EL ALFABETO LORM
(EL PAÍS DEL SILENCIO Y LA OSCURIDAD,
WERNER HERZOG,1971)
POR MARIEL MANRIQUE
A Stalker/Arshed
Zad.
Por la temperatura de sus manos,
por su cuenco.
Desde su origen, el cine es un tributo
a la tiranía del ojo. Por mi propia voluntad, me siento en una sala a oscuras,
en la que debo callar. En la mayoría de las salas de cine del mundo, no se
puede hablar durante la proyección de la película. Vamos a ver una película, no la masticamos ni la olemos. El cine puede
prescindir del sonido. En su origen, fue mudo. También podría prescindir de las
palabras, que es en definitiva lo que sucede con el cine en nuestra cabeza,
como si fuera un muerto en nuestra memoria. Lo primero que se olvida de alguien
que se ha muerto es su voz. El recuerdo vuelve al grado cero del cine y
proyecta esquirlas de una película muda. No digo fragmentos, digo esquirlas.
Concentrados visuales aleatorios de duración mínima, que nos asaltan al
descuido y nos golpean con la máxima intensidad. Un recuerdo se ve, aunque seamos
ciegos. Un recuerdo no se busca, viene; es un suceso involuntario. Nadie dice:
“salgamos a recordar” o “voy a tu casa a recordar, esta tarde”.
Por otra parte, la película que
se vio no es jamás la que se recuerda y es precisamente al recordarla cuando
nace una película, mezclada ya con el barro de nuestra historia. ¿Existe una “primera vez”, en el cine? Sí, es
como todas las primeras veces. Una experiencia inédita que nace sin el peso del
pasado, absorbida en una relación de asimetría por el impacto de la novedad.
Por eso hay carteleras y reseñas de “estrenos”. Y aunque no se trate de un
estreno, aunque vea una película por segunda, tercera o cuarta vez, solo
comenzaré a estar con ella de igual a igual, solo seremos pares, cuando empiece
a recordarla (a trabajarla desde el taller artesanal de los recuerdos), cuando la
proyección se acabe y se enciendan las luces y salga a la calle, es decir,
cuando la película esté muerta. Cuando ese fantasma que es por definición una
película se desvanezca y se transforme en ese otro tipo de fantasma (de segundo
grado) que es el recuerdo de la película que vi. Técnicamente, una película no
tiene cadáver. Porque está hecha de imágenes, la misma materia inasible e
indomesticable de la memoria y de los sueños, con los que se conecta en forma
persistente y subterránea.
Paradójicamente, la sala de cine se
parece a una sala funeraria. No a una cámara de maravillas o a la habitación de
los juguetes, sino a la sala en la que se vela al muerto: todos sentados,
quietos y comunicados mediante susurros, rodeados de desconocidos convocados
para la ceremonia del adiós. En el lugar del sacerdote, el director. (El “film-maker”: el que el hace el filme y nos sujeta a la ley que
es su punto de vista). La diferencia es que el muerto del funeral ya no se
mueve y, por lo general, está acostado. Las imágenes cinematográficas se mueven
sin cesar y, además, la pantalla (su soporte, la sábana del fantasma) está de
pie.
El cine será moderno, será la experiencia
estética del S. XX, pero su naturaleza es feudal. “Te ordeno que te quedes allí
abajo, sentado y en silencio; te ordeno que alces la vista, que me mires y escuches;
no te distraigas, es como si te sujetara, por el cuello, la cabeza”. Esa es la orden
de un predicador, de un padre, de un señor feudal que es dueño de la tierra (la
película) en torno a la que giran los siervos de la gleba -los integrantes del
equipo técnico durante el rodaje; y los rehenes de la falsa noche de los cines,
los esclavos de la caverna animada en tecnicolor, después-.
