HAZ DE TU ÉPOCA
LA ÉPOCA DE TUS AMORES
POR MARIEL MANRIQUE
A cada vida su
deseo de regreso al paraíso perdido. Sus anclas amarradas a un pasado que en la
memoria, o en la enciclopedia, supo ser mejor. ¿Dónde queda el pasado? ¿Dónde
recibe su correspondencia y sus ramos de flores? A cada vida su Arcadia entre
la bruma, como un buque cargado de promesas cuyo rostro la historia vino a
desfigurar. Su clínica de muñecas, su carrusel nocturno, su manía de atarse
los ojos a la nuca. Su tribu de muertos que fingen cruzar la versión remixed de
la laguna Estigia y vuelven a la orilla del presente al mínimo descuido de
Caronte, como niños expertos en huir de la noche inmóvil. Todos los
surrealistas de Medianoche en París (Woody Allen, 2011), con
su equipo doméstico de snorkel, violan las reglas del submarinismo y dejan en
el fondo de la laguna la moneda ritual que selló sus párpados, para irse a la
ciudad que fue una fiesta bohemia entre dos guerras.
Los Fitzgerald
vuelven a patinar sus dólares en el Ritz
y Zelda a naufragar frente al Sena. Sylvia Beach comanda Shakespeare
& Co. y adivina el sismo que reinventará Dublín cuando
Leopoldo Bloom suelte su río de palabras. En un modesto papelito, Dalí dibuja
sus visiones de rinocerontes sentado a la misma mesa que Man Ray. Buñuel
observa fijamente a un extranjero, un guionista rubio de Malibú que entrega a Hollywood textos deprimentes y sueña con cambiar de ciudad y existencia. Su
nombre es Gil Pender, es también Owen Wilson, es la frescura irresistible de
Wilson imponiendo su marca al alter-ego de Allen. ¿Cuál es el límite mental del
presente? ¿Dónde se extiende la soga que prohíbe el ingreso de los fantasmas? ¿Cuánto puede durar una soga? Toco sus cuerpos, aspiro sus perfumes intactos. Abren la boca y me construyen
con mayor eficacia que la opinión pública del día. ¿Cuántas vidas caben en el
día de los que creen en la intersección del tiempo? De los que creen.
Una película
tersa y diáfana puede confundirse con una película plana y boba. Un espíritu
simple puede ser acusado de idiota. Es el riesgo que asumen tanto Medianoche
en París como Gil Pender. "Es un poquito naíf", define a
Pender su futura ex-familia política. Papá organiza fusiones empresariales,
defiende los tea parties republicanos, recorre restaurantes de lujo
y contrata a un detective que le siga los pasos trasnochados al candidato de la
nena. Mamá turistea buscando gangas con descuento para decoradoras y la
nena-novia de Pender no se despega de una pareja de amigos con quienes insiste
en recorrer obnubilada cada sitio que hay que visitar según las guías (de
papel). Es como si dijeran: "Este chico nos resultó medio tontito".
La nena se rinde fascinada ante el amigo pedante que ningunea a las guías (de carne
y hueso, incluida una exacta -en todos los sentidos- Carla Bruni en el Musée
Rodin), un ejemplar modélico del erudito insoportable, nacido sin el filtro
sensible que le permita procesar las toneladas de información acumuladas al
solo golpe de efecto del name dropping - o sea, el perfecto
sabelotodo de nada.
Allen, por su parte, filma con la resuelta convicción de quien no tiene que dar
explicaciones a nadie. La apertura de su película es una declaración de
principios: una colección de lugares comunes (en el doble sentido, geográfico y
simbólico) de una París de tarjeta postal. Es como si dijera: "sí,
hablaré de cuestiones tremendamente sencillas, me hundiré en el fango
intelectualmente despreciado de la simplicidad, ¿y qué?". Así como
puede llevar décadas aprender a dibujar como un niño, hay que haber vivido y
rodado años y años para narrar con esta seguridad a la que el visto bueno del
prójimo la tiene totalmente sin cuidado. Allen y Pender se ne fregano.
No porque diseñen estrategias para abordar y doblegar la crítica o jueguen a la
esgrima teórica. Sencillamente, están enamorados. Es decir: Medianoche
en París vive en estado de gracia.
Pender puede
alzar su copa aun con aquellos con quien jamás podría establecer auténtico
contacto sin experimentar rencor ni odio porque es, básicamente, un buscador de
experiencias. Del mismo modo, Allen parece estrujar como un pañuelo la París previsible del álbum,
extenuándola hasta que del agua anodina que cae salte una piedra preciosa. Es
el talismán de los que atraviesan, como la Alicia de Carroll, la imagen duplicada en el espejo, para saltar entusiasmados al otro lado de las cosas donde se deshace la
línea recta. Allen y Pender están enamorados del prosaico y extraordinario
hecho de estar vivos. Peligro: se alza ya el índice recriminatorio del
sentimentalismo barato y el romanticismo de ocasión. No hay problema: Allen y
Pender están tan intensamente impregnados de asombro que no tienen resto para
el debate. Más específicamente, no registran el índice y es esa actitud espontánea
e inconsciente de ignorarlo lo que reduce el índice a meñique autoritario y represivo, a ridícula falange, hasta desvanecerlo. Porque, ¿qué puede ser más
importante que decidirse a vivir como uno quiere?
