(...) En La inglesa y el duque Rohmer lleva a cabo el retrato de Grace Elliot sin ocultar cierta simpatía hacia su carácter heroico, como víctima de las circunstancias históricas en las que se ve atrapada. Hay algo admirable en la mirada de Rohmer hacia este personaje, negándose a juzgarlo, mostrando su valentía, sin por ello intentar hacerla más simpática al espectador de forma ahistórica: por ejemplo, en su relación con sus sirvientes, u otros miembros de la clase “baja”, se traslada un clasismo plenamente verosímil sin necesidad de subrayarlo. Sin embargo, Rohmer lo hace desde una perspectiva bien diferente a la habitual, tomando ese modelo y trabajándolo gracias a que no se olvida del contexto espacio-temporal en el que Grace Elliot se mueve. Por lo tanto, aunaría ambas tendencias, y sus influencias, en cierto modo dispares, tomarían cuerpo en su unión en La inglesa y el duque gracias a que el personaje no sólo es real (característica en realidad irrelevante: decenas de películas sobre personas reales han sido tergiversadas en aras de componer un retrato histórico conveniente) sino que además la narración de La inglesa y el duque nace expresamente de su puño y letra y no de la imaginación de un escritor y su novela, del estudio de un historiador o de un guionista que adaptara cualquiera de los otros dos casos o bien él mismo llevara a cabo la escritura del libreto. A diferencia de La marquesa de O y Perceval el Galés, La inglesa y el duque está basada en un trabajo memorístico y, por tanto, es de suponer que aquello que se relata en las páginas del libro contiene una cierta verdad. Al menos, la verdad de una persona.
La heroína de Rohmer, Grace Elliot, que ha sido relacionada con las mujeres de Dreyer, en concreto con Gertrud, transmite sus emociones, sus sentimientos, sus pensamientos, sus ideas, mediante la reminiscencia de los acontecimientos que ha vivido y Rohmer asume la adaptación de todo lo anterior siendo, una vez más, lo más fiel posible al texto.
La heroína de Rohmer, Grace Elliot, que ha sido relacionada con las mujeres de Dreyer, en concreto con Gertrud, transmite sus emociones, sus sentimientos, sus pensamientos, sus ideas, mediante la reminiscencia de los acontecimientos que ha vivido y Rohmer asume la adaptación de todo lo anterior siendo, una vez más, lo más fiel posible al texto.
Los dos caminos anteriormente descritos que Rohmer toma como punto de partida o influencia para La inglesa y el duque parecen romperse debido al punto de vista adoptado por el cineasta, esto es, el de Grace Elliot: son sus memorias sobre la Revolución Francesa las que articulan la película. Si bien es cierto que Rohmer entiende la película como un acto historiográfico así como una obra en la que la presencia de un personaje heroico frente a las circunstancias articula gran parte del discurso narrativo, también lo es que la perspectiva narrativa en primera persona anula en gran medida lo anterior: se trataría, entonces, de una visión histórica subjetiva; en cuanto a la heroína en circunstancias hostiles resulta más consecuente con esa primera persona narrativa, implicando con ello que el sufrimiento que vemos en pantalla, por ejemplo, o el horror ante el Terror, serían emociones expresadas por Grace Elliot desde una subjetividad que implica tanto el reconocimiento de una verdad (ella lo sintió o vio así) como una posible vía de cuestionamiento de la misma (es la perspectiva de una persona y, por lo tanto, no tiene por qué ser verdadera).
