EL GRAN GATSBY
(THE GREAT GATSBY, BAZ LUHRMANN, 2012)
SÉ FIEL HASTA LA MUERTE
POR MARIEL MANRIQUE
Sé fiel hasta la muerte
Apocalipsis 2:10
Un templo piramidal y escalonado,
rematado por una capilla. Como las torres de las antiguas culturas sumerias,
los altares aztecas en honor a los dioses emplumados. Tu zigurat, ofrendado al
objeto de tus devociones. Mi zigurat. En lo alto del zigurat indestructible de
Jay Gatsby parpadeaba una luz verde. Y la religión de Jay Gatsby fue profana y
tuvo nombre de mujer.
Cuando uno pone todo en un lugar
y lo pierde, se quiebra para siempre y no hay remedio. No se llama fracaso, es
un crack-up, una fisura, un antes y
un después. Uno se raja como un plato viejo, escribió Francis Scott Fitzgerald
en The Crack-Up (1936), y se
convierte en el plato rajado de la vajilla. “Nunca se podrá volver a calentarlo
en el horno ni mezclarlo con otros platos en la pileta; no se lo sacará para
las visitas, pero servirá para sostener galletas a medianoche o ir al
refrigerador bajo las sobras”, dice Fitzgerald en marzo de 1936 en Pegamento, el segundo texto de The Crack-Up. Yo tuve mi crack-up. No me cuentes el tuyo. Lo
único que puede contarse de un crack-up
es a qué se parece y sus efectos.
Jay Gatsby no tuvo su crack-up, no alcanzó a tenerlo. No
hubiera podido tenerlo jamás. Porque tenía un don extraordinario para la
esperanza, esa capacidad de extender un brazo, abrir la mano, cerrarla
despacito y creer, con el máximo grado de confianza que a un hombre puede serle
concedido, que finalmente atraparemos la luz verde que brilla en lo alto de
nuestro zigurat. El que espera no está fisurado, porque cree en el futuro. La
línea cronológica del tiempo no está rota para el esperanzado, es en el fondo
reparadora y suave, tiene la potencia de compensar la pena. Uno espera alcanzar
lo que no tiene (porque ha trabajado duro para tenerlo o porque el azar o el
destino -quién lo sabe- podrían tener la generosidad de regalárselo) o
recuperar lo que tuvo y perdió. Por eso la espera, ese tiempo confiado y
paciente del esperanzado, es el preludio de un acto de justicia o de un regalo,
o el umbral de una recuperación.
I.
Nadie, en una novela, trabajó tan
duro como Jay Gatsby para ganarse lo que estaba esperando. La esperanza es un
gerundio. Esperando, Gatsby se inventó una identidad para ofrendarla (hecha
nervio envuelto en fuegos de artificio) a una chica llamada Daisy Buchanan, y
tuvieron que balearlo por la espalda para que se cayera y, mientras se caía, Gatsby
creía todavía que era Daisy la que llamaba por teléfono. Esto último no está en
el Gatsby escrito por Fitzgerald,
pero sí en el filmado por Baz Luhrmann. A Gatsby, como en la novela, hay que
matarlo para que deje de esperar a Daisy y Lurhmann nos muestra cómo ni
siquiera en el trance de morirse Gatsby deja de confiar en sí mismo. Si “toda
vida es un proceso de demolición” (así inicia Fitzgerald su relato en The Crack-Up), la de Gatsby es una vida
desmarcada de esta ley del derrumbe. Luhrmann ha cambiado, en su película,
muchas cosas de la novela (le quitó la aparición del padre de Gatsby, puso al
narrador a narrar desde un psiquiátrico) pero respetó la batería que alimenta
la luz verde colocada en el muelle de los Buchanan, frente al palacio que
Gatsby construyó solo para mirar esa luz: la vocación de Gatsby para imaginar y
construir y entregarlo todo en nombre y en honor de lo que se espera, en lugar
de sentarse a esperar.
