India Song, Marguerite Duras, 1975
(...) Empezaré haciendo una afirmación que no ha sido más que vislumbrada, intuida. La gran pregunta que vibra en la obra de Marguerite Duras no es, como suele creerse, la pregunta por el diálogo, por la posibilidad de hablar o de comunicarse: es la pregunta por la diferencia, de la cual la pregunta por la comunicación sería apenas una línea derivada. En primer lugar, la diferencia entre los sexos, como aparece en Moderato cantabile (1958), en Los ojos azules pelo negro (Les yeux bleus cheveux noirs, 1986) y, más profundamente, en El mal de la muerte (La maladie de la mort, 1982). La pregunta por el deseo (el masculino, asociado a la muerte, y el femenino, vinculado al cuerpo como reducto de privilegiada distancia donde, a pesar de ello, todo, especialmente el Otro, sucede).
Imaginemos la escena desplegada en El mal de la muerte. Un hombre anónimo contrata a una mujer para que se entregue a los vaivenes de su tortura interna: precisamente, la imposibilidad de amar, la imposibilidad de desear un cuerpo femenino. La mujer cede. La mujer es pagada por ello. Hacen una pausa en sus vidas, las suspenden y se ocultan a la mirada pública, como en uno de esos pactos ficcionales de los personajes de Sacher-Masoch. Se encierran en una habitación. En esa comunidad artificial e imposible, el hombre, desde su separación, puede disponer del cuerpo de la mujer, puede disponer de su miedo al amor, se acerca a ella alejándose de sí, experimenta en ella todos los estados, desea su muerte, la acaricia. El narrador acusa al hombre, lo sitúa, y seguidamente ya solo pasa a explorar sus movimientos, los movimientos de su conciencia, sus (como hubiera dicho Nathalie Sarraute) tropismos. Esa mujer, que es una y es a la vez muchas mujeres (la narración se abre así: “Debiera no conocerla, haberla encontrado en todas partes a la vez, en un hotel, en una calle, en un bar, en un libro, en una película, en usted misma, en usted, en ti”) y el hombre que sí es uno, única y completamente uno, entablan una relación enfermiza e inquietante, hasta el momento en el que ella se marcha. (...)
Imaginemos la escena desplegada en El mal de la muerte. Un hombre anónimo contrata a una mujer para que se entregue a los vaivenes de su tortura interna: precisamente, la imposibilidad de amar, la imposibilidad de desear un cuerpo femenino. La mujer cede. La mujer es pagada por ello. Hacen una pausa en sus vidas, las suspenden y se ocultan a la mirada pública, como en uno de esos pactos ficcionales de los personajes de Sacher-Masoch. Se encierran en una habitación. En esa comunidad artificial e imposible, el hombre, desde su separación, puede disponer del cuerpo de la mujer, puede disponer de su miedo al amor, se acerca a ella alejándose de sí, experimenta en ella todos los estados, desea su muerte, la acaricia. El narrador acusa al hombre, lo sitúa, y seguidamente ya solo pasa a explorar sus movimientos, los movimientos de su conciencia, sus (como hubiera dicho Nathalie Sarraute) tropismos. Esa mujer, que es una y es a la vez muchas mujeres (la narración se abre así: “Debiera no conocerla, haberla encontrado en todas partes a la vez, en un hotel, en una calle, en un bar, en un libro, en una película, en usted misma, en usted, en ti”) y el hombre que sí es uno, única y completamente uno, entablan una relación enfermiza e inquietante, hasta el momento en el que ella se marcha. (...)
Madame Duras y el círculo vicioso
Laia López Manrique