Rohmer apuntaba en sus cuadernos de rodaje: “un punto de vista objetivo sólo puede conseguirse a través del filtro de una subjetividad inicial”. Es decir, el cineasta pretende ir a lo general partiendo de lo particular, que la visión de Grace Elliot pueda llegar a ser algo más amplia que la simple transposición cinematográfica de sus memorias. Pero, también, logra que los términos subjetivos y objetivos se puedan cuestionar: Grace Elliot vio o sintió algo de una manera determinada y así lo ha narrado y, por ende, estaríamos ante unas impresiones subjetivas, sin embargo, estas, como las de cualquier otra persona involucrada en los sucesos revolucionarios, poseen una cierta objetividad que no anula la de los demás, sino que devienen en complemento unas de otras. Rohmer, entonces, estaría planteando que partir de un punto de vista subjetivo puede conducir hacia una visión objetiva, aunque limitada, de los sucesos narrados. Ningún acontecimiento sucede en La inglesa y el duque sin que Grace Elliot esté presente. Salvando las distancias entre una película y otra, algo similar ocurre en Maria Antonieta (Marie Antoinette, 2006), de Sofia Coppola: la revolución francesa se desarrolla fuera de campo. Aquí esa primera persona no prima como en la película de Rohmer, pero sí la intención de tan sólo centrarse en un personaje, quien, por presencia u omisión, acaba dando consistencia discursiva a la película.
Las búsquedas alrededor del realismo que recorren la obra de Rohmer, en La inglesa y el duque encuentran una vía extremadamente enriquecedora y que abrían perspectivas creativas, ya habiendo cumplido su director los ochenta años, extraordinariamente fructíferas: Rohmer pretende ser objetivo con un punto de vista marcadamente subjetivo, o mejor, objetivar esa mirada, encarnarla en las imágenes concretas de la película, irrenunciable servidumbre del cine (o al menos de la inmensa mayoría de las películas) esta de la fisicidad (y sobre todo de una obra de fisicidad tan placentera y rigurosa como es la de Rohmer). La escena de la ejecución de Luis XVI (tan trascendental para Grace, y por lo tanto para la trama) es muy ilustrativa a este respecto: si la ejecución es observada a través de un catalejo por su ama de llaves, nosotros solo la seguimos (como hace la misma Grace, que se niega a mirar, que le da la espalda, espantada por el regicidio) a través de ciertos indicios: la narración que esboza el ama de llaves, el ruido de la muchedumbre, el cañonazo que certifica la muerte del rey. En esta secuencia, pues, la puesta en escena rohmeriana asume la forma de una mirada dirigida sobre una mirada que se niega a ver, y que nos lo niega a nosotros, y ahí reside buena parte de la originalidad de La inglesa y el duque: en lugar de pretender retratar la Revolución Francesa (como tantas películas), la película asume la mirada de alguien que no quiere verla (del mismo modo que, cuando Grace se siente traicionada por el duque de Orleans, arrastrado, a su juicio, por el imparable proceso de la Revolución, deja de verlo, y lo primero que hace tras esta traición es, incluso, retirar el retrato del duque que tiene colgado en su casa).
De esta forma, toda la película gira alrededor de la mirada como principio vertebrador, hasta un punto inaudito en el cine contemporáneo: el trayecto de Grace es el de una mujer horrorizada por lo que ve, pero también horrorizada por verse expuesta a ser mirada -dos ejemplos: la escena en que los lascivos soldados registran su habitación, extraordinaria escena articulada completamente alrededor de un complejísimo juego de miradas: Grace ha de soportar las miradas de los soldados, éstos miran sin ver (a Champcenetz, escondido entre los colchones de la cama de Grace), como hace también el ama de llaves (que desconoce que el fugitivo está escondido en la cama), y por último Rohmer observa la escena con absoluta fidelidad al punto de vista de Grace, primero impasible, como ha de aparentar ésta para no levantar sospechas, en un plano fijo, y luego discretamente exaltado, a través de un lento travelling de acercamiento a Grace, movimiento insólito en la película y que, a pesar de las apariencias, no rompe con la mirada neutra de Rohmer sobre la de Grace a lo largo de toda la película sino que responde a la euforia de la mujer, tras haber tenido que contener previamente sus sentimientos (de temor pero también de orgullo ante su propia valentía) tras marcharse con las manos (y las miradas) vacías los soldados; las escenas que giran alrededor de la carta de Mr. Fox, escenas que se desarrollan en la pugna entre mirar (leer la carta) o no mirar (negándose Grace a abrir una carta que le ha sido confiada). Al final de la película, en la escena en que Grace permanece en prisión, mientras sus compañeros de celda van siendo ajusticiados, Grace (y estos compañeros) nos devuelven la mirada, última vuelta de tuerca, de naturaleza lúcidamente autoreflexiva, y algo turbadora, de la película: si durante toda ella hemos visto a través de los ojos de Grace, ahora ella nos mira a nosotros, es decir, la película mira fuera de sí misma (una coincidencia más con la película de Watkins, como veremos), Grace mira nuestra mirada. Tras esto, el relato no puede sino finalizar. (...)