Por eso Luhrmann no se basó en el
Gatsby finalmente publicado sino en el que Fitzgerald entregó a Maxwell Perkins,
el editor que “ordenaba” con sus toques estratégicos lo que Fitzgerald escribía
con su instinto animal, porque Fitzgerald no era un hombre sino una bestia de
la literatura; las bestias no se detienen a planificar y saben orientarse en el
bosque, sin mapa, sin bitácoras, sin brújula. Yo creo que, en un punto,
Fitzgerald no pensaba lo que escribía. Creo que en sus páginas, aunque parezcan
de una matemática modernidad, hay más intuición y más epifanía que en toda la
literatura “posmoderna”, con su libre discurrir de la conciencia y su ruptura
de la lógica del relato, su fragmentariedad y sus citas, sus simulacros y su
epidérmica intertextualidad. Fitzgerald, como Gatsby, se hacía conmovedoras listas
de actividades para “sujetarse”, pero nunca pudo ponerse una correa – por eso,
obviamente, patinó en París, gastó mucho más de lo que tenía y terminó
escribiendo guiones para Hollywood. Tuvo su crack-up
y terminó sentándose a la mesa de los freaks
convocados por Todd Browning. Un cónclave de desamparadas atracciones de
feria. Fitzgerald elegía esa mesa en los descansos de rodaje, fisurado como un
plato y colocado fuera del tiempo lineal de la esperanza.
Lo decisivo del Gatsby de
Luhrmann, lo que lo diferencia de cualquier “adaptación” previa, es que no es
el Gatsby editado por Maxwell Perkins
sino el Gatsby, en bruto, de Trimalchio,
la piedra sin pulir entregada por Fitzgerald a su editor. Trimalción es, en el Satyricon de Petronio, un esclavo
liberto enriquecido que organiza un banquete descomunal y vulgar al que invita
a los amigos, totalmente desmadrados, de su antiguo amo. En las fiestas de
Trimalción se come y se toma hasta reventar (cuando Fellini filmó Satyricon le dio el papel de Trimalción
al dueño de un restaurante romano y lo puso a recitar el menú de ese
restaurante). El banquete de Trimalción es la gran comilona de la antigüedad
clásica; si dinamitamos la periodización histórica, La Gran Comilona , de Ferreri,
es la fiesta de Satyricon en el siglo
XX.
Y Trimalción es, como Gatsby, un
“nuevo rico”. Ese es el drama de Gatsby, nacido de la necesidad de tener y
multiplicar billetes (ni panes, ni peces: dólares), esa necesidad, enmascarada
o impúdica pero nunca ausente, que nos define, nos atraviesa y nos acosa como
especie humana. Dios no es amor, es plata. Los niños que toman la primera
comunión nos obsequian una estampita y un rosario y piden plata a cambio del
calculado souvenir. No es una
comunión, es un regreso al trueque. Los bancos tienen la honestidad de
preservar la arquitectura de los templos griegos y las iglesias deberían llevar
estampado, en su frontis, un dólar: “In God We Trust”. Ninguna cultura lo sabe
y lo cuenta mejor que la norteamericana. Somos humanos porque necesitamos hacer
plata y de algún lugar hay que sacarla y, cuando se tiene, hay que exhibirla.
Gatsby, como Trilmación, es sinónimo de fiesta, de fiesta mayúscula en la que,
literalmente, se tira la casa por la ventana. El 3D de Luhrmann es
estrictamente funcional a esta idea: las fiestas de Gatsby se nos vienen encima.
