por resultar una explícita y emotiva declaración de amor hacia esos
extraños seres que viven de actuar. Que hacen de su vida y de todo su cuerpo la
consecución de un gesto significante, preciso, bello; en suma: la interpretación
como destino de vida. ¿Serán ellos los héroes –al modo baudeleriano– de esta posthumanidad
sin carne viva ni motores? ¿O serán las víctimas, el chivo expiatorio –el tragos trágico, el mártir: testigo y
testimonio– en quien los sortilegios más amenazantes de nuestro tiempo son
convocados y superados o sublimados? Es cierto: nunca como en un actor –y
pocas veces como en el Lavant de Holy
Motors– es más exacto aquel adagio
de Merleau-Ponty, que debería recordarse más a menudo: un cuerpo es donde hay
algo por hacer, o para hacer. Porque, con evidencia, un actor salta, por decir
así, por encima de los muros de su propia condición, para inmiscuirse
directamente en el mundo. Un actor opera sobre su cuerpo –o con su cuerpo– de
una manera muy ágil y activa. A veces por largo tiempo, otras de forma
inmediata, abrupta, catastrófica o sibilina –en la película de Carax podremos
asistir a todo un derroche de estas facultades y modulaciones. El actor sabe
que la singularidad de cada cuerpo consiste en una forma específica de
intervenir sobre el mundo, en un modo particular de acceder a él. En encontrar
un punto desde el cual lo real mismo resulte (des)organizado, comentado,
traumatizado, incluso poseído. Qué gran peligro arrastran –y arrostran– los
actores, pues ellos han de hacer pasar todos los afectos, todas las tensiones y
sensaciones profundas, a la superficie. He ahí lo que se denominó catarsis. Pero también ellos han de
hacer circular lo abyecto; etimológicamente: lo expulsado. Por tanto: lo reprimido,
monstruoso o indeseado o, tal vez, simplemente ignorado u olvidado. Lo que, al
cabo, por su mediación, retorna malsano y bestial ante nuestros ojos. El actor
es, en cierto modo, un ser sagrado, sacer
en el sentido antiguo que Agamben ha analizado: alguien maldito y santo, tan
bendecido como temido, execrado y a la vez adorado. Víctima y verdugo de la
humanidad. He ahí, también, la esencia del teatro. Al cabo, la acción teatral,
tal como la pensara Novalis, consiste en la reflexión activa del hombre sobre
sí mismo: “sobre la locura –la suerte, el accidente– el mapa del mundo”. Y con
esto, así de simple y rotundo, puede que esté dicho todo lo que aspira a
revelar el filme de Carax.
No
es posible concebir, en este sentido, una figura más expuesta que la del actor.
Nadie está más rodeado del peligro de
convivir con los fantasmas y con el vacío mismo. Lo que para todos los
demás –espectadores– consistiría en el trabajo de formalizar una presencia, en
él sólo puede ser visto como una partida. Una huida de su ser más propio, cuya
presencia ha de sustraerse por completo, portando entonces todo su sentido en
esa partida. Un actor nunca puede ser, por consiguiente, idéntico a sí mismo.
Él nunca está; en la medida, por ejemplo, en que algo, una cosa, se pone en
presencia. Un actor es la encarnación o el surgimiento de lo indisponible, de
lo otro en uno, y el acto de desaparecer en el cuerpo mismo y como cuerpo. Un
actor es alguien que, esencialmente, se aleja de sí y vive o actúa por esa
misma distancia lograda. Alguien que ha hecho el vacío sobre sí, a partir de
sí: el vaciamiento de la presencia donde brilla la luz. Su brillo es como el
vacío de una tumba, o la emergencia de un resucitado. Nada, en verdad, más
parecido a un actor que un muerto: es el mismo sin ser el mismo, está alterado
en sí mismo. Su reconocimiento es, a la vez, sencillo y sorprendente, real e
inasible, pues él aparece realmente en la forma de lo que no aparece ya. El actor manifiesta, a decir verdad, una muy extraña
disociación entre el aspecto y la apariencia, o entre el rostro –que
desaparece o se hunde– y la cara, o entre el cuerpo transformándose en el
cuerpo, deslizándose a otro él. Es alguien en permanente marcha, una presencia
presentando su despedida. Alguien que se va, en eterna partida. Por eso el
actor es peligroso, antes que nada para sí mismo. Peligroso y capacitado –por
capacitado– para ver la muerte en la vida.