(...) desde [el inicio de La commune (París, 1871)] destierra una confortable relación de transparencia con las imágenes, una labor de reconstrucción, de instauración de una relación diferente con ellas. En el cine de Watkins siempre se tiene esta impresión: el deseo por su parte de conformar un marco representacional incómodo para el espectador como vehículo para que este reflexione ante aquello que está viendo, no solo a través de su contenido sino también mediante la forma que lo expresa. Esta idea, que en el fondo resulta lógica y casi natural en cualquier medio expresivo, en este caso el cine, ha ido perdiéndose, grosso modo, con el tiempo, como si la única manera de construir un estado de incomodidad –entendida esta en el sentido de animar a la reflexión y al pensamiento–, se basase en imágenes de supuesto contenido fuerte o a través de temáticas en apariencia subversivas –y que en muchos casos lo que esconden, en realidad, es el simple aliento de quien desea polemizar en aras de autopublicitarse–, cuando en verdad la forma, y su relación con aquello que ilustra, es la que debería generar esa incomodidad. Es en este sentido que podemos entender, en un nivel simbólico, que en [la] primera secuencia de la película también nos encontramos ante las ruinas de un relato que procura ocultar sus marcas enunciativas, los trazos de su escritura, ruinas sobre las que la película va a apuntalar una propuesta estética alternativa con la que, en este caso, abordar de otra manera un relato histórico, y que empezaron a manifestarse –al menos de una forma generalizada, más allá de experiencias más o menos aisladas, individuales o colectivas, y que se remontan prácticamente a los inicios del cine– aproximadamente por los años en que Peter Watkins inicia su carrera a finales de ‘50, un cine postclásico en cuya tradición ha situado toda su obra; es decir, un relato que empezó a mostrar sus fisuras –al menos de forma más evidente, insisto– con lo que se llamó modernidad cinematográfica, una modernidad que nace sobre las ruinas del clasicismo. Así, frente a la evolución paralela y marginal de los múltiples movimientos de vanguardia, experimentales, independientes,..., que acompañan la tenaz y minuciosa edificación del canon clásico –que tantos frutos esplendorosos ha dado, por otra parte– y respecto al cual, a este eje avasallador, no pueden evitar determinar su posición relativa, movimientos que son, cada uno a su manera, movimientos de oposición al clasicismo –subrayando así, paradójicamente, su condición subordinada–, la modernidad, por primera vez, lo es de reconstrucción.
Es también lo que últimamente comienza a denominarse como una “modernidad melancólica”, esto es, una modernidad basada en imágenes a medio camino de todo que encuentran en ese intersticio su afirmación, con personajes que no son sino ruinas –como las mostradas por Watkins–, evidentes antihéroes. Una modernidad que busca una construcción estética en la que los sujetos están condicionados por los espacios que habitan, suspendidos en ellos. También, una estética cinematográfica que busca independizarse, encontrando en el proceso mismo de la creación una forma de resistencia que es, a la sazón, la que acaba confiriendo a estas imágenes de esa melancolía.