Es al formularse
esta pregunta, tan de libro de auto-ayuda y terapia express, que Medianoche
en París se complejiza y se adensa sin ceder luminosidad ni virar al
drama. El proceso de vivir el instante a tope implica un desgarramiento
continuamente elidido y reemplazado, en la película, por la gracia del diálogo,
el asombro a prueba de bala con el que se juega cada acción en territorio
extranjero y la puesta en clave de comedia que atraviesa toda la historia. Es
así como Pender (que en manos de Wilson es un médium de Allen sin dejar de ser
Wilson) se adueña de ese territorio que, en definitiva, siempre fue suyo,
porque sus pies vivían en California pero sus sueños dormían en París. Dado que
Pender no solo ansía haber vivido la era del jazz en la París de las vanguardias
sino sacar boleto de ida a París y dejar atrás su era-California, la alteración
quirúrgica de su biografía implica tanto el viaje en el tiempo hacia la parisina década
del '20 como la ruptura con sus circunstancias presentes para dar una
vuelta de campana.
La campana suena a medianoche y transporta a Pender a ese pasado que ama y donde nunca estuvo. Ese pasado orienta y diseña la nueva vida de Pender. Somos hijos de padres distantes, célebres y muertos, resucitados por el amor cotidiano con el que nos sostienen. Somos orfebres de esos amores intangibles que nos forman alzándose desde sus tumbas. Solo la risa borra los dominios marcados de la realidad. Quizá por eso resulte tan difícil hacer risa, que es como decir hacer comedia. Tan imperativo, en situación de desengaño o angustia terminal.
Medianoche en
París no dice solo que cada época miró con devoción una
época pasada y cada habitante de esa época idealizó una época en la que le
hubiera gustado vivir. Dice también que esta es la única y brevísima época que
nos fue concedida, que en ella reviven y nos hablan nuestras personas-faro y
que de nada sirve esa resurrección si no miramos el presente a la cara para
enfrentar y resolver nuestras contradicciones, sin apartarnos del haz de luz
que el faro proyecta a nuestras espaldas. Porque el faro no está adelante sino
atrás. El faro está atrás.
Pender va, en su fantástico (por inherente al género de la fantasía) viaje
temporal y su fantástico (por extremo) cambio de vida, hacia lo que conoce sin
haber tocado. El viaje temporal puede ser o no ser una ficción y poco importará
para los creyentes. Allen les deja dos señales a modo de tributo y evidencia:
los diarios de Adriana, esa exquisita chica parisina de 1920 enamorada de un
Pender que para los agnósticos pisó por primera vez París en 2011 (diarios traducidos
en voz alta por la guía del Musée Rodin, en una escena dedicada a los que nos
traducen e introducen mundos a través del lenguaje) y la aparición
inesperada, en plena época monárquica, del detective (figura
emblemática del racionalismo moderno) contratado para controlar a Pender.
A diferencia del amigo cultivado ad nauseam de su novia, Pender sabe muy pocas cosas. Pero son las que importan. Sabe, por ejemplo, que la amante de Rodin se llamó Camille Claudel y no Rose, porque Rose era el nombre de su esposa. Pender conoce el detalle, el único lugar donde un resto de verdad puede ser encontrado. Pender encuentra al azar (un viejo vinilo de Cole Porter, por ejemplo), sin forzar ni programar la búsqueda.
A diferencia del amigo cultivado ad nauseam de su novia, Pender sabe muy pocas cosas. Pero son las que importan. Sabe, por ejemplo, que la amante de Rodin se llamó Camille Claudel y no Rose, porque Rose era el nombre de su esposa. Pender conoce el detalle, el único lugar donde un resto de verdad puede ser encontrado. Pender encuentra al azar (un viejo vinilo de Cole Porter, por ejemplo), sin forzar ni programar la búsqueda.
Por esos dones puede hablar con Hemingway y escuchar que el miedo a la muerte retrocede ante la pasión, para después volver y volver a exigirnos la entrega visceral a nuestro objeto o sujeto de amor, para retroceder nuevamente y así hasta la flecha y fecha de salida. Puede hacer de una muralla un umbral y convertir en oportunidad el desengaño. Puede aprender a caminar sin bastones, sin esperar el beneplácito de Gertrude Stein o el crítico de turno. Puede decir adiós a la chica de sus sueños para intentar una historia con una mujer real, siguiendo el hilo (que augura sintonía) del viejo vinilo de Cole Porter.
Pender es materia blanda y, por eso mismo, no maleable. Paradójicamente, tendemos a creer en la coherencia de lo rígido, cuando lo rígido es sinónimo de intransigencia y, por ende, necedad. Lo blando se abre, se expande y se transforma, sin renunciar por ello a lo que es.
A cada uno su credencial de turista o viajero. El turista, decía Paul Bowles, compra su ticket de regreso y el viajero no sabe si regresará. El turista, dice Allen, se desplaza sin salirse de sitio, rodando en compañía de otras burbujas. Pisa sin excavar, mira sin ver. El país del viajero es una suma de mapas invisibles, con trazos en zigzag. Cuando la vida se hace medianoche, el viajero está solo, solo de soledad inevitable.
¿Quién ha estado en París sin salir de casa? ¿Quién no estuvo en París aunque haya visitado todos sus distritos? ¿Quién se atreve a reírse del inocente, que lleva sus manuscritos a otro siglo y quiere caminar París bajo la lluvia? Bienaventurado el que transmigra y no lleva paraguas, porque de él será el reino inefable de lo imposible y la habitación propia y posible donde sentarse a escribir, a doler, a sentir cómo un instante es la cuna y la sede y la rueda de varios mundos y un puñado de mundos se constelan para indicar la forma anhelada de una vida y quién se atreve a seguir la pista de esa forma y al que le guste bien y al que no, que diga que son tontas, pero muy, muy tontas, las películas como Medianoche en París.
El corazón brilla cuando se pone bobo. Regístrese y archívese, por esterilidad comprobada, el corazón astuto.