Son fiestas sin lirismo, no hay
melancolía en la bacanal de Trimalción ni ensoñación cuando el billete manda,
no hay rastros en el filme de Luhrmann de los filtros “poéticos” del Gatsby
que, en 1974, filmó Michael Clayton. Las fiestas de Gatsby según Lurhmann son estridentes
y descontroladas, son ángulo recto y en zizgag, puro Art Déco que honra la máquina - ese “cubismo para el consumo de
masas”, según el crítico de arte Hilton Kramer, opuesto a la curva, vegetal y
romántica, del Art Nouveau, con sus
líneas entrelazadas y ondulantes, sus columnas sinuosas y blandas como tallos y
los motivos florales que languidecen con el siglo XIX. Toda la película es Déco al milímetro, desde los títulos de
apertura hasta los títulos de crédito. Tiene su exuberancia, su dependencia de
la ornamentación, su maximalismo geométrico y su exceso. Su estómago omnívoro,
que se alimentaba del arte tribal o egipcio, el futurismo o la cultura popular.
Si la técnica determina la forma, en la forma habla el contenido.
El exceso Déco de la película es “el exceso de energía nerviosa” del que
habla Fitzgerald en Ecos de la Era del
Jazz (1931): “había que hacer algo con el exceso de energía almacenada que
no se había gastado en la guerra”. Había que dilapidarla en la orgía más cara de
la historia, que terminó en la Gran Depresión del ‘29, con el crack bursátil, y
la Segunda Guerra Mundial.
Pero hasta que la fiesta se acabó,
las chicas fueron salvajes. Flappers
de boquilla y cigarro en mano, licor fuerte en la boca y nuca al descubierto. Sombrerito
cloche, falda cortísima y bob cut, ojos ultra-delineados en negro
y labios como fresas radicales (el maquillaje alevoso de la actriz y de la
prostituta), perlas, plumas, abanicos y manos al descubierto (sin manguitos ni guantes), negros furiosos y
rubios platinados, corsés que no buscaban resaltar las curvas sino aplanarlas
hasta la androginia.
Chicas indómitas entregadas a la
velocidad del automóvil y la excitación histérica del petting, ese franeleo desesperado con veda de coito, que enloquecía
al partenaire. Son las chicas de los
cuentos de Flappers and Philosopers
(1920). Tenían el charleston y el fox-trot y, sobre todo, el jazz (“que
significó primero sexo, después baile, después música”). Tenían a Hollywood
como la Gran Fábrica de Sueños: las estrellitas de cine se pasean por las
fiestas de Gatsby y todo el Gatsby de
Fitzgerald tiene el montaje rápido, el ritmo sostenido y la capacidad de
síntesis de una película de los Roaring
Twenties, es decir, del Gatsby de
Luhrmann, con su espectacular y helado despliegue de Déco.
Fotografías de Edward Steichen para Vogue (1924 - 1925)
Toda la fiesta al ritmo combinado de Cole Porter y el hip-hop de Jay Z, el rap de Kanye West y el piano de Fats Waller; o el ragtime de Jelly Morton en anacrónica cohabitación con el soul en contralto de Amy Winehouse o el pop barroco de Florence Welch (idéntico procedimiento-Luhrmann para la Inglaterra isabelina de Romeo y Julieta -1996- y la Belle Époque parisina de Moulin Rouge - 2001). No es simple aggiornamento musical sino la prueba evidente de la resistencia atemporal de un relato clásico, narrado conforme ese patrón y consagrado como tal. Resiste y derrama variaciones. Las claves narrativas y visuales de Gatsby funcionan todavía aunque el número vivo de la fiesta sea Beyoncé o, precisamente, por eso mismo: la banda de sonido tan ecléctica, tan sedienta como para mezclar y batir tamaños tragos mixtos, no es un pastiche en el que todo cabe, vaciado de sentido. O tal vez sí. Pero, en todo caso, es tan desmesurado como Luhrmann. Y Gatsby es el ascenso y la caída, luminosa y fugaz, de un creyente en lo desmesurado. Fitzgerald escribió un cuento sobre un diamante, “El diamante tan grande como el Ritz” (1922). En ese cuento, un palacio aislado como una fortaleza se alza sobre un diamante hipnótico y monstruoso del tamaño de una montaña maciza. La existencia de ese diamante es un secreto. Ningún invitado al palacio sale vivo de allí.