Pero
si el teatro, como acción de cuerpos vivos
y reales –santos motores– , apunta a un compromiso supremo con la
existencia –tan radical como peligroso y gratificante–, la impronta –declarada en créditos– que destila en el filme Henry James tiene que ver,
precisamente, con la idea de la entrega de uno mismo hacia el otro. En el extraordinario
relato de La bestia en la jungla –que Carax trató hace algunos años de llevar a la pantalla y que inspira la fúnebre
sensibilidad de Holy Motors– James manifestaba, a través de
la experiencia arrasadora del personaje protagonista, que no hay posibilidad
alguna de una existencia digna de tal nombre sin el compromiso más profundo y
completo con el otro –y aun con lo otro dentro de uno mismo. La consecución
de una identidad lleva aparejado este desgaste peligroso e irreparable o, en
palabras de James: “No hubiera sido fracaso ser arruinado, deshonrado,
ridiculizado, ahorcado; era fracaso no ser nada”. (3) Así, lo que adviene al protagonista del relato de James, Mr. Archer, como una
especie de epifanía desgarradora y letal, al borde mismo de la tumba de su
amada, es la convicción–emergida ahora a la conciencia como una evidencia atroz
que fractura para siempre su vida–, de que no es en absoluto su existencia
exterior lo verdaderamente importante, sino, justamente, aquello que no ha sido
capaz de vivir. O de codificar y rescatar o resguardar en su vivir: lo perdido
en la intimidad de la vida no profundamente vivida por cada uno de nosotros. Para
percatarse de esto, no hay mejor confrontación que la muerte, el lugar –como
decíamos– obsesivo, el punto de recapitulación de cada relato. Allí donde todo
vuelve a ser posible. En esta situación se halla continuamente Oscar, asediado
por imaginarios à la Franju de
tumbas, cementerios y árboles que se recortan en la noche. Como buscando, al
igual que Mr. Archer, “cualquier cosa que en nosotros sea insensible, no
perceptiva, cualquier cosa que nos haga sentir, cuando la muerte se acerque,
que algo se nos ha estado escapando continuamente de entre las manos.” Y es
este vacío brutal, esta brecha que ahora se ha abierto en la vida de Archer la
que, como una bestia en la jungla, se abalanzará sobre su destino.
3. Citamos por la traducción de Arturo Maccarini, en Ed. Laia, Barcelona, 1989.
3. Citamos por la traducción de Arturo Maccarini, en Ed. Laia, Barcelona, 1989.
Como
el personaje de James, Oscar, profesional del gesto impostado, tiene la
sensación, en un momento dado, de que puede perderse porque carece de la
habilidad para hacer el gesto definitivo de tomar la vida en sus manos. En el
fondo, su histrionismo y aislamiento nos representa a todos, en nuestra falta
de conexión directa –vital– con los otros cuerpos del mundo, y con nuestra
propia vida. Como él, todos accedemos al exterior –y a nuestro interior– como
pasajeros provistos de todo tipo de pantallas y protecciones, de apéndices
tecnológicos, desdoblamientos o caracterizaciones fingidas y ventanas tintadas.
No sólo nos falta siempre tiempo, además, sucede que ya nuestros dobles viven
por nosotros. Nuestra dificultad de vivir, nuestro no-vivir en definitiva más
que por delegación y en (pantalla de) superficie, acaso equivalga a no-ser. Y
eso conduce también a echar a perder el compromiso supremo reservado al ser
humano, tal como James lo expuso en su nouvelle:
el amor.
No
obstante, debemos convenir que no hay, sin embargo, falta de valentía en la disponibilidad
absoluta de Oscar. Que es también la nuestra. Es la de nuestro tiempo y la que,
sin duda, lo definirá de forma definitiva: no sólo la general incapacidad para
vincularnos con los otros cuerpos más allá de la motivación interesada de su
uso, sino, además, la de
constituir todos nosotros cuerpos absolutamente –esto es: virtualmente– utilizables para las asechanzas de un poder difuso pero totalitario. Su esencia
más propia es, justamente, utilizarnos. De forma que la pasión, el cansancio y
la rabia de Oscar muestran no tanto una huida del compromiso o un miedo de ser, como quizás el movimiento
contrario: mantenerse en el lugar (de lo) imposible del actor. Esto es:
mantenerse allí donde el hombre alcanza su límite, que es el de la violencia
sobre sí mismo y, en definitiva, su muerte. En ese límite el hombre-actor se
expone, y no puede más que acabar por derrumbarse o perderse. La necesidad de
apurar la potencia de la representación hasta el agotamiento extremo, hasta
quedarse vacío y exhausto no responde más que a esta intención suprema y
sobrehumana, en cierto modo suicida. Como si, al final de la jornada, desde
luego, no fuese ya posible tal disponibilidad para un próximo papel o proyecto,
y entonces aflorase el resto humano y propio, en medio del polvo y de la
pérdida. Si fuésemos Raúl Ruiz –por momentos tan cercano a este filme de Carax– lo
resumiríamos de la siguiente manera: demasiadas muertes para una sola vida. Se
comprueba entonces la necesidad de parar la maquinación –o la maquinaria– de existir interpretando. Y lograr, tal
vez, al fin, dejar finalmente de representar para –tan sólo– poder sentirse
vivo. Vivir simple y llanamente, inmediatamente, como hacen los perros y los niños.
