Botonera

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18.5.14

XVII. MARGUERITE DURAS. MOVIMIENTOS DEL DESEO. Revista Shangrila nº 20-21, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.




Marguerite Duras en Neauphle-le-Château - La casa de la escritura




Con frecuencia a Marguerite Duras le gustaba quedarse a solas en lugares tranquilos y vacíos. Así afirma en su obra Escribir (Écrire, 1993), texto donde solo quiso hablar de la escritura y que sirvió su palabra en la película donde se la grabó en su casa de Neauphle-le-Château. En esta casa, Marguerite hizo su soledad para escribir allí, y solo allí, libros que desconocía. Esta casa se convirtió en la “casa de la escritura”, de ahí salieron todos los libros donde se hizo la escritora que todos aún intentan reconocer. “De esta luz, del jardín”. Cuando Marguerite escribía, al principio en el primer piso, luego en medio del gran salón que daba al jardín, todo en la casa escribía, la escritura estaba en todas partes. Y sí, solo allí, en esa casa, aprendió a reconocer, a escuchar, lo que hace salvaje a la escritura, a su escritura, indomesticable, a partir de ese mismo momento. Ese su ser desencadenado tan antiguo como el tiempo y los bosques. “El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma”. Y allí se hizo fuerte, más fuerte que ella misma (“la soledad también significa: o la muerte, o el libro”). Más fuerte, sobre todo, que lo escrito, sin plegarse nunca a su autoridad. No se puede llegar a escribir sin la fuerza del cuerpo, podría haber dicho, frente a la cámara, allí en su casa de Neauphle-le-Château. Mientras ese su cuerpo se precipitaba en barrena en medio de arrebatos de alcohol. Ya en su momento Jacques Lacan sugirió, después de leer El arrebato de Lol V. Stein (Le ravissement de Lol V. Stein, 1964), que Marguerite no debe saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Porque sería una catástrofe. Y es cierto, el psicoanalista acertó, Marguerite nunca lo llegó a saber. (“No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno lo sabemos”). Solo se dio a esa fuerza necesaria para acoger no solo el salvajismo de la escritura, sino, a través suyo, también los gritos de las bestias de la noche, los suyos, los nuestros, los de todos, los de los perros. El dolor. También lo más violento de la felicidad. De ahí, insiste Marguerite, que no todos los hombres puedan escribir. No todos podrían soportarlo, huirían. En verdad, casi nadie podría. Sin embargo, cuando el escritor escribe, todo el mundo escribe. Y no es porque escriba para ellos o por ellos, en nombre suyo, sino porque escribe en favor de todo aquello que los desborda y señala. “Siempre, eso creo”, diría ante la cámara. (...)




Aquella reina, negra y azul.
(La muerte de una mosca azul).
Pablo Perera Velamazán