Pero no es el miedo al castigo ni
la culpa, tampoco la inercia, lo que nos mantiene en la butaca. Segunda
paradoja: algo irresistible (como la evasión del mundo cotidiano o la fascinación
de un rostro) se desencadena en un recinto vertical a ultranza. La auténtica
duración de una película se mide por su capacidad de sedimentación en nuestra
psiquis, a cierto tiempo de distancia. Es la prueba que debe atravesar, para
sobrevivir como fantasma de segundo grado, una película cualquiera: derramarse,
bifurcarse y confundirse con nuestros recuerdos. Empezar a circular como un
recuerdo más, deformada, contaminada por vicios y adicciones, punzante en los
estratos de la pérdida, enferma en los bucles de la melancolía, a mano como un
guante o un pañuelo. El cine que persiste duele, como mínimo duele porque existe
a falta de otra cosa, que perdimos o que no tendremos, jamás (tercera paradoja:
el mal cine, el cine malo, es el que no hace daño).
El cine es un sustituto de la Atlántida , donde debió
estar la Atlántida
no hay nada y, entonces, que haya cine. Toda pantalla tapa un agujero. Delante
de la pantalla de cine hay un montón de gente llena de agujeros que ha ido al
cine a buscar lo que le falta, el cine es la oficina de objetos y rostros
perdidos. El cine te los da y, al mismo tiempo, te los arrebata, porque lo
máximo que puede hacerse con el cine es recordarlo; el cine no se deja tocar,
no se deja apropiar y ser moneda, está irremediablemente “del otro lado”, la
pantalla no es un espejo mágico como el que Lewis Carroll le regaló a Alicia,
la ilusión de adentrarse en la pantalla y circular en el cuadro (como quien
circula por una pintura animada) es solo eso: la ilusión efímera que anima a
Cecilia en La Rosa Púrpura de El Cairo. El único lugar donde
podemos circular entre la gente es nuestra propia vida.
Dado que la imagen no puede
tocarse, es lógico que la pantalla de cine se levante y se imponga a nosotros,
como un altar. La sala de cine se asemeja, también, a un templo; en lugar de
dioses, tiene estrellas. Estrellas de cine. (La proliferación de selfies en las redes sociales es la
versión exasperada de esta regla, que intenta democratizar, obsesivamente, el
estrellato en un mundo virtual. Si así no fuera, guardaríamos un puñado de
fotos en un álbum doméstico, para preservar las imágenes del tiempo, en lugar
de exponerlas a los ojos anónimos para que las bendigan con un “me gusta”, como
quien sale a cazar puntajes. No recordamos una película porque nos “guste”,
exactamente. “Gustar” no significa nada, nada como la cantidad de estrellitas
que asignan un puntaje en las reseñas. El recuerdo es un trámite no resuelto -es
lo que todavía me interpela lo que vuelve a mí-).
Paradoja última del cine: hacer
una película sobre el tacto, en la que las estrellas, diminutas y vulgares,
sean las manos de una comunidad humana que no puede oír, ni ver. Poner en acto el sentido prohibido del cine,
el inútil.
Existe un alfabeto táctil
radicado en el exilio, llamado alfabeto Lorm. El alfabeto Lorm es una pequeña
república independiente e invisible, inmune a las transacciones mercantiles y
las campañas colonizadoras. El encadenamiento de sus letras construye el
lenguaje de los sordociegos, parido por el contacto de dos manos de idéntica
estatura cuyas palmas funcionan como el teclado de un ordenador.
El sordociego no podría salir de
la oprimente caja de su cabeza sin un guía-intérprete que levantara y
deshiciera, laboriosamente, la tapa de esa caja. El guía-intérprete es un cerrajero
que esfuma candados para oficiar de médium, al extremo de desaparecer como
sujeto para que dos criaturas violentamente despojadas de esa calidad puedan
recuperarla. Para que puedan leerse y escribirse a través del tacto.
