Hiroshima mon amour, Alain Resnais, 1959
Marguerite Duras no vio nada en Hiroshima. Nada. Nunca llegó a pisar la ciudad en la que, poniendo un trágico fin a la Segunda Guerra Mundial, explotó la primera bomba atómica el 6 de agosto de 1945. No estuvo allí entonces, en 1945, ni cuando empezó a escribir el guion de Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) en mayo de 1958. No acompaña a Resnais a Hiroshima en julio, siete semanas más tarde, para la preproducción del filme, ni lo haría durante los diecisiete días de rodaje. No. Marguerite nunca estuvo en Hiroshima. No había visto nada de Hiroshima y, sin embargo, lo sabía todo. Desde la distancia espacial, temporal, mediatizada. Como el personaje de Emmanuelle Riva, como nosotros. Sin haber visto nada, Duras lo había visto todo, en Hiroshima.
A falta de otra cosa, Marguerite había visto las imágenes, las noticias, las fotos, las declaraciones que siguieron a la fusión nuclear. Imágenes, noticias, fotos. Los monumentos por la paz y las manifestaciones por la paz. Los testimonios sobre el horror, los actos oficiales, vacíos, que, a falta de otra cosa, surgirían en los años posteriores a la deflagración, como la radiación que siguió al estruendo de la explosión. Marguerite lo había visto todo. Todo. Había visto los dieciséis documentales que se realizaron sobre Hiroshima, antes de que ella escribiera su guion; los que, a falta de otra cosa, convencieron a Resnais de que era inútil volver a contar lo mismo de la misma forma. Que no quedaba nada que contar, nada que filmar, en Hiroshima. Nada. Al menos no en el formato que había acompañado hasta entonces su carrera como cineasta socialmente comprometido, y con el que Argos Film le encargó el proyecto con Picadon como título provisional. Incluso si mediante el documental había conseguido narrar los episodios más negros de la historia moderna. Tan solo unos años antes, había denunciado el colonialismo de la mano de Chris Marker en Las estatuas también mueren (Les statues meurent aussi, Alain Resnais y Chris Marker, 1953) y el horror del primer bombardeo de una población civil en el preludio de la Segunda Guerra Mundial con Guernica (Alain Resnais, 1950). Incluso si había conseguido evocar con las palabras del poeta Jean Cayrol las atrocidades de los campos de concentración, cuando el vacío y la ausencia se encontraron como testigos en Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955). Pero el espeluznante epílogo de este macabro relato sobre el sinsentido, sobre los crímenes de la humanidad contra la humanidad, se resistía a ser narrado una vez más. Resnais no podía contar nada sobre Hiroshima porque nada podía abarcarla. Hiroshima era demasiado grande, demasiado horripilante, incomprensible, infernal, para caber dentro de un documental. (...)
La memoria inconsolable. Hiroshima mon amour
Irene de Lucas