I
La inglesa y el duque y La commune (París, 1871), he aquí las dos películas que protagonizan este libro, ambas realizadas en el albor del siglo XXI y dirigidas por dos cineastas, Eric Rohmer y Peter Watkins, que a lo largo de sus respectivas carreras –cuyos inicios se remontan a finales de los años cincuenta– han mantenido una rara coherencia, una extraña fidelidad a sí mismos. Como iremos viendo a lo largo de este libro, nos encontramos ante dos películas caracterizadas tanto por la enorme libertad creativa como por el desusado rigor con que se aprestan a representar la Historia, a dialogar con ella, a reflexionar sobre el estatuto de las imágenes en nuestro tiempo, que se constituyen, en definitiva, en dos valiosas rara avis en su inserción en el cine contemporáneo.
Afrontamos en este libro, pues, dos miradas sobre la Historia, dos visiones de sendas revoluciones –la Revolución Francesa y la Comuna de París– a cargo de dos películas que parten también –cada una a su modo, por descontado– de dos concepciones revolucionarias del cine. A través de sus audaces y rigurosas formalizaciones, tanto La inglesa y el duque como La commune (París, 1871) sitúan la confrontación entre pasado y presente, entre Historia y contemporaneidad, entre la realidad y sus representaciones, entre las imágenes de la revolución y la revolución de las imágenes, en el centro de sus discursos, buscando una relación fructífera entre ambos pares de términos que evite estimular en el espectador, simplemente, la complacencia de asistir a una época pretérita, tan habitual en cierto cine histórico, promoviendo por el contrario las fricciones entre pasado y presente, relato y documento, y los desplazamientos entre ambos. En fin, ambas películas ansían menos el “reconocimiento” que el extrañamiento y la reflexión en el diálogo que formalizan con la Historia. Congruentemente, hemos partido de estas dos reflexiones sobre el cine y la Historia para a su vez reflexionar sobre cómo el primero puede constituirse en un magnífico modo de acercarse al pasado de una forma imaginativa y de manera simultánea extraordinariamente lúcida, pero sobre todo con el propósito de posicionarse ante el cine y la sociedad de su tiempo, sin necesidad de subrayados, sino principalmente a través del grado de elaboración formal y la actitud de compromiso ante sus imágenes que ambas películas certifican.
Por tanto, estamos ante dos películas que conjugan admirablemente la representación del pasado con la modernidad de su lenguaje, que mirando hacia el pasado caminan hacia el futuro, hacia nuevas formas de relacionarnos con las imágenes. Dos ficciones que se apropian –en distinto grado, desde luego–, sin tratarse en absoluto de dos documentales, de las formas de lo documental –de una forma mucho más elusiva en el caso de La inglesa y el duque–, contando con que, como escribe Bill Nichols, “el placer y el atractivo del filme documental residen en su capacidad para hacer que cuestiones atemporales nos parezcan, literalmente, temas candentes”.
De esta forma, las dos suponen, vistas desde determinada perspectiva, sendos “documentales” sobre cómo se elabora una representación, dos películas que aspiran así a atender menos al pasado que a cómo representarlo en la actualidad. Rohmer lo hace acogiéndose a las formas icónicas de la época en la que se desarrolla el relato, así como a partir del respeto escrupuloso a la perspectiva ideológica y narrativa desde las que la autora de las memorias en las que se basa la película afronta sus recuerdos sobre sus experiencias durante la Revolución Francesa –lo que ya constituye una representación, la que alguien se hace de su propio pasado–, en la línea de sus otras películas históricas, pero interesándose menos en esas representaciones que en cómo las representaciones del presente dan forma a las del pasado, partiendo de la tecnología digital a su disposición en el momento del rodaje de la película. Watkins lo hace explicitando el carácter de representación de la película, multiplicando los efectos de distanciamiento, denegando cualquier posible ilusión realista, sugiriendo que nuestra mirada sobre la Historia está ineludiblemente condicionada por nuestro presente, comprometiendo también así ese pasado con nuestro tiempo.
En definitiva, detrás de las estrategias de Rohmer y Watkins se agazapan unas penetrantes reflexiones que giran alrededor del realismo y su estatuto siempre ilusorio, de amplias resonancias también en el cine contemporáneo. Porque lo cierto es que el cine histórico tanto de Eric Rohmer como de Peter Watkins –con métodos muy diferentes– huye vehementemente de la tentación de llevar a cabo una reconfortante ilustración del pasado, de la mentira de la posible reconstrucción veraz de la Historia.
En el caso de Peter Watkins, sus películas históricas se ven así hermanadas con sus películas de anticipación en su carácter puramente ficcional, en la férrea voluntad de no ocultar su naturaleza esencialmente especulativa, todo ello servido por estos métodos pseudodocumentales de que hablamos, que proporcionan a sus películas de una pregnante inmediatez. Probablemente es La commune (París, 1871) el filme en el que esta concepción del cine histórico de su autor alcanza su mejor formalización. De modo que, si Peter Watkins adquirió celebridad con una ucronía ambientada en el futuro –un futuro muy inmediato–, como es El juego de la guerra (The war game, 1965), con La commune (París, 1871) realiza una de sus obras más ambiciosas –y también la última– con una utopía ambientada en el pasado pero con la vista, como no podía ser de otra forma, en el futuro. Desgraciadamente, ni su director, ni esta obra clave del cine contemporáneo son suficientemente conocidas. Paliar modesta pero apasionadamente este doble olvido, consecuencia de la marginación por parte de los medios, prácticamente desde el inicio de su carrera, tanto de Peter Watkins como de la que constituye su última realización, es otro de los propósitos de este texto.