En esa retroalimentación constante
en el que una gran novela es sismógrafo, partera y archivo de su propia época, Gatsby es la novela del artificio. No
olvidemos que, tal como Fitzgerald rememora, en esa década de tiempo prestado
donde la décima parte de un país (es decir, los más ricos) vivió con la “indiferencia
de los grandes duques” y la “desfachatez de las coristas”, esos bailarines
sobre la cubierta del Titanic se
excedieron a sí mismos “menos por falta de moral que por falta de gusto”. Al Déco lo liquidó la guerra, la dificultad
de producirlo en serie (excepto con baquelita y termoplástico) y también el kitsch, en cuyo pantano se desbarrancó.
En su adaptación de Gatsby, Clayton
le puso a Robert Redford un traje rosa, para el espanto verbalizado de Tom
Buchanan, encarnado por Bruce Dern. Todo el Gatsby
de Lurhmann es un traje rosa y es la iconografía completa de la fiesta, ese Déco desmelenado, estrepitoso y en
préstamo, tan distinto del Déco
estilizado y límpido de las portadas de Vanity
Fair, lo que horroriza al elegantísimo Buchanan de Joel Edgerton (“¡qué
circo!”).
II.
Sintamos Gatsby como una elegía
de la luz, tanto de la luz impersonal y eléctrica de las nuevas metrópolis como
de la luz resplandeciente de un verano que promete gloria. Esa luz es una suma
continua de destellos. De la iluminación a gas a la hipnosis del fenómeno
eléctrico, la tumba de la bruma evocativa. Gatsby
como novela-flicker y como flicker-movie. El verbo de Gatsby es “flicker” (“titilar”) y todas sus variantes y declinaciones
(“centellear”, “destellar” y afines). Gatsby
es un drama en exteriores y es una alquimia cinematográfica que continúe siéndolo, redoblado, en el rodaje casi íntegro en estudios al que lo traduce
Luhrmann, en una operación de segundo grado. Drama de acción en estado puro,
sin los números puestos de lo dramático, sin niños, lluvia, niebla, silencio o
lentitud. El desafío es tan alto como escribir o filmar un drama, sin rehenes
ni lágrimas, en un shopping-center.
La luz de Gatsby, en definitiva,
viene de Gatsby mismo, de su perseverancia solar, aunque Gatsby se la atribuya
a Daisy, convirtiéndola en la luz del mundo: “ella hace que todo se vea
espléndido”, le susurra a Nick Carraway mientras Daisy recorre su mansión. Y todo es
todavía más espléndido, si cabe, que en ese dulcísimo “you’re the sunshine of my life” que canta Stevie Wonder, porque
Daisy ilumina, para Gatsby, todo lo que toca.
La electricidad implica
tecnología y, por ende, novedad. Gatsby
está sembrada de fascinación por lo nuevo, ya sea el exprimidor de “¡doscientas
naranjas cada media hora!” que Gatsby tiene en la cocina como un tanque Sherman
o el Duesy amarillo a su medida, esa
sofisticada limusina de los años ‘20 con la que cruza como un rayo el puente
que lo lleva desde Long Island a Manhattan y con el que emprenderá al final un
viaje inadvertido hacia la muerte, con Daisy al volante. A Fitzgerald no le
interesaban los manuales teóricos pero sí la observación empírica. Acierta y
escoge los objetos “totémicos” que fascinarán a la “clase ociosa”, término
acuñado en 1890 por el cientista social Thomas Verben. Antes de que la
describieran Bauman o Lipovetsky, a la “sociedad de consumo” la escribió
Fitzgerald.