De forma similar, sobre estas ruinas la película que nos ocupa va a proponer tanto un “nuevo” relato –con toda la relatividad con que hay que leer este adjetivo: la “novedad” de La commune se integra en una tradición muy consolidada, si bien es cierto que extrae de ella, modulada de forma muy idiosincrásica y sensible, tonalidades y lecciones muy características– como un discurso que va a subrayar, precisamente, la necesidad de construir nuevas utopías y de batallar por ellas. El inicio de La commune, pues, no hace acta de defunción del relato, por supuesto, sino que desecha para sus fines un tipo de relato –precisamente la clase de relato que conoce su apoteosis en el mismo siglo que la Comuna y que encuentra en el cine, hasta bien entrado el siglo XX, e incluso hasta la actualidad en una corriente muy caudalosa del mismo, insospechada revitalización, cuando por el contrario en literatura va conociendo los primeros signos de la extinción–, tradicionalmente asociado a la burguesía, al menos en su origen, para poner en pie otro que sustenta su condición histórica precisamente en la puesta en evidencia de sus estrategias de producción de sentido y que reivindica su impronta narrativa en capas más profundas, en su fértil vertebración de tiempos y estratos de la representación, y es en este sentido que hemos de tener en cuenta que los relatos, como señala Vicente Sánchez-Biosca, “a fin de cuentas, siempre tuvieron el cometido de anudar el pasado con el presente y servir de promesa de futuro”, propósitos que definen la esencia de la película, aunque esta complejize enormemente estos vínculos causales consustanciales a la narración, y las dinámicas temporales inherentes a ella, de modo que asienta su condición histórica en la compleja articulación de sus coordenadas temporales. Y de la modulación de estas dimensiones temporales extrae la película –como cualquier filme histórico, por cierto– sus propósitos ideológicos. El “viaje” al pasado facilitado por cualquier relato histórico puede estar motivado por un deseo de evadirse del presente –que es otra forma de afianzarlo– o por el de cuestionarlo y proponer una idea de futuro, de modo que sea la tensión entre pasado y presente la que se pretende que impulse hacia el porvenir.
Este último caso, es, desde luego, el de La commune; un deseo similar encontramos en La inglesa y el duque: la utilización de la tecnología digital por parte de Rohmer busca no solo crear lazos entre el pasado y el presente sino también el plantear la viabilidad de usar los nuevos medios de expresión cinematográfica como vehículo para trazar nuevos discursos fílmicos y abrir nuevas formas expresivas que no estén condicionadas por el ámbito comercial o del espectáculo. Sin duda alguna un planteamiento que choca con los preceptos más extendidos del cine actual, como sucede en las películas de Watkins, actitudes que podríamos considerar casi agresivas en su resistencia. (...)
(...) desde [el inicio de La commune (París, 1871)] destierra una confortable relación de transparencia con las imágenes, una labor de reconstrucción, de instauración de una relación diferente con ellas. En el cine de Watkins siempre se tiene esta impresión: el deseo por su parte de conformar un marco representacional incómodo para el espectador como vehículo para que este reflexione ante aquello que está viendo, no solo a través de su contenido sino también mediante la forma que lo expresa. Esta idea, que en el fondo resulta lógica y casi natural en cualquier medio expresivo, en este caso el cine, ha ido perdiéndose, grosso modo, con el tiempo, como si la única manera de construir un estado de incomodidad –entendida esta en el sentido de animar a la reflexión y al pensamiento–, se basase en imágenes de supuesto contenido fuerte o a través de temáticas en apariencia subversivas –y que en muchos casos lo que esconden, en realidad, es el simple aliento de quien desea polemizar en aras de autopublicitarse–, cuando en verdad la forma, y su relación con aquello que ilustra, es la que debería generar esa incomodidad. Es en este sentido que podemos entender, en un nivel simbólico, que en [la] primera secuencia de la película también nos encontramos ante las ruinas de un relato que procura ocultar sus marcas enunciativas, los trazos de su escritura, ruinas sobre las que la película va a apuntalar una propuesta estética alternativa con la que, en este caso, abordar de otra manera un relato histórico, y que empezaron a manifestarse –al menos de una forma generalizada, más allá de experiencias más o menos aisladas, individuales o colectivas, y que se remontan prácticamente a los inicios del cine– aproximadamente por los años en que Peter Watkins inicia su carrera a finales de ‘50, un cine postclásico en cuya tradición ha situado toda su obra; es decir, un relato que empezó a mostrar sus fisuras –al menos de forma más evidente, insisto– con lo que se llamó modernidad cinematográfica, una modernidad que nace sobre las ruinas del clasicismo. Así, frente a la evolución paralela y marginal de los múltiples movimientos de vanguardia, experimentales, independientes,..., que acompañan la tenaz y minuciosa edificación del canon clásico –que tantos frutos esplendorosos ha dado, por otra parte– y respecto al cual, a este eje avasallador, no pueden evitar determinar su posición relativa, movimientos que son, cada uno a su manera, movimientos de oposición al clasicismo –subrayando así, paradójicamente, su condición subordinada–, la modernidad, por primera vez, lo es de reconstrucción.