Si en el caso de Peter Watkins, la realización de este cine histórico constituye una parte esencial de su obra –junto a sus películas de anticipación, la otra corriente principal de su filmografía–, en el de Eric Rohmer sus cinco películas históricas conforman un caudaloso afluente de la senda más frecuentada de su obra, sus películas contemporáneas, casi todas ellas formando parte de una serie –”Cuentos morales”, “Comedias y proverbios” y “Cuentos de las cuatro estaciones”–, pero entre las primeras y estas últimas los vasos comunicantes son múltiples, configurando una de las obras de mayor cohesión interna, y mayor rigor, del cine contemporáneo. Todas estas películas históricas –salvo Triple agente (Triple agent, 2004), que parte de unos hechos reales pero con los que Rohmer elabora un guión original– surgen de la adaptación de sendas obras literarias, que el director francés pretende filmar con extrema fidelidad, de manera que su interés está más que en filmar la Historia –que Rohmer, como Watkins, entiende imposible– en filmar el texto de partida.
Si la perspectiva ideológica es evidente en el caso de la película de Peter Watkins, de modo que lo que más le interesa de la Comuna de París es la idea que con ella nace –con todos los matices históricos con los que debemos emplear tal verbo–, y el hecho de que, a partir de ella, de las experiencias vividas durante apenas dos meses en el París de 1871, se pueda extraer un análisis acerca de nuestro presente y, sobre todo, un impulso de transformación social en nuestro futuro, en principio la operación de Rohmer parece también evidente pero totalmente divergente, asumiendo con entusiasmo el director francés, en el relato, la perspectiva de una aristócrata fervientemente monárquica, espantada ante los cambios sobrevenidos con la Revolución –perspectiva superficial con que afrontar la película, como veremos en este libro.
Pero más interesantes que estos posicionamientos ideológicos opuestos –repetimos, más aparentes y superficiales que reales– resulta su similar actitud inconformista a la hora de acercarse a la representación del pasado, lo que ya de por sí constituye un posicionamiento ideológico más profundo, que se ubica en el trabajo formal implementado por ambos cineastas, vertebrado además alrededor de la noción capital de la mirada: el trabajo político de ambas películas reside menos en los mundos que presentan que en la centralidad que ocupa el hecho de cómo los miramos, instrumento privilegiado para desmarcarse de los discursos hegemónicos imperantes en nuestro presente y en el cine emanado de él. Como igualmente ideológico es su rechazo de cualquier tipo de maniqueísmo, de simplistas polaridades morales, que reducen la complejidad del mundo, y su esencial ambigüedad, a términos dicotómicos, que en su ramplón reduccionismo son más reveladores de su posicionamiento ideológico que la naturaleza de su contenido explícitamente político.
II
Tanto La inglesa y el duque como La commune (París, 1871), cada una a su manera, parten de una intertextualidad que hemos querido trasladar a las páginas de este libro. En primer lugar, porque hemos creído que ello era lo más congruente con los rasgos dialécticos que caracterizan a las dos películas de que nos ocupamos. En segundo lugar, porque entendemos que la escritura cinematográfica exige, cada vez más, una perspectiva que se abra a otras disciplinas en aras de elaborar un discurso de mayor amplitud y, a ser posible, mayor profundidad, y también en aras de evitar el estancamiento, en muchas ocasiones de carácter endogámico, en el que cae muy frecuentemente la escritura sobre el cine,…, todo ello con el afán de dar forma a un texto que antes que cerrarse sobre sí mismo procura abrir caminos a la hora de acercarse tanto al cine, en general, como a las relaciones entre el cine y la Historia.
El lector podrá comprobar a lo largo de estas páginas que no hemos tratado de escribir un manual, desde luego, sobre cómo el cine debe representar la Historia, sino más bien de elaborar un doble discurso –en ocasiones convergente, en otras divergente– a partir de nuestras reflexiones acerca de cómo dos cineastas han contemplado la posibilidad de acercarse a la Historia, dos reflexiones que puedan servir al lector como punto de partida para plantearse él mismo cuestiones no solo acerca de estas dos películas, sino más en general sobre otras muestras de cine histórico y, más importante, sobre las formas del cine contemporáneo de representar nuestro pasado y de trazar caminos para el futuro del cine.
Por lo tanto, nuestra intención ha sido fomentar en la propia estructura del libro los mutuos entrecruzamientos entre sus dos secciones. Una estructura formalizada por la invasión de cada uno de los autores en el espacio del otro –“invasiones” que están marcadas en el texto en negrita: estas partes, pues, corresponden no al autor del texto de que se trate, sino al responsable del otro texto–, con el fin, no solo, de potenciar la cohesión interna del libro sino también de propiciar el diálogo entre sus dos partes. Un espejo, como el de Alicia, en el que se reflejan las simetrías –y también se manifiestan las eventuales asimetrías– pero que simultáneamente permite pasar al otro lado del mismo.
El lector, por tanto, tiene entre sus manos un texto que quiere, en lo posible, ofrecerse abierto y cuyo principal anhelo es el de establecer diversas corrientes de diálogo: entre las películas, entre los directores de las mismas, entre los autores de este libro, y entre estos últimos y el lector.