El automóvil es el caballo del cowboy moderno y la modernidad, una
nueva geografía urbana, sobre la que se posan automóviles de lujo e
infatigables exprimidores de naranjas. Fuera de la ciudad, en un limbo de
ruinas, una interzona arrasada, sobrevive el “valle de
cenizas” -reminiscente de la tierra baldía de T. S. Eliot- con el cartel
gigante del “Dios que lo ve todo” (el Dr. T. J. Eckleburg, un oculista de
Queens), que imaginó Fitzgerald y Luhrmann recreó digitalmente. Allí, el garaje
de los Wilson se alza como un desolador enclave pre-moderno, del que Myrtle
Wilson anhela huir de la mano de Buchanan -su amante polista y millonario-, que
mientras tanto la lleva a Nueva York y le compra un cachorrito de Airedale, un
frasco de perfume y el último número de Town
Tattle y una “revista de cine”.
Si Kafka narró la burocracia como
eje del moderno ejercicio de poder, la sociología del detalle de Fitzgerald hace
de la especulación financiera el telón de fondo y la corriente subterránea del
relato. Ya en Ecos de la Era del Jazz
nombra a la banca con nombre y apellido (“tal vez a fin de cuentas hubiésemos
ido a la guerra por los créditos de J.P. Morgan”).
Ninguna otra palabra se repite
tanto en Gatsby como “bonos” (“bonds”). Nick Carraway, el narrador
introvertido, la voice-over, el
puntual confidente de Gatsby, es un egresado de Yale que se compra libros para
entender el funcionamiento del mercado de préstamos y la bolsa de valores y ser
un buen alumno de Wall Street. Gatsby, sin embargo, maneja sus negocios por
teléfono y nunca queda claro quién está del otro lado de la línea, en Chicago o
Detroit. El teléfono, un aparato clave de Gatsby,
interrumpe las escenas idílicas (el Grand
Tour de la mansión dedicado a Daisy, el encuentro romántico en el parque,
con Gatsby y Daisy escabullidos de la fiesta) y envía a Gatsby al escurridizo mundo
en sombras del negocio sucio.
Gatsby, el hijo de granjeros de
Dakota del Norte que se hizo a sí mismo por obra y gracia de la autoconfianza,
el self-made man que renegó de su
origen de miseria para convertirse en magnate, el epítome del emprendedor
americano, es un gran signo de interrogación. Una inestable identidad (falsa):
héroe de guerra con medalla al mérito, espía alemán, cazador de animales
salvajes, pintor bohemio en las capitales europeas. ¿Quién es Gatsby? Todos
esos hombres que inventó para Daisy en base al único hombre que debe ocultarle
(el Gatsby contrabandista de alcohol en tiempos de Ley Seca, el traficante de
bonos, el gánster). El capitalismo financiero comienza a degradar el sueño
americano de los viejos colonos y los padres fundadores de América. Pero el
sueño de Gatsby es incorruptible.
Porque su objetivo final no es la
acumulación de capital, material o simbólico. Es hacerse de ese capital para
reconquistar a Daisy. Ni siquiera le importan sus fiestas ni su lista de cosas
encantadas. “Todas estas cosas son para ella”, dice Gatsby a Carraway. “Tu
imaginación”, le dirá ella, “es irresistible” - y Luhrmann toma nota y pone en
acto. La bendición de la novela, y del filme, es que Gatsby es un hombre
entregado a un proyecto. Íntimo. No político, y por eso libre de la pedagogía
de los dogmas. Sintamos Gatsby como
la historia de un hombre que quiso anular los cinco años que habían
transcurrido desde un último beso, para volver a besar a la chica dorada de
Louisville, la que vivía en la casa más hermosa que el soldado James Gatz
había conocido. Como si pudiera repetirse el pasado y abolir el tiempo que lo
separa del presente, como si en la vida hubiera una sala de montaje donde
elegir y medir, para después cortar.
El amor no es en Gatsby dar lo que no se tiene a quien no
es (Lacan dixit, citado hasta el
hartazgo). Es dar todo lo que se tiene a quien no lo pide y a alguien para
quien, además, somos la marca de la camisa que llevamos puesta. “Estás tan cool”, es todo lo que puede decirle
Daisy a Gatsby en esa tarde tórrida y tensa en el Plaza Hotel, cuando
supuestamente debe blanquear su relación y abandonar a su marido para fugarse
juntos. “Te parecés al hombre del aviso en Time Square”.