Cuando rodó Land des Schweigens und der Dunkelheit
("El país del silencio y la oscuridad", 1971), Werner Herzog no se internó
en la profundidad del mar, el desierto africano o la selva amazónica ni escaló
la superficie de un volcán en erupción o las cumbres sagradas del
Tibet, en su carácter de documentalista impenitente de una naturaleza
que solo nos permite vislumbrar, como en un sueño o en estado de trance, el
paso de su ala en fuga que se guarda el misterio. No se aventuró en los
pliegues de un paisaje que condena al aventurero a la pena perpetua de
espectador al margen.
Pero sí lo hizo, lo hizo de otro
modo, al decidir filmar la república del alfabeto Lorm, cuya única regla es la
distribución de sus letras en líneas y puntos imaginarios ubicados en
la palma de la mano, activados por el contacto del dedo de un prójimo, que
narra, traduce y transmite los mensajes de los que han nacido, o se han quedado,
ciegos y sordos.
Herzog
eligió mostrar los movimientos de Fini Straubingen, una habitante de
ese territorio enloquecedor donde nunca es totalmente de noche ni reina a
toda hora un silencio absoluto: hay destellos arbitrarios de colores y
tintineos, crujidos, trepidaciones y derrumbes. Hay, sobre todo, un aislamiento
involuntario y radical, que puede arrojar a los "camaradas de
destino" de Fini a pasar sus días en un manicomio o un establo.
El ojo de Herzog conduce a Fini
de un estado de máxima vulnerabilidad a un estado de fortaleza extraordinaria,
siguiéndola en sus paseos táctiles y sus jornadas de relevamiento de las
condiciones de vida de los sordociegos bávaros. Gradualmente creemos que Fini
puede escuchar y ver, aunque dependa irrevocablemente de una mano ajena.
Porque Herzog muestra a Fini
celebrando su cumpleaños (en una toma a contraluz que pareciera el reverso de
la Última Cena), luciendo su collar de perlas y pidiendo que alguien recite un
poema; estremeciéndose al palpar un cactus, la trompa de un elefante o el
pelaje sedoso de un cabrito; acunando a un mono o "intrigada"
por las tareas filantrópicas que le serán asignadas, a las que
invariablemente llegará armada de un regalo para los que nunca soñaron tenerlo.
Un regalo que los integrará de algún modo al mundo sin ser humillados, como ese
monedero que permite organizar y distinguir las monedas para impedir su robo.
Fini se entusiasma. Fini desea.
En los zoológicos y los jardines botánicos están las especies que Herzog no ha dejado de asediar, ofrecidas ahora como el rostro más bello de un mundo que los sordociegos tocan para intuir. ¿Qué más que intuir pueden hacer, también, nuestros oídos y nuestros ojos sanos? Podría ser la hermana de Fini, su contemporánea de ojos abatidos y tímpanos deshechos a martillazos. Pero no lo soy y no podría serlo aunque quisiera. Tengo mis cinco sentidos disponibles aunque no sepa todavía cómo ejercer la soberanía que me otorgan, cómo desviarlos de la ruta que les fue asignada a estos cinco alumnos obedientes.
En los zoológicos y los jardines botánicos están las especies que Herzog no ha dejado de asediar, ofrecidas ahora como el rostro más bello de un mundo que los sordociegos tocan para intuir. ¿Qué más que intuir pueden hacer, también, nuestros oídos y nuestros ojos sanos? Podría ser la hermana de Fini, su contemporánea de ojos abatidos y tímpanos deshechos a martillazos. Pero no lo soy y no podría serlo aunque quisiera. Tengo mis cinco sentidos disponibles aunque no sepa todavía cómo ejercer la soberanía que me otorgan, cómo desviarlos de la ruta que les fue asignada a estos cinco alumnos obedientes.
