Botonera

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2.6.14

DERIVAS Y FICCIONES: ESTA MANO ES MI PRUEBA (EN TORNO A "LAS MANOS NEGATIVAS", MARGUERITE DURAS, 1979)



EN TORNO A LAS MANOS NEGATIVAS 
(MARGUERITE DURAS, 1979)

ESTA MANO ES MI PRUEBA



POR MARIEL MANRIQUE



Con mi mano minúscula de náufraga recién nacida, aferré la mano de mi madre. Era un acto reflejo, un movimiento mecánico inconsciente. Los náufragos pequeños necesitan aferrarse a algo. Con mi mano adulta de náufraga vocacional, dejé ir la mano de mi madre, ya minúscula, hacia el limbo del que mi madre no regresaría. Para sobrevivir a nuestros nuevos y terribles nacimientos, hay que soltar las costas. Dije, con mi mano necia: “esto es mío”. Allí comienza la ruina del amor. Con mi mano hábil transcribí versículos, hice rodar las bolas de los ábacos, fijé mi identidad en documentos. Allí comienza la cárcel del cuerpo. Me tapo las orejas con las manos pero no cesa el estrépito de lo que ha sido. Con las manos me tapo los ojos pero veo, todavía, tu caverna. A la luz parpadeante de una antorcha, apoyaste tu mano en la pared, tatuaste con tu mano la espalda indiferente de la piedra. Todas las manos desaparecidas confiesan su desesperación entre mis manos.

El tiempo no es un objeto, no puede esconderse entre los árboles. Es una idea asilada en nuestra mente; a veces puede, simultáneamente, extinguirse y reverberar. Marguerite Duras extinguió el tiempo cronológico de la periodización histórica cuando filmó “Las manos negativas” (1979), con metraje descartado de Le Navire Night. Travelling-shots de París entre las seis y cuarto y las ocho menos cuarto de una mañana, cuando la iluminación eléctrica se apaga y se derrama sobre el mundo, que comienza otra vez, la luz impiadosa de los amaneceres. La noche suspende las tareas. Cuando amanezca, las reanudarás. Lo que en la oscuridad fue bello porque fue difuso, será rotundo y seco cuando despunte el día. Advertirás el horror inherente a la repetición del gesto. La repetición se come la esperanza.

Los desventurados madrugan para poner la máquina del mundo en movimiento. Es, todavía, la tracción a sangre. Entonces, Marguerite le da su voz a tu mano, la mano que apoyaste en la edad prehistórica, como una invocación o una plegaria, en la noche animal de una caverna. Yo nunca vi tu mano, pero sentí su grito en la voz de Marguerite. Tu mano parlante. Me pedía que te amara, me prometía amor si te escuchaba, treinta mil años después. Ya eras un ser humano, ya sentías terror, ya pertenecías a tu especie: conocías el significado del deber y la peste de las prohibiciones. Había utensilios de trabajo. Había cadáveres a los que no podías acercarte y sexo-tabú que no podías consumar. La pintura rupestre, ese grafiti primordial, esa primera pintura mural sin firma de autor, fue entrar para salir (del día de la obligación a la noche cavernaria del juego) y pintar para dejar constancia: esta mano es mi prueba, la prueba de que he sido y de que estuve aquí. Toda evidencia es una súplica: “te pido que me escuches; te amaré si me escuchas; no te olvides de mí”.

Marguerite supo que, para filmar las manos implorantes en las pinturas rupestres de Altamira, solo tenía que aguzar el oído y deshacer, en toda su insoportable densidad, treinta mil años de historia. Tu mano era un pedido de amor. Mostrarla era irrelevante. Porque tu mano era, en definitiva, una imagen sonora y, como tal, era inasible e irrepresentable. El sonido de la imagen de tu mano, su ruego, debía prolongarse en una voz. Fue, entonces, la voz en off de Marguerite. La voz que narra el grito de una mano desde el fondo del tiempo no debe explicar, ni interpretar ni deducir. Debe ser fiel al tesoro, frágil y atronador, del que es un médium. Las manos negativas es un ejercicio de ventriloquía. Desde la garganta sencilla y monocorde de Marguerite habla tu mano. Marguerite debe hacerse a un lado; su voz viene de algún lugar, de alguna vez, inatribuible.

Con una cinta de 16 mm y 14 minutos de rodaje, Marguerite se inclinó para escucharte, sin moverse del aro de un amanecer en las arterias semidesiertas de París. Estabas frente al mar, al borde de un acantilado. Las cosas eran tan inmensas. Marguerite fue la voz de ese amor indefinido que te invadía, como un color, la mano. Marguerite te resucitó. Aquí se acaban los milagros de cartón y se disuelve el arco temporal, del hombre paleolítico al suplicante posmoderno. Ya no sabemos quién es quién, porque la Marguerite-ventrílocua es el grito en la palma de tu mano y miro mis manos y presiento, en sus líneas menores y mayores, todos los gritos del pasado que vienen a formar el mío. Pujan, hacen la consistencia de un viento dactilar. No lo adivinarán las quirománticas ni lo advertirán los policías.

En mi ciudad vertical no quedan cuevas, ¿dónde puedo dejar, a salvo de la erosión del tiempo, mi minúscula declaración de amor? La que dejé en Lascaux y en Altamira. La que grabé y brilló, ante mis ojos, entre la linfa, la espuma y la arena aún no cristalizada de Chauvet. Mi mano también estuvo allí, mi mano no me pertenece, está partida. Escribo para juntar sus partes. Para jugar y hacer cilindros de sus líneas, tubos de sus falanges, un modesto conducto de respiración. Para que por allí pase el pasado, tan inmenso. Lo dejo dormir, como un perro cansado, como un perro enfermo, en esta palma reconstruida de mi mano. Mi mano será linfa y espuma y arena. Y alguien, dentro de miles de años, gritará, sin saberlo, por mí.