Esos que, al comenzar la película, despiden alegres y un tanto irónicos al
protagonista, ausentes en su felicidad de antes del drama. O circulan impávidos
su animalidad orgullosa y ajena por entre las filas de espectadores petrificados en el cinematógrafo. Estamos sin duda
ante otro ideal, también ya difícilmente alcanzable, el que hizo desaparecer a
Rimbaud, el de los perros vagabundos y la infancia: vivir al margen de todo
reconocimiento, en la felicidad de la no-identidad.
El filme se abre y se cierra, de forma significativa, con dos planos que se corresponden: la niña parapetada en
su plenitud placentaria tras la ventana de ojo de buey de una mansión que es
como un barco encantado –algo que flota por encima de cualquier realidad– y
Oscar, aislado y recluido, arrasado y (des)protegido también tras la ventana de
una vivienda familiar e impersonal, característica de la clase media de nuestro
tiempo. Entre esos dos momentos, entre la utopía y lo distópico, lo que sucede es
todo el vértigo y las máscaras de la ficción.
Sólo
que, en ese agotamiento de Oscar, algo de consecuencias imprevisibles pero sin
duda dolorosas, ha aflorado: la constatación, como en Mr. Archer, de un acontecimiento
del todo interior –como una fisura, un crack-up, que diría Fitzgerald– que lo habrá
de destruir, y donde se cumple toda su peripecia: “la cosa más profunda –dice el
narrador de James– dentro de su ser, la sensación de estar reservado para algo
raro y extraño, posiblemente prodigioso y terrible, que tarde o temprano le
habría de suceder.” Es esto lo que, en cierto modo, trataban de visibilizar las
ensoñaciones tumbales de Oscar, como quien se hace una composición de lugar, el
de la intimidad muerta o aniquilada, justamente, una vez que haya sucedido ya todo.
Da la sensación de que este Oscar postrero aguarda e incluso ansía lo mismo que
Archer: “algo que debo esperar; algo que debo encontrar, enfrentar, un aparecer
repentinamente a mi vida; algo que posiblemente destruya toda conciencia
subsiguiente, que posiblemente me aniquile; que posiblemente, por otra parte,
no haga más que alterarlo todo, que destruya hasta las raíces todo mi mundo y
me deje librado a las consecuencias, cualesquiera fueren”. Esto que parece
secretamente anhelado, como si su irrupción descargase por fin toda la culpa,
el desvarío y la ansiedad que siente quien vive en una falsa existencia o en
una vida no lograda, habrá de ser algo que suceda, sin embargo, del modo más
impersonal posible, sin ninguna violencia ni efecto traumático. Lo que, aun
inconfundible, ocurre de una forma del todo natural al final de una jornada
cualquiera: “Lo pienso –sugiere Archer entregado– simplemente como la cosa. La cosa en sí parecerá natural.” Pero es lo real, lo real mismo –lacaniano–: lo que hace tocar fondo de
verdad al personaje. Con idéntico desgarro apático, como en sordina, será
asumido por Oscar en la secuencia de la casa final. Algo finalmente se ha roto
pero eso sucede como una lluvia gris de domingo que se contempla desde la
ventana. Todo el plano está bañado de un profundo abandono y de una tristeza que
suponen, a la vez, el mayor extrañamiento: el de un hombre solo sobre el que se
ha cumplido el destino. Un destino que es como una máscara mostrándole,
precisamente, que en su existencia es máscara todo, excepto la muerte postrera,
que sería la mutación definitiva con que uno escapa de la ficción –tal vez el
gran ideal, y por ello la suprema tentación, y el triunfo definitivo del mal,
entonces. Ahora Oscar es alguien –diríamos con ese James algo lacaniano– tocado finalmente por la cosa. Ese es el momento en que ello –como se sugiere en La bestia en la jungla– “ha cumplido su misión. Te ha hecho todo de sí mismo”.