Cuando Gatsby la envuelve en su
coreografía de camisas arrojadas desde su vestidor (la invención del vestidor
es mérito de Luhrmann y las camisas son las que un hombre “le compra en
Inglaterra”, el no-va-más de la elegancia para el americano con aspiraciones), Daisy
llora. Y mientras llora, confiesa - y esta
es la confesión contundente de una flapper: “lloro porque nunca he visto
camisas tan hermosas”. Daisy no está enamorada de Gatsby sino de sus camisas.
Él lo sabe. “Tiene una voz…”, arranca Carraway, sin saber cómo seguir. Gatsby
remata: “Tiene una voz llena de dinero”. Daisy es una chica material - una “material girl”, diría Madonna. Gatsby lo
sabe pero la quiere igual o la quiere por eso, porque el dinero es glamour y Daisy no lo compró, como él ha
comprado sus camisas; le viene de nacimiento.
Y este, como ya se ha dicho, es
el drama de Gatsby, el que Tom Buchanan le arroja en la cara, como una culebra
o una lápida, en el Plaza Hotel: “Nacimos diferentes, está en nuestra sangre.
Nada de lo que hagas, digas, robes o sueñes podrá cambiarlo”. Es un drama de
clase social, de sociedad aristocrática de élite contra “arribistas”, de
ganadores por linaje contra perdedores que compran y pagan por lo que no tienen
y aparentan ser lo que no son. La biblioteca de Gatsby, en la que brilla su
fotomontaje con el alumnado de Oxford y el conmovedor álbum que armó con cartas
manuscritas y recortes de periódicos y fotos de Daisy, es una biblioteca
“prestada”, tan prestada como el tiempo de la década del '20. Gatsby compró la
apariencia de una cultura que no tiene. Será, por los siglos de los siglos, el
chico pobre, el hijo de granjeros del Midwest. La tremenda confianza en sus
aptitudes, su imperio del West Egg, no alcanzan para desvanecer su inhibición
infantil ante el billete congénito de Daisy.
La escena del té organizado en la
modesta cabaña de Nick Carraway, para reencontrar a Daisy luego de cinco años
de forjarse a sí mismo y esperar, es de una ternura desarmante. Gatsby no sabe
qué hacer, dónde ponerse, tira un reloj de mesa antiguo, se asusta y se escapa,
vuelve empapado por la lluvia. Es la única lluvia del libro y la película y cae
para pegar un mechón de cabello en la frente de Gatsby y para que Nick le
indique, como si fuera un niño (y Leonardo di Caprio es invariablemente un
niño, aun cuando se convierte en el esclavista atroz de Django Unchained es el pequeño hijo heredero de un terrible padre) que
se acomode el mechón y sea valiente. Gatbsy compró cientos de orquídeas y
torres de masas para sorprender a Daisy. Y es un niño que tiembla como si lo
que llevara pegadas, a la carne, fueran las ropas de granjero.
Nadie lo explica más lúcidamente
que Angelo en la serie televisiva The
Wire, en la mesa de lectura de Gatsby
armada en la cárcel. “No importa lo que Gatsby haga y la historia que se
invente, lo que fue al principio será lo que es… todo lo que haga y lo que
intente no le servirá de nada… se había comprado todos los libros y los había
puesto en su biblioteca pero no había leído ninguno… lo que sucedió antes es lo
que realmente sucedió” - he aquí la síntesis absoluta de Gatsby, un tipo que
compra la apariencia de lo que no es para seducir a una chica enamorada de las
apariencias. La comprensión absoluta de Angelo, y su lamento, son el eco
invertido y perfecto del desprecio que Buchanan le escupe a Gatsby en el Plaza
Hotel.