Es también lo que últimamente comienza a denominarse como una “modernidad melancólica”, esto es, una modernidad basada en imágenes a medio camino de todo que encuentran en ese intersticio su afirmación, con personajes que no son sino ruinas –como las mostradas por Watkins–, evidentes antihéroes. Una modernidad que busca una construcción estética en la que los sujetos están condicionados por los espacios que habitan, suspendidos en ellos. También, una estética cinematográfica que busca independizarse, encontrando en el proceso mismo de la creación una forma de resistencia que es, a la sazón, la que acaba confiriendo a estas imágenes de esa melancolía.
De forma similar, sobre estas ruinas la película que nos ocupa va a proponer tanto un “nuevo” relato –con toda la relatividad con que hay que leer este adjetivo: la “novedad” de La commune se integra en una tradición muy consolidada, si bien es cierto que extrae de ella, modulada de forma muy idiosincrásica y sensible, tonalidades y lecciones muy características– como un discurso que va a subrayar, precisamente, la necesidad de construir nuevas utopías y de batallar por ellas. El inicio de La commune, pues, no hace acta de defunción del relato, por supuesto, sino que desecha para sus fines un tipo de relato –precisamente la clase de relato que conoce su apoteosis en el mismo siglo que la Comuna y que encuentra en el cine, hasta bien entrado el siglo XX, e incluso hasta la actualidad en una corriente muy caudalosa del mismo, insospechada revitalización, cuando por el contrario en literatura va conociendo los primeros signos de la extinción–, tradicionalmente asociado a la burguesía, al menos en su origen, para poner en pie otro que sustenta su condición histórica precisamente en la puesta en evidencia de sus estrategias de producción de sentido y que reivindica su impronta narrativa en capas más profundas, en su fértil vertebración de tiempos y estratos de la representación, y es en este sentido que hemos de tener en cuenta que los relatos, como señala Vicente Sánchez-Biosca, “a fin de cuentas, siempre tuvieron el cometido de anudar el pasado con el presente y servir de promesa de futuro”, propósitos que definen la esencia de la película, aunque esta complejize enormemente estos vínculos causales consustanciales a la narración, y las dinámicas temporales inherentes a ella, de modo que asienta su condición histórica en la compleja articulación de sus coordenadas temporales. Y de la modulación de estas dimensiones temporales extrae la película –como cualquier filme histórico, por cierto– sus propósitos ideológicos. El “viaje” al pasado facilitado por cualquier relato histórico puede estar motivado por un deseo de evadirse del presente –que es otra forma de afianzarlo– o por el de cuestionarlo y proponer una idea de futuro, de modo que sea la tensión entre pasado y presente la que se pretende que impulse hacia el porvenir.
Este último caso, es, desde luego, el de La commune; un deseo similar encontramos en La inglesa y el duque: la utilización de la tecnología digital por parte de Rohmer busca no solo crear lazos entre el pasado y el presente sino también el plantear la viabilidad de usar los nuevos medios de expresión cinematográfica como vehículo para trazar nuevos discursos fílmicos y abrir nuevas formas expresivas que no estén condicionadas por el ámbito comercial o del espectáculo. Sin duda alguna un planteamiento que choca con los preceptos más extendidos del cine actual, como sucede en las películas de Watkins, actitudes que podríamos considerar casi agresivas en su resistencia. (...)