En
la escena de que hablamos, Lavant avanza fatigado y solo mientras se escucha
una canción de Gérard Manset, que lleva por justo título: Revivir. Dice así: “Me gustaría revivir, ello quiere decir que me
gustaría volver a vivir la misma cosa, rehacer quizás de nuevo el mismo
transcurso”. No puede haber una vindicación más intensa y radical de la vida. La expresión más profunda de afirmación de
la existencia, a pesar de todo. Pues la vida, lo sabemos –nuestros muertos no
dejan de recordárnoslo– es fugacidad, nacimiento, duración y muerte. No hay en
ella nada permanente. Pero podemos recuperar la noción de permanencia si
hacemos que el propio instante dure eternamente, no porque no se acabe nunca
(lo cual haría imposible la aparición de otros instantes, de otros sucesos)
sino porque se repite sin fin. Esta voluntad de repetición constituye, en
definitiva, el fiel nietzscheano con
que cualquier vida habría de juzgarse, la de Oscar como la del propio Carax, o
la nuestra. Es lo que sugiere el conocido aforismo de La Gaya Ciencia: “¿Qué sucedería si un demonio... te dijese: Esta
vida, tal como tú la vives actualmente, tal como la has vivido, tendrás que
revivirla... una serie infinita de veces; nada nuevo habrá en ella; al
contrario, es preciso que cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada
suspiro... vuelvas a pasarlo con la misma secuencia y orden... y también este
instante y yo mismo... Si este pensamiento tomase fuerza en ti... te
transformaría quizá, pero quizá te anonadaría también... ¡Cuánto tendrías
entonces que amar la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa sino esta
suprema y eterna confirmación!”
Entonces: como Oscar,
que a pesar de todo está dispuesto a soportar, por encima de sus fuerzas y de
toda resistencia o tentación de muerte, su destino como máscara de una eterna
ficción, así Carax. Y, con ellos, el propio cine, con toda su enloquecida y
magnífica compulsión de repetición, que es su justificación primera y en
realidad su única esencia.
Sólo
ahora podemos ir a la última secuencia del filme, en que contemplamos el hangar
donde se guardan cada noche las limousinas
de París. Allí aparecen, en neón verde, las letras que conforman el título de
la película: Holy Motors. Ese verde
destila decididamente un aroma espectral. No es sólo que haya reaparecido
varias veces a lo largo del relato, acompañando siempre motivos fúnebres: viene
directamente de la secuencia central de Vertigo
de Hitchcock, otra resurrección. Hay algo más: una falla de mantenimiento hace
que la tercera “o” aparezca fundida, de modo que la lectura que se propicia es:
Holy Motrs. Conociendo el gusto de
Carax por los anagramas (comenzando por los nombres de sus protagonistas: los
nombres Alex/Oscar que en sus obras ha usado el director se forman con las
mismas letras de Léos Carax) no resulta difícil leer –realizando un muy leve
desplazamiento de una letra– Holy Morts.
Así pues, los santos motores son, también, los muertos. Era de prever.
No
obstante, creemos, no son sólo Franju o Henry James o Katerina Golubeva los
muertos –evidentes- que acompañan el filme. Carax, es cierto, parece haber
hecho esta película para una amada muerta, pero, a la vez y también, para todos los muertos, como pensaba
Jean Genet que se hacían las obras de arte. No para un futuro –o para los que
habrán de venir, algo que por lo demás nunca es seguro– sino para los que han
sido y nos han cedido la tierra, el gesto y el testigo. Es a esos muertos a los
que se convoca, los que el filme ciertamente cita. Es su gesto (el de Marey, el
de Demy, el de Feuillade, el de Renoir, Beckett, Pialat, Cocteau y tantos otros;
es, en fin, el gesto del cine como forma de vida tal vez pasada –aunque,
por ello, y aun por encima o antes de ello: eternamente revenant) el que el relato incorpora, al igual que Carax hace
retornar desde el pasado a algunos de sus personajes, a ciertas secuencias de
sus otros filmes, a los lugares –como La
Samaritaine o el Pont Neuf– que
configuran su bio-cinemato-grafía. Es su eterna iteración y confirmación lo que
Carax desea invocar a través de su película, porque ellos son el fiel mismo
donde se juega y juzga su entera felicidad. ¿Hay alguna prueba mayor de
afirmación extrema de la vida y, con ella, de la ficción, a pesar de la vida
misma o, simplemente, a pesar de todo?
* Este texto es un capítulo del libro de próxima aparición Las horas más bellas. Escritos sobre cine, Alberto Ruiz de Samaniego, Abada Editores.
Léos Carax
* Este texto es un capítulo del libro de próxima aparición Las horas más bellas. Escritos sobre cine, Alberto Ruiz de Samaniego, Abada Editores.