Porque Angelo es negro y fue un
chico negro y pobre del gheto y vender droga lo llevó a la cárcel - ese
depósito de seres humanos que recluta su clientela especialmente entre los
negros, especialmente entre los pobres. Y todos los dólares del tráfico de
drogas, apilados uno sobre otro, no le alcanzarán a Angelo jamás para arrancar
de sí el estigma de la raza y el origen real de su fortuna. Lleva la marca del
desafortunado, socialmente construida, impresa en la piel. No hace falta que al
negro o al pobre le impidan la entrada a un restaurante, no es necesario el uso
de la violencia. La inhibición, inoculada durante siglos, se pone en marcha
sola. Hay lugares que son para los “ricos y todo eso”, “los rubios y todo eso”,
los que cayeron del otro lado de la línea. Por eso basta, para comprobar la
actualidad de Gatsby, alzar la vista
del libro o la película -yo creo que los ojos, como órganos, se posan sobre los
páginas y las pantallas, como los automóviles y los exprimidores de naranjas
sobre las ciudades- y mirar a nuestro alrededor.
Hay de Gatsby una película muda y perdida, de 1926; una película sonora,
de Alan Ladd, de 1949; una película analógica y en color, la de Clayton; y esta
traducción de Lurhmann, en tecnología digital y formato 3D. El cine puede
volver a una novela una y otra vez. ¿Cuántas veces y bajo qué formas retornará Gatsby al cine? El cine tiene la
capacidad del regreso y la recreación. El cine sale a recuperar y a jugar, es
el intervalo lúdico entre las horas de clase que hay que desaprender, es el
recreo donde no suena el timbre de la vuelta al orden.
III.
Paradójicamente, es la fe lo que
salva y aniquila a Gatsby. No solo su fe, tan protestante y tan norteamericana,
en la recompensa de los sacrificios: también la fe como ese género al que
pertenece la fidelidad. “Fiel hasta el fin”, se lee en el escudo heráldico y apócrifo a la entrada
de su castillo de naipes de Long Island, al pie de sus iniciales con tipografía
Déco. “Ad finem fidelis”. “Besé a Daisy y después no la vi durante cinco
años y en estos cinco años sentí, todo el tiempo, que estaba casado con ella”.
La fe como fidelidad a una visión. La fe ciega.
La fe es ciega, como el amor (dado
que Luhrmann también lo pone todo, salta y se atreve hasta a ponerle sexo a Gatsby, mientras suena Love is blindness, ralentizada al máximo
por Jack White). El amor es ciego, como la esperanza, ese don que diferencia a
Gatsby de todos los demás y que, como le dice Carraway en la última noche que
le queda vivo, lo hace mejor que todos ellos juntos, mejor que los Buchanan que
lo entregan sin necesidad, porque él ya asumió la culpa de un accidente mortal
que no le corresponde, y huyen mientras él espera la llamada telefónica de
Daisy.
“Mantenga el teléfono
desocupado”, ordena Gatsby al mayordomo, “porque espero una llamada personal”. Otra
vez, el teléfono. Marilyn, cuenta la leyenda americana, estaba muerta en la
cama y a su lado colgaba el tubo y el cable de un teléfono.
Fiel hasta el fin, hasta el fin esperanzado y, por ende, a salvo del crack-up. “Mi autoinmolación era una
cosa negra de humedad”, dice Fitzgerald en abril de 1936, fisurado, en Manípulese con cuidado, el tercer y
último texto de The Crack-Up. Gatsby
cae, baleado y espléndido, al agua transparente de su piscina, donde no hay
restos de humedad. Ninguna cosa negra. Para el creyente, para el fiel, agua
bendita.
IV.