Como el van Eyck que firmaba su
cuadro y agregaba "Jan van Eyck estuvo aquí" y el Brecht que reivindicaba el
distanciamiento emocional, Herzog deja su rastro explícito y nos
recuerda permanentemente que lo que vemos es una película: de hecho, el
mono que acuna Fini juega con la cámara, el relato (hecho de retazos de
historias sucesivas, en espiral descendente hacia el infierno del
desamparo institucional y familiar) es jalonado por separadores de texto y el
propio Herzog ha reconocido haber inventado un recuerdo a Fini -el salto
deslumbrante de un esquiador- sin considerarlo una falsedad, sino una
verdad intensificada.
Una ficción más apta que la realidad para penetrar las capas geológicas del sentido. La razón por la que aprehendemos el mundo con mayor eficacia en la literatura o el cine que en los manuales de historia que aspiran a montarse en evidencias.
De ahí el rechazo subyacente
a la oda al "coraje de vivir", la narración conmovida
de gestas individuales y la demagogia de las emociones. No hay compasión ni
caridad aquí, ni la trampa revulsiva de la admiración al heroísmo de los
minusválidos. No hay ni siquiera empatía. Es nuestro cerebro el que debe
intervenir en la experiencia en la que previamente intervino el cerebro de
Herzog, para decodificarla y, una vez "vista" por el pensamiento,
enviar su señal al corazón.
Así ha trabajado Herzog su retrato de los "diferentes" (los
enanos, los débiles mentales, los vampiros), repudiando la apelación a la
lágrima. Lo mismo ha hecho con sus megalómanos enajenados (Aguirre o
Fitzcarraldo), víctimas de la enormidad de sus visiones. Quisiera decir,
con Herzog, que él no ha elegido “excéntricos” para su cine. No sé dónde está
el centro, sospecho que es una cuestión de mayorías o del consenso arbitrario
de una minoría acerca de su localización.
Si la interpelación dirigida a la
cabeza apunta a quitar la venda de los ojos, cualquier estetización del dolor
sería inmoral, porque no permitiría "ver" ese dolor, que solo puede
auscultarse en su intemperie.
Herzog ha reducido al hueso la
república del alfabeto Lorm. Un hueso refulgente y mínimo como las
experiencias vitales de los sordociegos, en las que cada gesto
cotidiano cobra una densidad de abismo. Desde rozar un bambú
hasta acariciar el ala de un avión, al que se subirán para experimentar,
con el deslumbramiento recién estrenado de los niños, la pura sensación
física de volar, intentando contarla en una alucinada
coreografía de manos que operan como lenguas. He aquí el tacti-signo según
Deleuze en su estricta necesidad y su eficacia, es decir, su hermosura.
Quizá todo, todo lo que anhelamos
esté a nuestro lado y no seamos capaces de verlo. Aprendimos que la
religión está arriba y la revolución, adelante. Y no es cierto.
La república que me mostró Herzog
no tiene gobierno, jerarquías, dinero, códigos jurídicos ni instituciones de
educación/domesticación formal. En el guía-intérprete que no es protagonista,
en el modesto profesor cuyo máximo logro es que un niño sordociego articule,
contra toda pronóstico, un sonido gutural, o le pierda el pánico al agua y
goce bajo la ducha (como el Cristo recién bautizado que pintó Piero Della
Francesca), está la mano que sostiene y contiene al abandonado, la mano en
la que puede depositarse la fe, sin temor a los clavos y la
corona de espinas. Esa mano no exigirá sacrificios ni levantará una
cruz.
Y si la revolución no es
otra cosa que la equitativa distribución de la riqueza,
posiblemente sea el tacto, dado por entero hasta a la hormiga y
el liquen y sentido hasta las entrañas, el que nos conduzca a sublevarnos
contra la orfandad táctil de este modo de estar en el mundo. Posiblemente
no haga falta, en principio, que se multipliquen los panes y los peces,
sino las palmas que se ofrecen como un cuenco para mitigar esta tremenda,
absolutamente tremenda, soledad.