Quien leyó Gatsby ya ha visto esta escena, la escritura de Gatsby es un álbum de fotografías. La
fotografía como arte de la modernidad, que secuestra y colecciona momentos
efímeros. Recordamos el accidente en el valle de cenizas, el cuerpo de Gatsby
en la piscina, la mano de Gatsby que intenta atrapar esa luz verde que destella
y lo asedia desde un amarradero. Lo que recordamos rara vez se mueve, está fijo
como una foto. Luhrmann construye recuerdos de recuerdos, por eso filma el
accidente en cámara lenta (es como si dijera “ves, está pasando otra vez” –
recordar viene del latín, re-cordis, “volver
a pasar por el corazón”) y da a la muerte de Gatsby algo que se parece a una
cámara lenta, pero es en realidad la lentitud del desplazamiento de un cuerpo
en el agua, y un travelling hacia atrás en el que Gatsby sabe, por primera y
última vez, que ha perdido esa luz verde que ahora no cesa de retroceder hasta
eclipsarse, y un plano cenital que es como la memoria asomada al lugar inasible
de los hechos.
Nick Carraway, en el Gatsby de Luhrmann, sale del hospicio
para errar por una Nueva York que antes lo fascinó y ahora le causa asco. Ese
asco ya estaba en el final de la novela. Nadie asistió al funeral de Gatsby,
ninguno de los cientos de invitados a sus fiestas; no hubo una sola flor de Daisy
sobre su tumba. El mundo se mueve bajo los pies de Nick. Hemingway se parece a
Harry y Fitzgerald se parece a Julian en Las
nieves del Kilimanjaro, donde Hem se burla un poco de Scotty: “creía que [los
ricos] eran una raza especialmente glamorosa y el descubrimiento de que no era
así lo destrozó”. Así de destrozado está Nick, así de fisurado, como
Fitzgerald.
Porque es el narrador a quien se
le reserva la fisura, el impiadoso crack-up.
“Nada de lo que dijeron los diarios, después del funeral de Gatsby, era cierto”,
dice Nick, recordando a Gatsby en flash-backs
encadenados. En los diarios nunca se lee la verdad. Los restos de verdad que pueden
existir en este mundo arden en la literatura, o en el cine. Nick recuerda y
concluye: “Yo era todo lo que Gatsby tenía”. Quien narra sin especular y sin
medir es, con su narración, fiel hasta el fin, es fiel hasta la muerte.
V.
La cámara es una máquina de
escribir. Juan ha tenido, en el Apocalipsis, una visión del Hijo del Hombre. Se
le aparece y le ordena que escriba al ángel de la iglesia de Esmirna: “Sé fiel
hasta la muerte y te daré la corona de la vida”. El teclado pone en tus dedos
sal, mirra en tus ojos.
Hijo del Hombre, te escribo desde Esmirna, en mi condición de plato rajado. Te pido muchos menos que lo que prometiste. La fidelidad, que es algo que salimos a buscar, termina viniendo hacia nosotros, eligiéndonos con su sobredosis de hermosura y sin chance de decirle “no”. Te cambio la corona por un par de vendas. Te la devuelvo intacta, no arranqué la etiqueta, está enterita, no leí las instrucciones de lavado. ¿Tuviste tu crack-up, Hijo del Hombre? Este es mi trueque, entonces: una frazada tibia, un par de vendas y latas de galletas para la esperanza.
Hijo del Hombre, te escribo desde Esmirna, en mi condición de plato rajado. Te pido muchos menos que lo que prometiste. La fidelidad, que es algo que salimos a buscar, termina viniendo hacia nosotros, eligiéndonos con su sobredosis de hermosura y sin chance de decirle “no”. Te cambio la corona por un par de vendas. Te la devuelvo intacta, no arranqué la etiqueta, está enterita, no leí las instrucciones de lavado. ¿Tuviste tu crack-up, Hijo del Hombre? Este es mi trueque, entonces: una frazada tibia, un par de vendas y latas de galletas para la esperanza.
Nota: Las citas de Ecos de la Era del Jazz (1931) y The Crack-Up (1936) pertenecen a The Crack-Up, Editorial Crack-Up, Buenos Aires, 2011 (traducción de Marcelo Cohen, Martín Schifino y Matías Serra Bradford).